sábado, 14 de septiembre de 2013

FAENAS





Afirma Rousseau que "El hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad le corrompe", yo por el contrario pienso que el ser humano cuando nace es un animal, busca por encima de todo satisfacer sus deseos sin importarle nada los demás, pero la sociedad, a través de la familia y la escuela, le va humanizando, domesticando. El hombre es un salvaje que se ha amansado, como un lobo que se convierte en perro.

No obstante, hay días en la vida que sale de su guarida la bestia que llevamos dentro, y uno desea hacer lo que le dé la real gana, es más hacer cosas incorrectas, prohibidas, ilegales, más aún cuando tienes 11 años, que has dejado de ser un niño y te crees el rey del Mambo. En esa etapa necesitas salirte del camino que te marcan para encontrar el tuyo propio. Hacer travesuras es cruzar la frontera del mal para saber luego donde están los límites. Hacer faenas es un entrenamiento para la vida.

Aquel día de verano de 1976 mi amigo Manuel y yo habíamos pasado una mañana aburrida, sin saber que hacer (entonces no había piscina municipal) y decidimos que por la tarde íbamos a cambiar el rumbo de las cosas, haríamos lo que quisiéramos, nada nos pararía. Para empezar no obedecí una de las principales normas que había fijado mi madre para ese verano: "Durante la siesta todo el mundo está en casa, y si no te quieres dormir te tumbas en la cama y descansas". Echarme la siesta entonces me parecía estar enterrado en vida, meterme en la cama era como encerrarme en un ataúd. Con 12 años la vida te depara emociones mejores que ver como se desprenden los caluchos del techo.

Salí de mi casa con sigilo cerrando con cuidado la gruesa aldaba de hierro de la puerta antigua y me dirigí hacia el cementerio, donde había quedado con Manuel. Quizá este no fuera el sitio más adecuado para estar una tórrida tarde de verano a las 4 de la tarde pero la soledad del lugar era necesaria para nuestra primera ocurrencia.

Cuando llegó Manuel le pregunté: "¿Has traído el tabaco?", y sin contestar, dándolo por supuesto, me dijo "¿Y tu el chocolate?". El se encargaba de robarle unos cigarrillos de la marca Sombra a su padre y yo me ocupaba de llevar chocolate para que luego no nos oliera el aliento. A mi no me hacía especial gracia fumar, de hecho no me tragaba el humo, pero lo que sí me gustaba era encender los cigarrillos con el mechero de mecha, el olor de la cuerda quemada me hacía sentirme como un hombre de los de antes, hombre de campo, de esos que tienen más callos en el alma que en las manos.

Después estuvimos deambulando más de una hora por una Bayuela completamente vacía, parecía un pueblo fantasma, con las calles abandonadas por alguna catástrofe invisible. Tuvimos la sensación de que el pueblo entero nos pertenecía. A eso de las 5 empezaron las primeras señales de vida y entonces nos fuimos a la plaza. Sentados en el último escalón del rollo veíamos pasar la vida con un sentimiento de superioridad , tanto por la altura desde la que veíamos pasar a la gente como por la sensación de inmortalidad que da cumplir 11 años y tener toda la vida por delante.

Estando allí, vimos pasar en su bici deslumbrante a Mauricio alias "el lagartija" que tenía ese mote por su afición a llevar polos de la marca Lacoste . Su padre tenía una boutique en la calle Alcalá de Madrid y él era un niño "pera" que hacía gala de ello. Fue el primero en Bayuela en vestir unos Levis Strauss, que según decía le habían traído de EEUU (yo estaba orgulloso de mis Wrangler pero sin duda aquello era otra categoría). Entró en el bar de Frutos acompañado por su primo Enriquito y otros dos o tres muchachos. Mauricio siempre llevaba dinero encima e invitaba a jugar al billar y a comer toreras a todo aquel que le hiciera la rosca. Los muchachos se le pegaban recibiendo sus obsequios y se lo agradecían como si fueran la corte del Rey Sol. Solían jugar al billar, que entonces me parecía un juego aristocrático y elitista, el tapete verde me parecía de terciopelo y las bolas nacaradas yo pensaba eran de marfil, y además el contador marcaba la considerable cantidad de una peseta por minuto. Nosotros cuando éramos capaces de juntar dos pesetas entre todos, las empleábamos en jugar al futbolín que me parecía un juego más solidario y popular, podían jugar 4 a la vez y un tiempo indefinido (sobre todo cuando una de las monedas se quedaba atrancada permitiendo que después de cada gol la bola volviera a salir) .

Mauricio había aparcado a la puerta de Frutos su bicicleta tipo chopper. Era la Harley Davidson de las bicicletas, con su sillín bajo y el manillar doblado hacia dentro, tenía una bandera a cada lado de la rueda delantera, una de España y la otra del Real Madrid, y siempre la llevaba reluciente, impoluta, personalizada con su nombre escrito con letras doradas sobre la barra central.

Manuel y yo nos miramos y no tuvimos que decir nada, en unos instantes Manuel llevaba la bici de Mauricio a toda prisa y yo iba detrás, en el trasportín. En nuestra carrera hacia el lado oscuro habíamos arrancado a lo grande, una sensación de libertad y locura nos invadía. Ibamos determinados a realizar nuestra siguiente proeza ... (CONTINUARÁ)

El siguiente paso en nuestro camino de aventura y perdición era colarnos en la piscina de Doña Jose para ver a sus nietas en bañador. Tenían nuestra edad y eran muy guapas, desde el principio del verano las perseguíamos y aunque ellas se quejaban y nos llamaban pesados, siempre se sonreían cuando pasaban por delante. Saltar la pared de piedra y entrar en la finca fue el 2º acto delictivo de ese día tras del robo de la bicicleta. Ocultándonos entre los olivos fuimos avanzando hacia a la piscina, el mejor lugar para observarlas era detrás de los vestuarios junto a un emparrado que hacía de sombra, camuflados por las hojas compartíamos escondite con un escuadrón de avispas golosas que atacaban un racimo de uvas con la misma decisión que Luke Skywalker lo hacía con la estrella de la Muerte. Allí estábamos con los ojos bien abiertos y el corazón desbocado asistiendo fascinados a una exhibición de juventud y belleza, cuando sentí de repente varios picotazos en el culo, y no pude evitar gritar un exabrupto. Entonces ellas se percataron de nuestra presencia y preguntaron ¿Quién anda ahí?.Cuando nos vieron salir del emparrado se taparon con sus toallas y empezaron a gritar entre excitadas y divertidas: ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!. Manuel y yo salimos corriendo a toda prisa, mientras su perro, que era pequeño pero vivaz, por eso le llamaban Chispa, nos ladraba y corría detrás envalentonado por nuestra huída.

Aquel fracaso pudo cortar nuestras ganas de correrías pero a los 11 años la imprudencia es mayor que la razón, y decidimos ir a merendar gratis. Con la bici del "lagartija" nos dirigimos a un huerto que estaba en el camino al Puente Romano, cerca del arroyo, y que tenía unas sandías espectaculares. Había una caseta donde estaba el motor para sacar agua del pozo y donde se guardaban los aperos de labranza, sabíamos que allí tenía el dueño , Tío Candiles, un cuerno con el condumio para hacer gazpacho. Nos preparamos uno con el agua fresca del pozo en una lata vacía de leche condensada que hacía las veces de vaso y aunque tenía cierto sabor metálico no podía haber nada mejor para la sed (todavía no se había inventado el Aquarius). Al acabar Manuel se levantó, arrancó una sandía de la mata y me la tiró desde lejos para que la cogiera, tuve que hacer una palomita para atraparla y que no cayera al suelo y reprendí a Manuel su acción, pero esto en lugar de amilanarle le animó aún más y empezó a tirarme más sandías. Pude atajar dos más al vuelo pero la tercera estalló contra el suelo como una bomba, explotando su jugosa carne roja por todos lados y saltando las pipas por el aire como si fuera metralla poniéndome perdido. Nos pusimos a reír y yo le comencé a tirar tomates y pepinos como si fueran granadas de mano.

 

En medio de esa incruenta y colorida batalla vegetal sonó una voz potente que clamaba: "¿Qué hacéis ahí gaznápiros?¡venid aquí ahora mismo!". Era un guardia civil a caballo, con su correspondiente pareja, que desde el camino nos requería. Una mueca de espanto se dibujo en la cara de Manuel, yo me quedé paralizado pero vi como él saltaba la pared de piedras de un brinco en dirección al arroyo y le imité, corrimos como alma que lleva el diablo. Sentía fuego en las sienes y no dejaba de correr, el corazón amenazaba con salírseme del pecho y estallar, como las sandías del Tío Candiles. Cuando llegué a casa me metí en mi habitación y no me moví, esperando que en cualquier momento llegaran los guardias civiles para detenerme, en las paredes frías y encaladas de mi habitación veía los muros de la cárcel. Aquella noche no pude dormir bien, sentía los aguijonazos en mi trasero pero aun más los pinchazos de remordimiento en mi corazón.

A la mañana siguiente me desperté pensando que todo había sido una pesadilla pero entonces vino Manuel a buscarme y me dijo que los guardias civiles, que no habían logrado cogernos, habían seguido la pista de la bici de Mauricio, que habíamos dejado allí abandonada, y habían ido a su casa a buscarle. Aunque él lo había negado todo, le hacían responsable del destrozo de las sandías y del allanamiento de la caseta y su padre le enviaba castigado a Madrid el resto del verano. Al escuchar esto, dudé unos instantes, pues mi primer impulso era meter la cabeza debajo del ala y salir de rositas de la situación, pero enseguida supe que no podía cometer tal injusticia, Manuel estaba de acuerdo. Cuando íbamos a casa de Mauricio nos encontramos con su coche que bajaba por la botica dirección a Madrid, el padre iba circunspecto conduciendo y Mauricio, en el asiento detrás, llevaba la cabeza agachada con la resignación de un reo. De manera decidida me puse en medio de la calle haciéndole frenar bruscamente, me acerqué a la ventanilla y le explique a su padre que nosotros éramos los culpables.

 

Estuve una semana castigado sin salir a la calle salvo para ayudar al Tío Candiles a "cerrar" unos camiones de paja para compensar así el destrozo que le habíamos hecho. No se me ocurre peor condena, el calor que hace en el pajar y el peso de las alpacas te hace sudar y la paja se te pega picándote todo el cuerpo, pero a mí no me importaba, incluso me hacía sentir bien porque podía reparar en parte el disgusto que tenía mi madre, pobrecita, con lo buena que era. Por el camino aprendí un par de lecciones de la vida: Mauricio, aunque le había robado la bici y le había metido en un problema, me miró desde entonces con cierto respeto por haber dado la cara cuando me podía haber callado, y es que el valor puede hacer perdonar otros defectos. Las nietas de Doña Jose, por su parte, me vieron el resto del verano con cierta admiración porque si el incidente de la piscina había sido algo patético, la historia de la persecución por los guardias civiles había corrido por todo el pueblo y me había convertido en una especie del Lute en miniatura. Nunca he sabido porqué, pero a las chicas les gustan los malos, los atrevidos, los que cruzan la frontera.

ESTACION SUR




En el verano de 1980 cumplía 15 años y por primera vez me dejaron ir solo a Bayuela. Mi padre cogía el "permiso" en Agosto y el mes de Julio se me estaba haciendo muy largo en Madrid así que convencí a mi madre para adelantar mi llegada en una semana al resto de la familia. Cogí el metro hasta la estación de autobuses y a medida que ascendía por las escalerillas mecánicas aumentaba mi excitación: iba a emprender un viaje formidable, no por la distancia, apenas cien kilómetros , sino por lo que suponía pasar de ser un adolescente, que iba con sus padres a todos lados, a ser un adulto con cierta independencia. Además Bayuela representaba para mí la tierra de la promisión y los sueños, imagino que así sería para los primeros colonos América.

La Estación Sur era bulliciosa y antigua como las calles de un bazar oriental. Los viajeros iban y venían a un ritmo constante, con la cadencia del flujo sanguíneo, cargaban con bolsos y tiraban de las maletas que, adornadas con cintas y pegatinas de colores, me recordaban cometas arrastradas por la arena. Mientras esperaba para comprar el billete frente a las taquillas de Castro Bonel vi llegar a la cola a una chica guapísima, me pregunté si cogería mi misma línea. Era morena y tenía una melena larga y brillante que se movía al andar como si una manada de toros corriera por su pelo. Sus ojos rasgados le daban un aire enigmático y muy atractivo. Llevaba vaqueros oscuros y camiseta negra, indumentaria que puso de moda la película Grease y que se convertiría en el traje de princesas de los años 80.

Me dirigí a la dársena enseguida pues quería coger sitio junto a la ventanilla y monté en el coche de línea en cuanto abrieron las puertas. Estuve esperando10 minutos y cuando faltaba poco para la partida subió al autobús la chica de la estación. Sólo quedaban dos sitios libres, uno detrás del conductor a lado de una señora mayor que llevaba un gran bolso sobre las piernas y el otro a mi lado, al final del pasillo. Dudó un instante pero finalmente se dirigió hacia donde yo estaba. Me pareció un guiño del destino ,y si alguien piensa que había un 50 % de posibilidades de que eligiera mi asiento, la siguiente señal fue inequívoca: llevaba en la mano un libro, tenía el dorso marcado por la pegatina de un biblioteca, lo que mostraba que era lectora habitual, cuando vi la portada no me lo podía creer , estaba leyendo el mismo libro que yo "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez .

En cuanto arrancó el coche se puso a leer y yo saqué de mi mochila el ejemplar que me había dejado mi profesora de Literatura para el verano, lo abrí ostentosamente para que lo viera y me puse también a leer. Como llevábamos 20 minutos de viaje y ella no había advertido la coincidencia, o quizá la había pasado por alto, aproveché un frenazo que dio el autobús a su paso por Móstoles para mirar directamente el libro y como si acabara de darme cuenta decirle : ¡Vaya, que casualidad!, ¿Te está gustando?, yo acabo de empezar, ella se sonrió y me dijo: Mucho, no puedes dejar de leerlo, pero dicho esto volvió a enfrascarse en la lectura. Yo sólo llevaba 50 páginas pero miré la página por la que iba y comencé a leer a partir de ahí para seguir su ritmo, iba estropear la gracia del libro pero quería saber lo que ella estaba sintiendo, pensar lo que ella estuviera pensando, sentir de algún modo que estábamos conectados.

En Navalcarnero un atasco más grande de lo habitual nos tenía retenidos y en media hora apenas habíamos avanzado unos cientos de metros. Al pasar por la plaza del pueblo, bajo su pórtico de piedra se guarecía el vendedor del "rico bombón helado", las gentes le llamaban desde el coche y el se acercaba con su nevera a la espalda y les vendía su dulce y refrescante mercancía. Hacía calor, tenía hambre y además vi una ocasión inmejorable para quedar como un caballero, así que le pregunte que si le apetecía un helado, ella me miró sorprendida pero pasado un instante dijo: Vale. Por la ventanilla llamé al vendedor que subió al autobús a darme los helados. Ella se comía el bombón crujiendo con delicadeza la corteza de chocolate y lamiendo la nata con suavidad. Yo, que he sido siempre bastante impetuoso para todo, lo comía a bocados dejando mutilado el helado en cada mordisco. Al final ella se quedó chupando el palo en la boca con una gracia y sensualidad que a mí me volvía loco.

A partir de ese momento comenzamos a charlar, me dijo que iba al Real, pues una amiga suya le había invitado a pasar unos días allí. Yo le expliqué que pasaba el verano en un pueblo que estaba justo antes, en Castillo de Bayuela. Le hablé de las bondades de la región, de la belleza de la sierra y de que algún día me gustaría dejar la ciudad y vivir en el campo, ella me dijo que por nada del mundo viviría en otro sitio que no fuera Madrid. Como vi que por ese lado no tenía mucho futuro le pregunté por sus gustos musicales,
yo le conté que mi grupo favorito era Police pero ella prefería Supertramp.

La Castro Bonel hacía una parada técnica en Escalona, 20 minutos en los que la gente estiraba las piernas y tomaba algo en el bar. En otras ocasiones esta parada me resultaba fastidiosa pues sentía cerca la presencia de Bayuela y suponía prolongar la espera, pero aquel día no me hubiera importado que hubiéramos tenido que quedarnos allí a hacer noche. Le pregunté que si quería conocer el castillo y me ofrecí como cicerón. E
n su privilegiado enclave sobre el Alberche, frente a sus robustas fachadas y almenas altivas quise mostrarle mis conocimientos de Historia y le conté que allí nació el
Infante Don Juan manuel, nieto de Fernando III el Santo, que escribió el Conde Lucanor, y que más tarde el castillo fue destruido por un incendio, ya en época de Álvaro de Luna. Ella no parecía muy sorprendida por que le explicaba así que también le conté que su amplio patio de armas fue utilizado como campo de fútbol durante unos años y que siendo niño estuve allí viendo un partido del CD Castillo, y como ganó 1-2 con un penalti dudoso en los últimos minutos, algunos seguidores tiraron por el terraplén al árbitro, despeñándole como si fuera un vulgar bandido en tiempos de la Edad Media y aunque algunos le persiguieron logró salvarse corriendo cuesta abajo y cruzando el río a nado, en la fría aguas del Invierno. Ella mostró más admiración por este episodio que por los hechos ocurridos en el Medievo. Uno nunca sabe cómo sorprender a una mujer.

Cuando reiniciamos el viaje ya no hubo silencios, como sabiendo que se acercaba el fin del viaje ( y de la relación) no parábamos de contarnos cosas. De Escalona a Nombela le conté que quería ser profesor y ella me dijo que sería escritora. Yo le pregunté por sus sueños y ella me pregunto por mis historias. Por la carretera estrecha y sinuosa que nos llevaba a Nuño Gómez vimos muchos conejos en las cunetas, algunos al vernos huían pero otros se quedaban en la carretera mirando con curiosidad. Hoy día esa es una imagen inédita pues ni los cazadores encuentran uno aunque revuelvan las tripas de la tierra, pero aquellos eran otros tiempos, cuando había peces en los arroyos, mariposas en los campos y lagartos en las piedras.

De camino a Garciotun pasamos por una dehesa con toros bravos y le dije: ¡ Mira qué bonitos!, me encantan .
Ella se abalanzó sobre mi ventanilla para verlos mejor y su cuerpo se pegó al mío con tal intimidad y calor que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no rodearla con mis brazos y besarla. El corazón no dejaba de llamar a la puerta de mi pecho y cuando se despegó estaba tan confuso que no sabía que decir. Para sobreponerme a la emoción que sentía, y también para impresionarla, le conté que yo corría los encierros (aunque no le dije que empezaba la carrera desde el bar de Frutos y que cuando sonaba el tercer cohete ya estaba casi en la plaza).



Entre risas y complicidades llegamos a Bayuela. Cuando el autobús paró en la plaza yo no estaba aun preparado para la despedida así que simplemente cogí mi mochila y le dije: Me ha gustado mucho conocerte. Entonces no había móviles ni e-mail para intercambiar así que sólo me quedó añadir: Espero que volvamos a vernos. Ella me contestó lacónicamente : Lo mismo digo.Cuando el autobús arrancó me quedé en medio de la plaza como atontado, tan quieto y petrificado que parecía la sombra del rollo, entonces ella sacó la cabeza por la ventanilla y gritó: Me llamo Teresa. Yo estaba tan confundido que no reaccioné, la verdad es que habíamos conectado tanto que no nos había hecho falta darnos el nombre.

Pasaron un par de días y el recuerdo de Teresa no me abandonaba, su imagen no se desvanecía sino que, por el contrario se hacía cada vez más intensa, así que cogí mi BH azul celeste (la única de ese color que había en todo el pueblo) y subí al Real para ver si la encontraba. Otras veces paraba en la media legua para descansar y echar un trago, pero aquel día, a rebufo del amor, subía a toda pastilla sin apenas sentarme en el sillín. Cuando terminé la cuesta, frente al Tico- Tico, sin apenas resuello para hablar pregunté a un grupo de chicas pero no la conocían, fui a la piscina, a las escuelas, recorrí todas las calles del pueblo y me senté durante horas en la plaza por si ella pasaba pero no la encontré. Lo mismo hice en días posteriores pero tampoco tuve suerte. Estuve un poco abatido el resto del verano pero quizá fue mejor así para no estropear un bonito recuerdo. Fue una gran historia de amor aunque solo duró 3 horas y 25 minutos.

P.D.

Si por casualidades del destino estás leyendo este artículo, Teresa, sólo quería decirte una cosa: Me llamo Julián.

LA VERBENA


Desde bien pequeño me fascinaba la verbena, recuerdo que mis padres me llevaron a una que se celebraba enfrente de la Cooperativa. Estaba adornada con ruedas de carro antiguas y tenía un escenario de madera parecido a los "entablaos" que se ponían en las fiestas. Las luces de colores pestañeaban coquetas y la música clamorosa y vibrante me estremecía. Todo aquello me parecía un espectáculo maravilloso, como el "Circo Mundial" que ponían en la Plaza de las Ventas.

Siendo ya un chaval recuerdo la verbena que se celebraba en el Olivar. Me quedaba con mis amigos revoloteando alrededor de la puerta, como moscas en una taza de chocolate. Veíamos entrar a los mozos hablando a voces y fanfarroneando mientras las parejas salían con sigilo, susurrándose secretos al oído. A veces intentábamos colarnos ( una vez me llegaron a sacar de la oreja), pero otras Tío Fanegas se apiadaba de nosotros y nos dejaba pasar cuando llevábamos más de una hora dando por saco. Recuerdo haber visto allí a Los Pekes Brandis , que eran de Hinojosa, su cantante con pelo largo y barba recortada interpretó una canción de la ópera-rock Jesucristo Superstar con un verismo que me impresionó. Todavía hoy sigue tocando en las fiestas de los pueblos (los viejos rockeros nunca mueren), para mí es como el Mick Jagger de la sierra San Vicente.

Pero cuando pienso en la verbena pienso en la cancha polideportiva del CD Castillo, en ningún lugar he sido tan feliz en mi vida como en aquellos 1000 m. cuadrados. Durante la semana jugábamos allí a futbol y a tenis, utilizando como red improvisada una treintena de sillas oxidadas, y luego, sentados en la repisa de la puerta del matadero, hablábamos de chicas e imaginábamos cómo sería el futuro. Pero cuando aquel lugar se convertía verdaderamente en el paraíso de nuestra adolescencia era en las noches veraniegas de los sábados, cuando se celebraba la verbena. Allí crecían a la par, como en el jardín del edén, la alegría y la oportunidad, el amor y la revelación, y todo ello sobre una pradera de cemento que durante el día desgastaba nuestras zapatillas pero que por la noche florecía bajo nuestros pies.

Bailábamos con un entusiasmo y agitación como el de los indios cuando conjuran a la lluvia, aunque lo que nosotros deseábamos de verdad era que precipitaran nuestros sueños. Pero cuando el baile llegaba a su momento culminante era cuando tocaban las lentas. En aquellos tiempos aquella era una de las pocas oportunidades en que podías tener una chica entre tus brazos. Yo en esa cercanía sentía tanta emoción que temía que lo bombeos de mi corazón se transmitieran mediante mis manos a sus caderas, como si mis dedos fueran baquetas que redoblaran sobre su piel.

Un día, durante un descanso del baile, le pedí al cantante de Vieja Banda que tocara lentas, le expliqué que quería sacar a bailar a una chica. Ella acababa sus vacaciones ese día y se marchaba de regreso a Valencia a la mañana siguiente, no volvería verla hasta Navidad (y eso en la adolescencia era toda una vida) .

- El se sonrió y me preguntó "¿Cómo se llama esa chica tan afortunada?.

-María, le contesté algo ruborizado.

Para coger ánimos fui a la barra del bar a pedir un "medio". Como se habían quedado sin vasos limpios, el camarero vació la mitad de la botella de Pepsi en el fregadero rellenando el resto con ginebra. Luego me dirigí a la pista de tenis y me coloqué junto a la línea de dobles como el torero que espera en los tercios la salida del toro.

Cuando se reinició el baile, Ernesto, el cantante del grupo cogió el micrófono y dijo: "Dedicamos esta canción a María ,que se marcha mañana, de parte de un admirador que la echará mucho de menos".

En ese momento me quedé paralizado, no era mi intención mostrar tan a la luz mis sentimientos y me quedé azorado sin saber qué hacer. Si la sacaba a bailar sería evidente para todo el mundo que yo había hecho la petición pero si no lo hacía ella partiría sin saber mis sentimientos. Durante esos segundos de indecisión vi como Víctor Alcázar, uno de los guapos oficiales del pueblo, se dirigía hacia ella y la decía algo al oído. Ella se echó a reír y se dirigió con él a la pista de baile, se fundieron en un abrazo y ella apoyó la cabeza en su hombro en un signo indudable de complicidad. Sin duda alguna Víctor Alcázar se había apuntado el tanto de la canción y más tarde se apuntaría otra muesca en su revolver. Así es la vida, los ligones aprovechan la oportunidad en cuanto se les pone a tiro, mientras los tímidos escribimos poemas de amor.

Mientras el cantante de Vieja Banda silbaba "La muerte tenía un precio" yo sentía, ¡qué paradoja!, que la vida no valía nada. Aquella noche, cuando me metí en la cama, no podía dormir pues durante mucho tiempo seguía escuchando el zumbido de la música en mis oídos y el eco de la derrota en mi corazón.

VOLVER


Yo vivía feliz en Castillo de Bayuela, satisfecho en mi pequeño mundo, convencido de no querer estar en otro lugar, pero en 1981 un primo de mi padre, que había emigrado a América durante la dictadura, le ofreció un trabajo muy bien pagado en una prospección petrolífera de Venezuela. Lo que iba a ser una campaña de un año de duración, se convirtió en un empleo de por vida. Yo tenía 16 años, desde entonces no he vuelto al pueblo.

Dicen que la adolescencia es la patria de todo hombre, pues bien, desde entonces me consideré un apátrida, un bayolero errante y hoy, 30 años después vuelvo a casa, entusiasmado pero lleno de añoranzas, ilusionado pero con miedo de sentirme un extraño, de no ser reconocido, como Ulises de regreso a Itaca. Lo peor del paso del tiempo no es encontrar cambiado un lugar en que viviste sino comprobar que quién más ha cambiado eres tu.

Por la moderna autovía A-5, que entonces era una carretera de sólo dos carriles más conocida como la general, tomo el desvío y me enfrento al "sky-line" del pueblo formado por la sierra de San Vicente y el Cerro y las pulsaciones del mi corazón empiezan a acelerarse, como cuando era un chaval y veía de lejos la chica que me gustaba. Cuando pasé el cruce de Garciotún sentí que se abría una puerta en el tiempo y que, en ese mismo momento, cruzaba el umbral de la memoria, donde habitaban mis recuerdos más lejanos y también los más queridos.

La cuesta ya no tenía las curvas de antaño, algunas de las cuales todavía se podían apreciar en el margen izquierdo, como el meandro de un río que hubiera quedado fuera del cauce. El asfalto, que entonces era rugoso y lleno de baches, ahora era firme y liso como si la carretera se hubiera hecho un lifting, Estaba preparado para ver las cosas cambiadas pero aún no había entrado en el pueblo y ya eché en falta la caseta de los camineros. Aquel edificio de piedra, rematado en sus esquinas de ladrillo, había sido siempre la primera construcción que anunciaba la población, y aunque ya la conocí abandonada y fui testigo de como su techo se rendía, lentamente, cayendo las tejas como lágrimas, era un punto importante en el mapa sentimental de mi adolescencia. Aquel era un lugar habitual para ir de paseo por la noche y detrás de sus muros fumé mi primer cigarrillo, un celtas cortos sin boquilla, el más barato que pudimos comprar en el estanco. Era un tabaco negro de sabor áspero y olor amargo que sólo fumaban los hombres mayores del pueblo, pero entonces nos daba igual porque no nos tragábamos el humo. También allí, jugando a verdad o condición, di mi primer beso, que fue corto en el tiempo pero largo en el recuerdo.

Comprendí que para asimilar todo lo que me esperaba tenía que ir más despacio así qué aparqué el coche en el espacio donde otrora se levantaba la caseta y decidí continuar andando. Al entrar por fin al pueblo vi la casa de Antonio Tofiños, el auxiliar, que estaba tal como la recordaba, sólo faltaba, aparcado a la puerta, el R-12 ranchera de color blanco con que llevaba a misa a sus hijas, tan bellas, tan encantadoras, que a mi aquel Renault en vez de un coche me parecía una carroza real. Yo las espiaba desde la báscula de camiones que estaba enfrente, ahora ya marchita y oxidada. Desde su techo, en las noches de verano, contemplaba sus ventanas y cuando apagaban la luz me tumbaba, miraba al cielo y avistaba las estrellas fugaces deslizándose por el firmamento como gotas de agua sobre el cristal.

Las calles conservaban su trazado y algunas casas permanecían, pero las más antiguas, aquellas de adobe y piedra encaladas de blanco habían desaparecido y habían sido sustituidas, con mayor o menor fortuna, por construcciones de ladrillo o simplemente revocadas, cubiertas con otros colores, entre el amarillo y el ocre.

La plaza también había cambiado, hasta el ayuntamiento era distinto, sólo quedaba un dintel de piedra de la antigua construcción, que a su vez era un recuerdo del concejo primitivo. Sólo el rollo se mantenía imperturbable, testigo de muchos cambios, como una marcapáginas de piedra que se deja en el libro de la historia para saber por donde seguir leyendo. Recordaba los poyos donde Tío Blas, desde primera hora de la mañana, silbaba sus alegres canciones y saludaba con cariño a los vecinos, como si fuera el heraldo del nuevo día, el profeta de lo cotidiano.



En la plazuela me sorprendió ver al verraco rodeado de una valla, como si estuviera encerrado en una cochiquera. En mis tiempo estaba sólo, rotundo, elevado sobre un podio por el que los niños escalábamos con difícultad hasta cabalgarlo. Había una manera arriesgada que consistía en ir corriendo y subir del impulso, de ese modo, un día, taloné mal y estrellé mi cabeza contra sus testículos de piedra, un chichón enorme recordó todo el verano mi osadía y más tiempo aún las risas de los demás.

Miles de recuerdos se agolpaban en mi mente pero me costaba encajarlos en ese nuevo escenario. Empecé a tener una sensación extraña, como si fuera un intruso en aquel lugar, como si ya nada tuviera que hacer allí, y pensé que quizá Joaquín Sabina tenía razón al cantar "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Decidí marcharme, sin que nadie me viera, para no volver jamás, pero ya que iba a ser la última vez, subiría al cerro como despedida.

Por el camino de la Fuente Arriba, quebrado y antiguo, jalonado de piedras poderosas y alcornoques fornidos, pensé que el hombre envejece y se arruga mientras los pueblos se modernizan y rejuvenecen, corriendo en direcciones opuestas, pero la naturaleza siempre está ahí, permanente, invariable , metáfora de la eternidad , y empecé a sentirme más confortado, más seguro, arropado por imágenes que reconocía y que no habían cambiado desde mi infancia: la sillita de la reina, el faratón del moro, la fuente sarmiento... Coroné el cerro y atravesé murallas milenarias que me hablaban de pueblos antiguos que existieron mucho antes que yo, y la Torre Castilla, vieja pero orgullosa, alzada por árabes y cristianos para que yo ahora la viera, me decía que yo también pertenecía a ese lugar.

Desde las lancheras, bandera de musgo y piedra, que ondea sobre Bayuela, contemplé las casas apiñadas y las calles torcidas, los campos desnudos y los caminos vacíos y sentí que todo seguía igual. Desde aquella distancia el pueblo parecía el mismo y en mi corazón no habían pasado los años, y entonces volví a sentirme bayolero, y volví a sentirme un chaval.





EL DÍA QUE MANUEL CONOCIÓ EL MAR"


El día que Manuel conoció por primera vez el mar le pareció una mierda.

Tenía 8 años y apenas había salido del pueblo, aunque esto a él no le preocupaba pues allí se sentía feliz. Su padre, sin embargo, pensó que ya era el momento de que su familia tuviera unas vacaciones de verdad y decidió llevarlos a la playa. Y así, un cálido día de Agosto, salieron de madrugada con el 850 azul cargado de maletas y el corazón de ilusiones.

Al llegar a la costa a Manuel le llamó la atención lo grande que era el mar pero le decepcionó su color ceniciento que nada tenía que ver con el azul radiante con que le pintaban en la escuela. Además le pareció tremendamente aburrido, no había árboles donde subirse, ni montañas donde esconderse, no había caminos ni ríos, no había nada, tan sólo arena y olas, y estas iban y venían con una monotonía que le recordaba el vaivén de la mecedora de su abuelo. También le desilusionó el hecho de no poder ver los animales marinos, pues en el pueblo jugaba con los perros y corría tras los gatos, pero allí no podía contemplar al bizarro pez espada haciendo esgrima con la espuma, ni al calamar gigante tocando varios instrumentos como un hombre-orquesta, ni al temible tiburón labrando con su aleta el océano.

Desencantado, se puso a caminar, cabizbajo, observando las huellas que dejaba la gente como puntos suspensivos sobre el renglón de la laya. De repente se chocó con una niña que corría en dirección contraria, ella tampoco le había visto pues tiraba entusiasmada de una cometa y miraba a lo alto. Cayeron ambos al suelo, y Sebastián, que estaba malhumorado, le iba a reprochar su acción cuando ella se echó a reír con todas sus ganas y entonces a Manuel, al ver sus ojos chispeantes y su risa encantadora, se le pasó el enfado de repente. Le ayudó a levantarse mientras ella se sacudía la arena del cuerpo con coquetería.

- Perdona, le dijo, no te vi.

- No pasa nada, yo tampoco iba atento, le contestó con algo de timidez.

- Cuando vuelo la cometa es que me olvido de todo. ¿Quieres probar? es muy divertido, ¡Venga inténtalo!

Manuel no estaba muy convencido, pero ante su insistencia cogió los dos hilos como ella le dijo y al momento, como si tuviera vida propia, la cometa se elevó rápidamente, surcando el cielo sin esfuerzo, con la sencillez de una nube, con la elegancia de una rapaz. Con su larga cola multicolor dibujaba garabatos en el cielo y le pareció que era la cometa quien le llevaba a él y no al revés. Sus brazos acompasaban sus movimientos por el cielo como si estuvieran bailando y la música era el viento. Durante unos minutos quedó absorto siguiendo el zigzag de la cometa como si esta fuera el péndulo de un hipnotizador y cuando salió de ese estado de trance le devolvió la cometa y con verdadero agradecimiento le dijo:


  • ¡Genial! ha sido genial.
  • Me alegro de que te haya gustado, me llamo María ¿Vienes conmigo?

No pudo decir que no (ningún hombre dice a una chica que no) y ella le tomó de la mano y le llevó a coger conchas por la playa, y aunque a él le parecían todas iguales, ella encontraba las más raras, con los brillos más vivos y las vetas más preciosas. Y a veces, entre todas ellas, encontraban un trozo de vidrio tallado por las olas y pulido por la sal y decía: ¡Mira! un diamante, si era un cristal transparente, o ¡Mira! una esmeralda si era el trozo de una botella de champan.

Al terminar el paseo el cubo de plástico estaba lleno de tesoros y Manuel tenía una sensación de bienestar y alegría que le sorprendió, y pensó, por primera vez, que quizá el mar tuviera su gracia. Este sentimiento fue efímero pues se escuchó una voz requisitoria que clamaba: ¡María! ¡Vamos!, Tenemos que irnos.

Ella encogió los hombros tiernamente e hizo un mohín de tristeza con la boca tras lo cual dijo: Me llaman mis padres, ya nos veremos, dio media vuelta y se marchó. Nunca más volvió a verla.

De vuelta al pueblo Manuel se acordaría muchas veces de ella, sin embargo nunca echó de menos el mar. Era lógico, su pueblo, en la sierra de san Vicente, era el lugar de España más alejado del mar, y Manuel era fruto de la montaña, un hijo del interior. Se crió entre pendientes y cuestas y lo rectilíneo le parecía aburrido, él no estaba hecho para la horizontalidad. Para Manuel pasado el Alberche todo le parecía playa y la Mancha era como el mismo mar.

MEMORIAS DE UN ALCORNOQUE





 

"Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas"
(CERVANTES: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, parte I, cap. XI, 1605)

Soy el alcornoque que cuida la cueva del Bufo. Habito aquí, en el cerro "Calamocho", desde hace más de 200 años y he visto muchas cosas a lo largo de mi vida. Nací solo entre estas grandes piedras y ellas han sido mi amparo en los días de viento y en los días de soledad mi compañía. Mis hermanos se encuentran algo alejados, sobre todo en el "Picacho", en la cara norte, en busca de la umbría. A veces oigo sus risas pero cuando les llamo no me oyen y así, estoy condenado a ser el único de mi especie.

Más lejos, en la llanura, puedo ver a mis primas las encinas, que dan alimento al ganado en invierno y sombra en el estío. Yo también doy bellotas pero son amargas para el hombre y las desprecia. Sin embargo mi corteza sí le es preciada pues le sirve para hacer muchas cosas: tapones, artes de pesca, colmenas, aislantes e incluso para curtir el cuero. Por eso aproximadamente cada 10 años viene a recogerla, quedando después todos expuestos, con los troncos desnudos y quebrados como una colección de estatuas griegas. Es un hermoso espectáculo vernos en ese momento en la falda del cerro, al pié de las lancheras, con el tronco escarlata como un nazareno, parecemos un paso de Semana Santa que, ceremoniosamente se hubiera detenido, para escuchar una saeta proveniente de lo más profundo de la tierra, el quejido de la naturaleza que muere para luego renacer. Pero no me quejo, ese es nuestro destino, mejor perder la corteza que el tronco aguerrido con sus poderosas ramas, pues nuestra madera, que es pesada, dura y tenaz, ha sido muy utilizada, sobre todo en el pasado, para hacer toneles que duerman el vino y barcos que despierten la mar, y si aún para eso no se nos considerara dignos, siempre podríamos hacer buen carbón para encender el hogar.

Por eso tengo miedo de que llegue el día en que inventen un material que sustituya nuestra corteza, entonces ya no valdremos para nada y decidirán cortarnos, sin compasión. Porque el hombre, que durante tanto tiempo ha vivido unido a la naturaleza (pues en realidad es parte de ella) se ha creído tan superior, tan autosuficiente, que en los últimos tiempos la desprecia y la humilla, tratándola, en lugar de cómo a una madre, como a una ramera. El hombre se comporta como el hijo pródigo que malgastó su herencia y renegó de su sangre pero luego, cuando llegaron los malos tiempos, tuvo que volver cabizbajo a pedir el favor de su padre. Puede que, cuando llegue ese día para el hombre, la Naturaleza no tenga la misma paciencia

El clima está cambiando y nuestro entorno se acaba tal como lo conocimos. Ya no corren los arroyos y se secó la fuente Sarmiento, los lagartos desaparecieron y el musgo, terciopelo de las piedras, ya no reverdece cuando llega el invierno. Los pájaros migran hacia otros lugares, las mariposas se alejaron hace ya tiempo, pero nosotros no podemos huir del holocausto, nuestras raíces están atadas al suelo sin remedio. Somos los últimos guardianes de otra época, los custodios de otras vidas y otros tiempos. Porque aquí aulló el lobo caprichoso la luna (pues le parecía el ombligo del cielo) y rindió el cazador a la liebre en su recelo. Aquí los maquis se escondieron en su huída (abrigando su cuerpo con una manta de Pedro Bernardo y su alma con una causa perdida). Aquí un pastorcillo soñó que las estrellas eran un campo de trigo y la llanura el firmamento pues aquí su niña del alma, vergonzosa, le dio el primer beso. Aquí han ocurrido tantas cosas qué sólo la cueva y yo sabemos. Soy el alcornoque que cuida la cueva del Bufo, moriré guardando su secreto.

NOTA DEL AUTOR

Escribí este artículo con los rudimentos de la memoria, con los recuerdos de las muchas veces que estuve en esos parajes. Después, decidí subir para hacer algunas fotos que acompañaran el artículo y comprobar si lo que había escrito se correspondía con la realidad y, de este modo, me daba el alcornoque su consentimiento. He de reconocer que siempre que subo me cuesta encontrar la Cueva del Bufo a la primera (son tan parecidas todas las piedras y tan semejantes todos los senderos) pero al final es siempre el alcornoque la referencia que me guía (como el faro en la tormenta). Pero en esta ocasión di más vueltas de lo normal y me encontraba totalmente desorientado. Tras pasar por el mismo sitio varias veces comprobé con estupor que había pasado por delante de la cueva y no me había dado cuenta y es que el alcornoque que buscaba ya no estaba allí, por lo menos no como yo esperaba, con su copa espesa y su rotunda presencia, orgulloso como una bandera. El alcornoque había muerto y estaba partido por la mitad caído sin enmienda por el suelo. Me quedé sin palabras ante lo que veían mis ojos y pasado ya un tiempo acerté tan sólo a escribir el siguiente epitafio:

" Yacen las ramas muertas a los pies del tronco seco, el cuerpo malogrado que ya no dará su piel ni las derrotadas manos sus verdes destellos, que no se convierta el Cerro en el cementerio de lo recuerdos"

lunes, 8 de julio de 2013

Tia Lucía

 

Tía Lucía era pequeña y seca como una cepa, y como ella daba un fruto generoso y dulce. Era hija de la tierra,  por eso se movía por ella con la gracia y ligereza de un pajarillo y cuando iba al campo ,principalmente al “Pan y vino”, saltaba las tapias y se doblaba bajo los alambres  como una chiquilla.  Y es que en realidad eso es lo que era, porque entre las arrugas (surcos donde seguro  sembró muchas lágrimas) surgían unos ojos muy vivos, llenos de ingenuidad y ternura, que revelaban una eterna juventud. Pese a quedarse viuda y con hijos en plena posguerra , el peor escenario que uno pueda imaginarse, supo vencer al destino y sobreponerse tanto a su historia personal cómo a la Historia con mayúsculas, y todo ello sin renunciar a un optimismo inquebrantable (que en los malos tiempos es la única riqueza  con que cuentan los pobres).

 
Tía Lucía, pese a que vestía de negro y dejaba su cabello plateado, no era una mujer antigua; era en el mejor de los sentidos “una mujer de las de antes”, pero que no renunciaba a los nuevos tiempos. Su nieto Chema le decía que no tenía que morirse sin probar la coca-cola y sin ir al menos una vez al Bernabeu. No consiguió nunca lo primero, ella prefería su agua del botijo, siempre presente, ya fuera verano o invierno, sobre el paño de la mesa camilla (que aunque sólo fuera como adorno a mí me parecía más bello que una figura de Lladró), pero sí logró que le acompañara, con 90 años, a ver el partido Real Madrid-Sevilla. Habría que verla allí tan contenta, en el corner del fondo norte, animando a sus jugadores, porque tía Lucía era muy aficionada a todos los deportes (ya fuera futbol, baloncesto o  watterpolo), pero sobre todo le gustaba el Real Madrid.  

Una vez le tejió a su nieto, que es socio y tan apasionado como ella del equipo merengue, una bufanda blanca  con dos cenefas moradas, para cuando fuera al campo la ondeara orgulloso, pero coincidió con las dos ligas que perdió el Madrid en Tenerife, en la última jornada,  y eso le dio mal fario , pues bien, ni corta ni perezosa,  la devanó y  la volvió a tejer para ahuyentar así la mala suerte. Con esa misma bufanda , ave fénix de lana,  renacida por la determinación de Tía Lucía, vi con Chema la final de la Champions League cuando el Madrid ganó la 7ª y  al finalizar el partido la llamó por teléfono y vi que, durante largo tiempo, escuchaba en silencio húmedos los ojos, le pregunté:

-  ¿Qué te dice?, él me puso el auricular y aún pude oírla cantar:

-  ¡oéoéoéoéoéoé!

 Era una mujer increíble. Yo no tuve la suerte de conocer a mis abuelas, por eso la adopté como si lo fuera y con total naturalidad le llamaba muchas veces abuela, (ella, con mucha gracia, a veces también me llamaba nieto) y ahora también la he perdido pero tengo la confianza que allí donde esté seguirá siendo tan simpática y feliz, eso sí, sin poder estarse quieta, barriendo las esquinas a las nubes o sacando brillo a las estrellas. ¡Ay tía Lucía!, sé que no vas a dejar ni un espárrago en el cielo.

Hacer peña


 




Allá por los años 70 yo era un crío con pantalones cortos que aún no sabía lo que quería ser. Sin embargo era el momento de tomar algunas decisiones fundamentales de esas que te van a marcar luego toda la vida: ser del Real Madrid o del Atlético, preferir las rubias o las morenas y estar en la  barra o en la  pista cuando vas a la verbena. Pues bien, aún no tenía  vocación   ni un gusto definido  por casi nada  pero ya tenía clara una cosa: quería hacer Peña. Esta  inclinación tan marcada es común en todas las generaciones de muchachos de Bayuela y sirve como  rito de iniciación a la vida, como aquellos nativos de las  tribus africanas que tienen que matar un león para pasar de la pubertad al estado adulto. Todos hemos jugado de niños a hacer “Peña” en la propia casa de alguno, con 4 banderines,  unas cuantas botellas de “Casera Cola “ compartiendo espacio con la leche en la nevera y  la obligatoriedad de que estén todos los miembros presentes para abrir una de ellas y repartirla en partes iguales.

 
Recuerdo que enfrente de mi casa había una y  yo me quedaba ensimismado mirando todo lo que había dentro: los posters de mujeres desnudas, las paredes pintadas con corazones  a los que le faltaba algún nombre (quizá por ser un amor pasajero o por que se había caído el “calucho”) y sobre todo aquella habitación oscura en que se adivinaba un camastro y que para mi imaginación infantil era un mundo por descubrir ,  un compendio de lo anhelado y lo temido, de lo deseado y lo prohibido, un espacio lejano que me hizo sentir por primera vez “el lado oscuro de la fuerza”.
 

Entonces había tan sólo un puñado de peñas,  “la Alegría”, “los halcones”, ”los X”, “ los vampiros”, “el Quedi”. Eran los tiempos heroicos, la prehistoria de las peñas,  tiempos en los que sólo se bebía ginebra (el whisky era un bebida exótica que sólo se pedía en las películas del oeste), las coca colas eran pequeñas y en botella de cristal  (que tirando la mitad servía de recipiente para hacerse un “medio”) y las chicas no hacían Peña ( de hecho se hacían las Peñas para que fueran las chicas).

 

 
Ahora que la “Peña Iceberg”, a la cual pertenezco, cumple 25 años, echo la vista atrás y veo cómo han cambiado las cosas: entonces se enfriaba la bebida con barras de hielo,  en arcones oxidados o en bidones partidos (que el resto del año era donde comían las vacas), las chicas no bebían alcohol, (¡Cómo han cambiado los cuentos!) y los discos que más se escuchaban eran de música lenta (era la única oportunidad  de tener a una chica entre tus brazos sin tener que irte hasta el canto de “Tío Matías”).

 Era 1981 y coincidió con la inauguración del Pub del Toro, en el cartel de la puerta todavía se puede ver esta  efeméride, y cuando lo pusieron yo me reía porque una fecha tan “moderna” no pegaba con un letrero que imitaba al de una fonda antigua. Ahora seguro que algún adolescente mal informado piensa que ese era el estilo propio de la época; no le culpo, a veces yo también me siento como un vestigio del pasado. Pero si ya no estamos de moda y muchas chicas ya no nos conocen, y  peor aún, otras ya nos han olvidado, siempre  quedará el recuerdo  de  antiguas  Peñas que hicimos ( en Navahonda, en la Botíca, en el Cerrillo...) con las letras desgastadas de nuestro nombre en la puerta, con el rojo ajado en sus paredes como el rastro de un beso en el cuello de la camisa.

 

El beso

 
Amelia ,la hija del tío Requejo,  la solterona , nunca besó a un hombre.

 En la infancia, jugando en la calle  con los niños, a veces alguno más atrevido daba  un beso furtivo a una de sus amigas, y esta, sintiéndose afrentada,  se marchaba a su casa mostrando gran enfado aunque la mirada le brillaba y la boca le sabía a turrón. Ella, sin embargo, nunca tuvo esa suerte.

Luego, de jovencita, ningún mozo mostró interés por ella, y tuvo que conformarse con imaginar historias  de amor  en las hojas gastadas de novelitas románticas. ¡Cómo anhelaba aquellos besos largos y profundos que contenían sus páginas!.  Lo que más le seducía no era el aspecto carnal del beso, sino una especie de curiosidad intelectual, por conocer al otro, al hombre, un ser al que desconocía como si fuera un extraterrestre. Un beso sería como poner en contacto dos mundos distintos, como un encuentro en la 3º fase.

Un día, rayando ya los 30 años,  en la  boda  su prima Teresa ( 9 años más joven que ella y la última que quedaba por casar), contemplaba desde una segunda fila de sillas como se iban formando la parejas de baile en el salón del convite. Observaba la escena como si estuviera en el cine, como un espectador que  sabe que está en  un mundo paralelo. Ya se había hecho a la idea de no pisar jamás  el país el amor, ni tan siquiera  de alcanzar su frontera invisible: el beso; se había resignado  a conocerlo sólo por  imágenes, como en postales de turistas. Por eso se sorprendió sobremanera, cuando un  buen muchacho, de nombre Gregorio, le sacó a bailar mientras le sonreía. Él le hablaba bajito y apenas le apretaba pero ella sentía con gran fuerza  su mano en la cadera y sus palabras en el corazón. 

 A partir de aquel día le cortejó, Gregorio se mostraba siempre serio y respetuoso, tan serio y respetuoso que nunca hizo un ademán de besarla (aunque ella lo deseaba) y cuando le acompañaba a casa la mayor muestra de cariño que se permitía era una caricia en el brazo y un afectuoso adiós. Una tarde de verano de 1936, paseando por la carretera de Cardiel,  pararon en el Canto de Tio Matias buscando la sombra, ella le hizo una confidencia y él le sonrió, le agarró por la cintura y se acercó más que nunca, Amelia cerró los ojos esperando un beso pero en ese momento se oyó un  grito, una mujer voceaba por la calle con tono de lamento. Debía ser algo  importante pues los vecinos  salían de sus casas y escuchaban con gran atención. La pareja se acercó a enterarse de lo que pasaba  y pudieron  escuchar  lo que exclamaba: ¡Guerra, va a estallar la guerra!. La radio había dado  la noticia de que en la noche del 17 de Julio se había producido un pronunciamiento militar en el Protectorado Español en Marruecos  . Gregorio, un falangista de primera hora y hombre decidido (aunque no en el amor) le pidio que le esperara  y se fue corriendo en busca de sus camaradas, quería  estar el primero en esas  horas decisivas  del golpe de estado. Unas semanas después murió en el alto de los Leones y con él la esperanza de  Amelia de  besar algún día a un hombre. 

 La Posguerra fue un  tiempo difícil, pero especialmente para una  mujer soltera a la que se le acababa  la juventud. Había carencia de alimentos pero también de hombres: muchos murieron y otros se marcharon al exilio o estaban en la cárcel y los que volvieron fueron objeto de una dura rivalidad entre las chicas casaderas del pueblo. Amelia, triste y resignada, ni compitió.

 Amelia volcó toda su capacidad de amor en la religión y todos sus afectos fueron para  la Iglesia: acudía siempre a misa (donde pasaba el cestillo), impartía catequesis, visitaba a los enfermos y era la encargada de tener limpio el templo y  de adecentar  las imágenes y objetos sagrados necesarios para el culto. Un Domingo de Resurreción, en la procesión, los Quintos habían realizado un Judas gigantesco que más parecía el muñeco de Michelín, orondo y alegre, que aquel discípulo traidor y enjuto que describe la Biblia. El monigote, hecho de trapos y paja,  estaba preñado de cohetes y pólvora y tal fue la detonación, la más grande que se recuerda, que cubrió el cielo de plaza  de polvo y pavesas, y luego, como una lluvia de humo, cayó sobre los que allí estaban congregados, haciendo a los viejos  toser y a los niños llorar. 

 Cuando la procesión regresó a la Iglesia, y una vez que todos se habían marchado, Amelia comenzó a limpiar la  imagen del Jesús crucificado, tiznada por la nube de cenizas que se cernió sobre la plaza. Con un pañuelo humedecido empezó a limpiar el torso, las costillas marcadas sobre la piel barnizada, la herida en el pecho como una insignia de sangre. Luego  emocionada, recordando su agonía, volvió a mojar el pañuelo, esta vez en sus lágrimas, y le limpió la melena, la frente ensangrentada festoneada de espinas, y luego los labios, delicados, enrojecidos por la pasión. Sin pensar en  lo que hacía  se fue inclinando hasta rozarlos con sus labios y luego los besó, en ese momento la fría pintura se volvió cálida y húmeda, y la madera tomó la suavidad de la carne, fueron tan sólo unos segundos pero le pareció sentir el temblor de la lengua y el escalofrío de la boca.

 Sobrecogida,  bajó de las andas y se arodilló,  una mezcla de sentimientos, entre el miedo y la ternura, inundaban su cuerpo,  su mente se debatía entre el gozo y el arrepentimiento, no sabía que pensar: ¿Había  sido aquello un milagro o tan sólo fruto de su imaginación? . Se quedó rezando durante horas,  las lágrimas le caían como cuentas de un  rosario y en su pecho el corazón se movía de un lado al otro, como el péndulo de un reloj.

Y así, Amelia, la solterona, la mujer que nunca besó a un hombre, quizás besó a Dios.




 

                 

Héroes



Los niños  admiran a los héroes de los cómics y el cine pues realizan  hazañas prodigiosas, proezas extraordinarias, pero para ello cuentan con grandes superpoderes: algunos vuelan, otros tienen una fuerza inconmensurable y en general todos  poseen un don sin igual.  Yo  admiro a otro tipo de héroes que  tienen  mucho más mérito pues realizan grandes hechos sin tener ningún   poder sobrehumano,  es más  carecen de habilidades que son normales para la mayoría de nosotros: me refiero a los hombres y mujeres que cruzan el mar sin saber nadar, que llegan a un país sin conocer la tierra y que se dirigen a otros hombres sin saber su lengua, me refiero a los emigrantes. También los españoles fuimos héroes que abandonaron su hogar y buscaron un lugar de promisión,   y no me refiero a la época de los Grandes Descubrimientos, que también, sino a los que en  los años 40, 50 y 60  iniciamos  un gran éxodo   hacia otros países. Pero si los conquistadores españoles cruzaron el océano en carabelas  en busca de aventura y riqueza, los héroes de la actualidad  lo hacen en pateras y cayucos y    tan sólo pretenden  seguridad y un trozo de pan. Si  aquellos  perseguían el “Nuevo Mundo” estos  buscan tan sólo un mundo nuevo. 

 En 1953, cuando acabé la mili, también yo quise buscar un mundo nuevo para mí y  decidí que no volvería al pueblo.  Aunque amaba Bayuela con todas mis fuerzas no regresaría para trabajar  en el campo donde sólo me esperaba  una vida precaria y dura. Decidí marcharme de España durante algunos años y  conseguir el dinero necesario  para cambiar el rumbo  de  mi  vida, todavía no sabía cual era mi destino, pero era joven  y decidido y pensaba que se me presentaría alguna oportunidad, solo tenía que estar preparado. Emigré a Alemania, a la ciudad de Heidelberg, donde un amigo del pueblo me había conseguido un trabajo en una de las muchas imprentas que había en  la ciudad, allí se encontraba la universidad más antigua de Alemania y casi desde los tiempos de Gütenberg se venían  editando libros. 

Durante los primeros meses me sentía extraño, desarraigado, como un desterrado sin falta, como un  proscrito sin culpa. Paseaba por las calles de Heidelberg como si   fuera un fantasma y sus casas  tan sólo un decorado sombrío, sin interesarme nada de lo que me rodeaba ni importarme nada de lo que ocurría, y eso que era una ciudad maravillosa y romántica llena de vida y energía. Su belleza  se percibía perfectamente desde un  paseo  que se extiende a la otra parte del río Neckar llamado la ruta de los filósofos,   desde allí contemplé en numerosas ocasiones  la magnífica vista de la ciudad, en el mismo lugar donde, mucho antes que yo,  numerosos artistas, escritores y poetas, Goethe entre ellos, se habían rendido a su hermosura. Desde aquel paraje se percibía la magnífica ubicación que la naturaleza dio a esta ciudad y que en cierto sentido  me recordaba a Toledo. Emplazada en  un   promontorio estaba adornada por las murallas del castillo  y  abrazada por el río Neckar, cuya aguas cruzaba  un puente de airosas arcadas, la ciudad  parecía una joya engarzada en la corriente.  

Pero yo en los primeros meses no disfruté de la ciudad, ni de la experiencia de conocer otra cultura y otras gentes,  mi  mente estaba desconcertada y no sabía a que atenerse pues aunque mi cuerpo estaba allí, mi corazón  se encontraba muy lejos, ondeando en algún lugar de Bayuela, desolado y triste, como una bandera a media asta. Deambulaba por Heidelberg y aunque sus calles, repletas de  tiendas,  restaurantes y librerías de ocasión estaban  pobladas de    estudiantes alegres y amables comerciantes yo me encontraba terriblemente solo y fuera de sitio. Me aparté del flujo de la calle principal, la HauptStrasse, que era peatonal y estaba llena de gente, y alejándome del bullicio pasé por delante de  la Iglesia católica del Santo Espirito, con su  portada barroca soberbia y su altivo campanario. Escuché la música sosegada y dulce de un órgano y seducido por su melodía entré en el recinto. Allí, por primera vez  desde que llegué a Alemania, me  sentí  confiado y seguro, me sentí  protegido por aquellos altos muros y aquellas iluminadas vidrieras, al fin y al cabo todas las iglesias tienen un aire familiar, con semejantes imágenes y parecidos símbolos. Me pareció que iban a empezar los oficios así que me senté. No entendía las palabras pero conocía el ritual, así que me deje llevar por la corriente tranquilizadora del sermón. El hombre es un animal de costumbres y necesita del protocolo para  sentirse seguro, requiere de la liturgia para creer que lo efímero es eterno y que algo de nuestra vida insignificante  durará para siempre. Además  estaba la música, que es la lengua universal del alma, el idioma del espíritu,  no me hacía falta entender el alemán, comprendía lo que se decía.

 Después de un año allí  llegaron las vacaciones de navidad. Algunos compatriotas marcharon a España para pasar  aquellas fechas y ver a la familia, me animaron a que les acompañara pero  yo no quise, sabía que si me iba no volvería.  En la Casa de España  aquella nochevieja, embriagado por el vino tinto y la nostalgia,  sentí una  tristeza infinita. La orquesta tocaba un pasodoble y la gente  bailaba animada pero mientras mis ojos se afligían. Si en la verbena del pueblo  aquella música me sabía  a optimismo y felicidad ahora, fuera de España, tenía un sabor extremadamente amargo. Debería estar prohibido tocar pasodobles en el extranjero pues se convierten en  el himno  de la melancolía, en  la banda sonora de la añoranza.

jueves, 4 de julio de 2013

MADRID (2ª PARTE)



Seguimos subiendo la Gran Vía y dejamos atrás el Cine Capitol ,con su forma apuntada  parecía   un barco atracando en la Plaza de Callao. Allí, mis quintos y yo (Nasta de Cardiel, y  Eusebio y Juan de Bayuela) cruzamos de acera y  llegamos a la calle Preciados, jalonada de tiendas que brillaban en el atardecer de Madrid con sus luces y   vidrieras. Recorrimos esta arteria comercial emocionados y en silencio, como si compusiéramos una procesión pagana donde las imágenes sagradas hubieran sido sustituidas por los maniquíes de los escaparates y el Corte Inglés y Galerías Preciados fueran  las iglesias de una nueva religión basada en el extraperlo. La posguerra había sido dura y todavía sufríamos estrecheces, pero siempre habría ricos,  y se paseaban por allí como sumos sacerdotes del derroche, con sus trajes hechos a medida y sus sombreros de fieltro ligeramente inclinados. 

Me llamó poderosamente la atención la cantidad de limpiabotas que había en cada esquina, disputándose  el sitio con las putas más madrugadoras. No podía comprender como alguien podía pagar  por que le limpiaran los zapatos, una actividad que a mi me parecía tan sencilla e ilusionante. En el pueblo  llevábamos siempre alpargatas (salvo algún  día muy señalado) por lo que  limpiar los zapatos significaba también dar brillo a una vida normalmente gris. Además me parecía que adoptaban una postura humillante, postrados a los pies del cliente como lacayos de una corte oriental, ennegreciendo sus manos para que lucieran los pies de otros.

Bajamos la calle y desembocamos en la Puerta del Sol, corazón palpitante de la ciudad y ombligo sentimental de aquella España que cada 31  de Diciembre comía las uvas a la sombra de su reloj. La plaza, barnizada de  contaminación,   parecía un  monumento antiguo y entre el gentío destacaba un cartel en forma de rombo con la palabra METRO , debajo   había  una escalera  que parecía dirigirse al mismo infierno. Nos acercamos y miramos con curiosidad pero  no nos atrevimos a descender sus peldaños. Pasado unos instantes pensé que si de  niño no tenía miedo  al entrar en la “Cueva del Bufo”,  guarnecida de   telarañas y camisas de culebras,  no habría ahora de arredrarme por entrar en una  gruta que era artificial y además  estaba tapizada de azulejos. Les hice un gesto a mis paisanos para que me siguieran pero con la cabeza me indicaron que no, aunque dudé por un instante ya no podía echarme atrás así que bajé las  escaleras decidido.

Cuando quise darme cuenta me encontraba ante la taquillera. Como yo no decía nada me miró desconfiada, pero al ver   mi maleta desgastada y mi gesto vacilante comprendió que tan sólo era un pueblerino más perdido en la gran ciudad y me  preguntó divertida :

- “¿A dónde vas guapo?”
- “Al Metro”, contesté .
-“¿ Pero a que estación? el precio del billete depende de a donde vayas ”. Me aclaró pacientemente
-“Yo solo quiero ver el Metro” contesté de modo lacónico y casi suplicante, y la taquillera, entendiendo por fin  mi deseo me explicó:
-“ Mira, Hay  3 líneas y todas pasan por aquí, pero  acaban de ampliar  la Línea 3 hasta Legazpi así  que sigue esa dirección y  encontrarás las estaciones más modernas “. 

Siguiendo su consejo pagué el billete y me adentré sin más  dilación (sentía que ya había hecho bastante el ridículo). A medida que bajaba por las escaleras me parecía estar adentrándome en un hormiguero, tanto por la cantidad de túneles y pasillos que encontraba como por las personas que iban de un lado para otro como autómatas,   como si fueran  insectos,  sin hablarse unas a otras pero sabiéndose partícipes de una misma misión. La ciudad entera me pareció una colonia gigante de hormigas en la que cada una cumplía su papel: unas eran obreras, otras soldados y tan sólo una pocas privilegiadas podían hacer de reinas.

Esperando en el andén,  intranquilo y excitado, sentía que iba a emprender una gran aventura,  y cuando por fin llegó el convoy los vagones pasaron delante de mi a gran velocidad, como fotogramas de una película  revolucionada, provocando que el flequillo se me despeinara y se me desbocara el corazón. Se abrieron las puertas y al contemplar el interior, con las paredes de hierro unidas por  grandes tornillos , con las barras metálicas recorriendo el largo pasillo y con el sonido de la sirena anunciando la partida, me hicieron creer que  entraba en un submarino de aquellos que salían en las grandes producciones de Hollywood  sobre la II Guerra Mundial. Al adentrarnos en la oscuridad del túnel sentí seguramente la misma emoción y temor que aquellos marineros al sumergirse en las negras aguas del océano. Mirando mi reflejo sobre el cristal  no me reconocía, estaba en un lugar tan extraño , compartiendo espacio con  gente a la que desconocía, no  parecía ser yo mismo sino el protagonista de una película. Una mueca de satisfacción apareció en mis labios y por primera vez se me quitó la cara de tonto.

MADRID (1ª parte)



Nunca  olvidaré la primera vez que vi  Madrid, fue en 1952,  llegaba a la gran ciudad para cumplir el servicio militar. Bajaba el autobús de línea por el paseo de Extremadura,  a un lado quedaba la Casa de Campo,  a otro una hilera de casas antiguas junto a la Puerta del Angel y un poco más allá otras en construcción en lo que sería la avenida de Portugal. Entonces alcé la vista y en el horizonte, en  lo alto de  una  colina, apareció el Palacio Real, grandioso, refulgiendo  con sus sillares plateados por la luz de  la tarde, engarzado como una alhaja en el Campo del  Moro.  Aquello me pareció una visión sublime, como una  revelación.  Cuando crucé el Manzanares  por el puente de Segovia sentí que atravesaba una frontera que me iba a cambiar, no entraba solo en  un nuevo lugar, sino en un nuevo tiempo. Para bien o para mal, la vida que había llevado hasta ese momento había terminado,  después de Madrid ya nada sería igual.

 
Luego, subiendo la cuesta de San Vicente, con la cara pegada al cristal como un niño en un escaparate,   intentaba no  perderme  detalle. Los edificios me parecían castillos y los policías municipales, con sus cascos blancos y sus cananas cruzadas, caballeros  medievales que dirigían a los coches como si  fueran sus huestes. Por las aceras las gentes andaban aprisa, con  paso decidido y marcial,  en lugar de caminar   parecían  estar desfilando. Desde entonces me ha dado la sensación de que Madrid se encuentra siempre en estado de sitio, como si estuviera en constante preparación para la  batalla (para muchos de los que nos criamos en un pueblo ir a la capital era como ir a la  guerra).
 

Me acompañaban en el autobús mis quintos Eusebio y Juan  de Bayuela y Nasta de Cardiel,   nos había tocado hacer el campamento en  el Pardo e íbamos juntos en esta aventura. Asombrados como yo, contemplaban todo con la máxima curiosidad y hacía rato que no hablaban. Sentados en la fila abatible del pasillo, sin saber decidirse, miraban a izquierda y derecha como si vieran un partido de tenis. Cuando ya  íbamos a torcer por  la calle de Bailén, en dirección a la estación, paramos en un semáforo y entonces me sorprendí al ver a lo lejos una construcción gigantesca, la más grande que había visto en mi vida. De repente, como si estuviera poseído, le imploré al conductor que abriera las puertas y nos dejará bajar, consintió con desgana y poco después  atravesaba la Plaza de España con la maleta a cuestas, andando ligero y decidido, como un visionario, algunos pasos atrás me seguían mis paisanos a regañadientes,  quejándose  de la marcha  que llevábamos, pero es que yo me sentía como Moisés guiando al pueblo de Israel y no podía parar.
 

Al llegar al final de la plaza miré hacia arriba hasta que  el cuello ya  no me daba más, el Edificio España, recién inaugurado, con sus 25 plantas y sus mil ventanas, era algo nunca visto, de hecho se había convertido en  el edificio más alto de Europa. Viendo pasar las nubes por su fachada  parecía que el edificio se echaba encima, una sensación  de vértigo recorría mi cuerpo y aún mi alma vacilaba más.

Hasta ese día la construcción más grande que había contemplado era la  catedral de Toledo  pero ahora  la recordaba  pequeña e inocente en comparación. En el flanco izquierdo de la plaza se estaba iniciando la construcción de otro edificio que sería aún más alto, la Torre de Madrid. Pensé que  las iglesias góticas  iban a sentirse tristes, sus piedras nunca podrían igualar la ligereza  del hierro y  el hormigón, y   los hombres iban a dirigir ahora su atención  a estas catedrales civiles que son los rascacielos.

 Conmocionados aún por la visión del Edificio España,  subíamos por la Gran Vía como si pisáramos otro planeta, con una sensación de euforia y asombro similar a la de los tripulantes del Apolo XI en su llegada a la Luna. Los cines parecían palacios, con sus columnas clásicas y sus paredes de mármol, pero aún me llamaba más la atención los carteles gigantes que anunciaban las películas  en sus fachadas, estaban pintados a mano y me parecieron más bellos y laboriosos que los cuadros del Museo del Prado ( que conocería más adelante en un día de permiso). De entre todos  ellos me quedé fascinado con el que anunciaba la película “Mogambo” en el cine Avenida: sobre una imagen de la Sabana africana se encontraba  Clark Gable franqueado por Grace Kelly y Ava Gardner, dos mujeres de una  belleza infinita aunque diferente: una rubia  con aire frágil y dulce y la otra morena con apariencia  volcánica y turgente. El cartel evocaba pasión y aventura y quise ser como aquel hombre. Fue entonces cuando decidí dejarme bigote, lo cual sirvió de diversión para  mis amigos  y de aflicción para mi madre. Fue el primer signo de cambio de mi paso por Madrid aunque no  duró mucho, sin embargo otras  huellas más profundas pero menos visibles  quedaron para siempre en mi corazón.

 

(Continuará)