PABELLÓN DE MAYORALES (2ª parte)
En el antiguo Pabellón de Mayorales de la Casa de Campo los “sin techo” tenían perfiles muy variados: parados, inmigrantes, pedigüeños profesionales, locos, exreclusos, etc., muchos de ellos gente maravillosa que había naufragado y que la vida había llevado hasta esa orilla.
Adela era una andaluza de unos 30 años (allí era difícil calcular la edad real pues la calle envejece mucho) , era guapetona y muy simpática pero a veces se creía la Virgen María. Un día salió en “pelota picada” al gran salón que tenía el albergue. Yo la llevé rápidamente a su habitación, la tapé con una sábana y le dije que no estaba bien lo que había hecho, pero ella me contestó: ”El cuerpo de la virgen no tiene pecado”. La reconvine para que se vistiera, pero me dijo “ la virgen viste de azul celeste y no me pondré ninguna prenda que sea de otro color” .Me lo puso difícil pero rebuscando en el almacén de ropa usada encontré un chándal azul claro del Carrefour que era lo más parecido a lo que ella me pedía, cuando se lo di no estaba muy convencida de que ese atuendo tan sport fuera digno de la madre de Dios, pero empezaba la cena y aceptó, pudo más el hambre que sus prejuicios sobre la moda . Al día siguiente parecía que había vuelto la cordura a sus ojos y me pidió perdón por lo que había hecho, le dije que no tenía importancia y entonces, cuando ya se marchaba, sonriendo me bendijo.
Es sabido que “cuando Dios cierra una puerta abre una
ventana”, y para eso estaba allí Manuel,
uno de mis compañeros, regordete y bonachón, un cura que había salido tarifando
de los dominicos, porque allí no llevaban bien que fuera un espíritu libre. Se
apuntó a esta labor voluntariamente y si su vocación era ayudar al prójimo, sin
duda allí tenía su mayor campo de
acción. Si el asistente social se ocupaba de las necesidades materiales y
administrativas de los usuarios del albergue, él se preocupaba de los sentimientos,
de la parte espiritual. Cuando los demás terminábamos las actividades que
teníamos encomendadas nos retirábamos a un despacho a descansar, él, sin
embargo, se mezclaba con los indigentes, salía afuera a charlar y echarse un
cigarrillo con ellos. Con el tiempo me enteré de que a él no le gustaba fumar,
pero era la forma de acercarse a ellos como un igual, sin que sintieran que les
iba a dar un sermón, sino como un compañero más que compartía con ellos tabaco
y afectos.
Un día, a eso de las once de la noche, escuché gritos en la puerta del albergue, al
acercarme vi a Manuel, que con buenas palabras y un tono conciliador estaba
tratando de decir a un habitual del albergue, que conocía perfectamente las
normas, que ya no podía pasar (se cerraba a las 21.30, para que aquello no se
convirtiera en una pensión). Pero el personaje
estaba muy chulo, y quizá algo bebido, y porfiaba con Manuel porque
sabía con quien se jugaba los cuartos. Justo cuando yo llegaba le escupió en la
cara, Manuel se puso tenso y luchaba consigo mismo por quedarse quieto y no
agarrarle por el cuello. En ese momento de duda me metí entre medias y de un
par de empujones le eché del albergue.
Tras el incidente, Manuel se quedó apesadumbrado y estuvo
deambulando por el gran pasillo del
albergue sin dirección, como los presos
en el patio de la cárcel. Luego se sentó en uno de los bancos , apoyando la
cabeza sobre sus manos entrelazadas . No sé si estaba pensando o rezando (quizá
las dos cosas eran lo mismo en ese momento). Para romper el hielo me acerqué y
le dije “ Jesús también se cabreó con los mercaderes y los echó a latigazos del
templo, ¿no querrás tu ser mejor que tu jefe?”. Me dedicó una mueca que
intentaba ser una sonrisa para agradecerme la buena intención pero seguía
triste. Entonces le expresé que después del incidente aun le admiraba más,
porque si tras su apariencia dulce y bonachona sólo había un simple, un
tontorrón, entonces no tenía tanto mérito el que se hubiera contenido, pero si
era una persona como las demás, con su genio y su orgullo, para mí era más admirable (aunque él seguía
culpándose por haberse dejado tentar por el odio).
En aquel lugar, como en la guerra, salía lo mejor y lo peor
del hombre. El robo de lo poco que tenía el de la cama de al lado o la ayuda
más desinteresada. La locura convivía con la sabiduría que da la calle, y la
depresión se ahuyentaba con el humor más ácido. La línea que separaba el bien y
el mal no era recta sino que tenía más curvas que la carretera que sube al
Piélago.