sábado, 27 de febrero de 2021






PABELLÓN DE MAYORALES (2ª parte)

En  el antiguo Pabellón de Mayorales de la Casa de Campo  los “sin techo” tenían  perfiles  muy variados: parados, inmigrantes, pedigüeños profesionales, locos, exreclusos, etc., muchos de ellos  gente maravillosa que había naufragado y que la vida había llevado hasta esa orilla. 

Adela  era una andaluza   de unos 30 años (allí era difícil calcular  la edad real pues la calle envejece mucho) , era guapetona y muy simpática pero  a veces se creía la Virgen María. Un día salió en “pelota picada” al gran salón que tenía el albergue. Yo la llevé rápidamente a su habitación, la tapé con una sábana y le dije que no estaba bien lo que había hecho, pero ella me contestó: ”El cuerpo de la virgen  no tiene pecado”. La reconvine para que se vistiera, pero me dijo “ la virgen viste de azul celeste y  no me pondré ninguna  prenda que sea de otro color” .Me lo puso difícil pero rebuscando en el almacén de ropa usada encontré  un chándal azul claro del Carrefour que era lo más parecido a lo que ella me pedía, cuando se lo di no estaba muy convencida de que ese atuendo tan sport fuera digno de la madre de Dios, pero empezaba la cena y aceptó, pudo más el hambre que sus prejuicios sobre la  moda . Al día siguiente parecía que había vuelto la cordura a sus ojos y me pidió perdón por lo que había hecho, le dije que no tenía importancia y entonces, cuando ya se marchaba, sonriendo me bendijo.

Es sabido que “cuando Dios cierra una puerta abre una ventana”, y para eso estaba allí  Manuel, uno de mis compañeros, regordete y bonachón, un cura que había salido tarifando de los dominicos, porque allí no llevaban bien que fuera un espíritu libre. Se apuntó a esta labor voluntariamente y si su vocación era ayudar al prójimo, sin duda  allí tenía su mayor campo de acción. Si el asistente social se ocupaba de las necesidades materiales y administrativas de los usuarios del albergue, él se preocupaba de los sentimientos, de la parte espiritual. Cuando los demás terminábamos las actividades que teníamos encomendadas nos retirábamos a un despacho a descansar, él, sin embargo, se mezclaba con los indigentes, salía afuera a charlar y echarse un cigarrillo con ellos. Con el tiempo me enteré de que a él no le gustaba fumar, pero era la forma de acercarse a ellos como un igual, sin que sintieran que les iba a dar un sermón, sino como un compañero más que compartía con ellos tabaco y afectos.

Un día, a eso de las once de la noche, escuché  gritos en la puerta del albergue, al acercarme vi a Manuel, que con buenas palabras y un tono conciliador estaba tratando de decir a un habitual del albergue, que conocía perfectamente las normas, que ya no podía pasar (se cerraba a las 21.30, para que aquello no se convirtiera en una pensión). Pero el personaje   estaba muy chulo, y quizá algo bebido, y porfiaba con Manuel porque sabía con quien se jugaba los cuartos. Justo cuando yo llegaba le escupió en la cara, Manuel se puso tenso y luchaba consigo mismo por quedarse quieto y no agarrarle por el cuello. En ese momento de duda me metí entre medias y de un par de empujones le eché del albergue.

Tras el incidente, Manuel se quedó apesadumbrado y estuvo deambulando  por el gran pasillo del albergue  sin dirección, como los presos en el patio de la cárcel. Luego se sentó en uno de los bancos , apoyando la cabeza sobre sus manos entrelazadas . No sé si estaba pensando o rezando (quizá las dos cosas eran lo mismo en ese momento). Para romper el hielo me acerqué y le dije “ Jesús también se cabreó con los mercaderes y los echó a latigazos del templo, ¿no querrás tu ser mejor que tu jefe?”. Me dedicó una mueca que intentaba ser una sonrisa para agradecerme la buena intención pero seguía triste. Entonces le expresé que después del incidente aun le admiraba más, porque si tras su apariencia dulce y bonachona sólo había un simple, un tontorrón, entonces no tenía tanto mérito el que se hubiera contenido, pero si era una persona como las demás, con su genio y su orgullo, para mí  era más admirable (aunque él seguía culpándose por haberse dejado tentar por el odio).

En aquel lugar, como en la guerra, salía lo mejor y lo peor del hombre. El robo de lo poco que tenía el de la cama de al lado o la ayuda más desinteresada. La locura convivía con la sabiduría que da la calle, y la depresión se ahuyentaba con el humor más ácido. La línea que separaba el bien y el mal no era recta sino que tenía más curvas que la carretera que sube al Piélago.

 

 




PABELLÓN DE MAYORALES

En 1987 acababa de terminar la carrera y un cura salesiano amigo mío, Santiago Galve, me ofreció trabajar para Cáritas en un albergue para indigentes. Este se abría provisionalmente en el antiguo Pabellón de Mayorales de la Casa de Campo, sólo para los meses de invierno y sólo para pasar la noche, se quería evitar que los “sin techo” tuvieran que dormir en cajeros de banco, portales abiertos o estaciones de metro.  Sus usuarios eran inmigrantes, pedigüeños profesionales, exreclusos, etc., muchos de ellos con problemas de alcohol y drogas.

Mi función era ayudar al asistente social que entrevistaba a los candidatos para entrar y luego, junto a otros compañeros, les dábamos de cenar y hacíamos guardia por la noche para que todo estuviera tranquilo y por si la policía nos traía algún indigente que encontraban borracho, tirado en un parque o en medio de la calle.

El trabajo duró solo tres meses pero aprendí más cosas allí que en los 5 años de universidad . Tuve grandes experiencias y conocí personas increíbles:

Julián un cuarentón, culto y bien parecido, pero que tenía algún tipo de esquizofrenia que le había arrojado a la calle. Tenía una obsesión principal: el frío. Cuando entraba en el albergue llevaba puestos dos jerseis, un abrigo  y  un plumas que no consentía  quitarse mientras cenaba y luego se acostaba vestido. Hablaba pausado y convincente y mantenía la atención de todos los que le escuchaban aunque, a veces,  lo que decía no tenía ni pies ni cabeza. Nos contaba que Madrid había sido destruido totalmente en la Guerra Civil y lo que veíamos era un holograma. El  tenía un mapa que al doblarlo  unía en la realidad dos puntos que le teletransportaban y así   entraba por uno de ellos en Plaza Castilla y aparecía al instante  en Atocha. Como le decía socarrón Pitu: “joder Julián lo que te ahorras en taxis”

“ Pitu” (de Pitufo) era un enano pícaro y ocurrente,  que decía haber trabajado en el circo de Ángel Cristo, hacía múltiples bromas sobre su estatura (quizá para que ningún otro se las hiciera ) y era la alegría de aquel lugar tan desabrido. Era fácil encontrarle: donde hubiera un grupo desternillándose él estaba en medio (una pizca de levadura hace crecer toda la masa). Tenía un don para hacer reír a los demás y no residía en su físico sino en su inteligencia.  

Azucena , drogadicta y embarazada, pedía dinero en la estación de autobuses con la excusa de que había perdido la cartera y le faltaban solo 200 pesetas para el billete. Juraba que ya lo estaba dejando, pero todas las noches venía con los ojos vidriosos y el corazón triste. Quería tener el hijo pero por otro lado se reprochaba ser una mala madre  antes ya de que naciera. No sé que terminaría haciendo, cualquier opción seguro que fue difícil y dolorosa.

Oulad un marroquí simpático e inteligente, que además de hablar  francés e inglés , había aprendido hablar  español en los tres meses que llevaba aquí. Manteníamos largas conversaciones sobre la cultura y la historia de España pues él no dejaba de hacerme preguntas. Pasaba el día en bibliotecas, donde estaba caliente y podía saciar con libros su hambre de conocimiento, el otro apetito se lo aguantaba pues aquel año el Ramadán coincidía con el mes de Diciembre y no probaba alimento hasta que le dábamos el bocadillo por la noche (como dice el Corán “cuando no se pueda distinguir un hilo blanco de uno negro”)

Y así un rosario de personajes cada uno de los cuales tenía méritos sobrados para escribir una novela de sus vidas.

Me tocó pasar allí la Noche vieja. Las normas del Albergue decían que a las 10 todo el mundo debía estar en la cama, y no se hizo ninguna excepción esa noche, pero Pitu no se conformó y quiso hacer algo especial. Se subió a la mesa con una bandeja en la mano y  un cazo en la otra dispuesto a dar, manualmente, las doce campanadas de despedida del año . Nos unimos todos a su alrededor y comiendo uvas imaginaria (todavía hubo alguno que se atragantó) y celebramos divertidos la llegada del nuevo año. Al terminar nos abrazamos y felicitamos, y por un instante, aunque solo fuera un instante, diría que reinó la alegría y la esperanza, aunque al terminar cada uno volviera a su habitación con sus problemas como único cotillón.

A las 12, solo en mi despacho, oí las campanadas verdaderas por la radio, como si estuviera en  la  posguerra. Un minuto después salí a la calle, la noche era fría y cerrada. El Paseo de Extremadura , que siempre emitía un ruido constante de  motores y claxon, estaba ahora vacío y en silencio. Por un lado sentía melancolía , pues por primera vez en mi vida no pasaría esa noche  en  casa con mis personas queridas , pero por otro lado    sentía un profundo agradecimiento hacia la vida  por lo que tenía , ya que aquellas personas con las que había compartido esa noche  no tenían  hogar ni familia  ningún día del año.


viernes, 18 de octubre de 2019

PUEBLO



Laura tenía 13 años y vivía en Valencia. A primeros de Agosto su padre  le llevó a pasar una semana de vacaciones en Cardiel de los Montes, en casa de su tío Miguel. A ella no le sedujo mucho la idea, acostumbrada a las posibilidades que le ofrecía una gran ciudad, pensaba que se iba a morir de asco en un pueblo  pequeño y tan lejos del mar.
Al llegar  le presentaron a unos chicos de su edad que la recibieron con entusiasmo pero le llamó la atención  la buena acogida que tuvo también por  el resto del  pueblo .Ella en Valencia apenas  se saludaba con los vecinos y cuando coincidía con ellos en el ascensor se limitaba a compartir  un incómodo silencio, pero en Cardiel la gente  se interesaban por su vida, por sus aficiones  y más de un viejete le preguntaba: “ Hija mía, ¿tú de quién eres? “. Al ser un pueblo pequeño todo el mundo se conocía e interactuaba, independientemente de la edad o procedencia social. La gran ciudad era un conjunto de muchas unidades que vivían aisladas, Cardiel, sin embargo, era un conjunto de personas que vivían como una unidad.
Al día siguiente de su llegada fue con sus nuevos amigos en bicicleta de excursión al “Vao de San Benito”, paso natural del río Alberche. El arenal donde pusieron sus toallas no era la playa de la Malvarosa pero se estaba bastante bien y aunque no había olas para mecerse también era divertido dejarse llevar por la corriente. Frente a la monotonía del horizonte en el mar aquí se divisaba una ribera llena de  vegetación, con sauces y  chopos ribeteados con el trino de los pájaros y el destello azul de las libélulas. Estuvo ayudando a un chico llamado Manuel a construir una cabaña con troncos y ramas y al terminar se metió dentro con la satisfacción de haber hecho algo primitivo y auténtico. Cuando volvió a casa estaba agotada  y feliz.
Si en Cardiel había muchas cosas que hacer por el día también las noches  eran animadas. En Valencia  no la dejaban llegar más tarde de las 11 pero aquí se acostaba a las 2 o las 3 de la madrugada. El aire fresco que venía del arroyo Saucedoso daba  tregua al calor del verano y era cuando mejor se estaba, las plazas del ayuntamiento y  del Cerrillo estaba llenas de mayores y pequeños. En Cardiel no había peligro, todos se conocían y estaban pendientes los unos de los otros,  el único riesgo era que un niño   te chocara con la bici jugando a los encierros. Pero una noche de las que estuvo allí fue aún más especial, fue el día que se veían las Perseidas. Fue con sus nuevos amigos a observarlas, y nada más cruzar el puente del arroyo Laura se  quedó impresionada por la cantidad de astros que se podían ver y el fulgor con que brillaban, nunca había visto nada igual. Luego tumbados en la cuesta que va al Quinto, apoyando su cabeza en el pecho de Manuel, disfrutó del espectáculo. Las estrellas fugaces se desprendían del firmamento y parecían rasgar por un instante el lienzo azul del cielo, como gotas de luz que se deslizaban por el cristal de la noche
Así fueron transcurriendo los días y sin darse cuenta ya tenía que partir. Todos fueron a despedirla a la plaza del Cerrillo, su padre tenía aparcado allí  el coche y lo estaba cargando con maletas y bolsas. Cuando el Renault Megane del padre de Laura inició su marcha dirigiéndose a la carretera, Manuel  comenzó a pedalear a toda velocidad por el camino rojo siguiéndole en paralelo. Durante casi 200 metros fue a la misma altura que el coche de Laura y esta, al verlo, abrió la ventanilla y le tiró un beso.
Cuando pasó el cruce de la Atalaya dejó de ver a Manuel y también el campanario de la iglesia, y mientras  cruzaba el Alberche se le cayeron algunas lágrimas  que, sembradas en su corazón, crecerían más adelante como un árbol lleno  de  bellos recuerdos de Cardiel.

AGUA






El hombre siempre soñó con volar y aunque lo consiguió en parte, mediante artefactos como el globo o el   avión,  seguimos envidiando a los pájaros que pueden hacerlo a voluntad y  planean libres describiendo caprichosas geometrías por el cielo.   Pero ya que el hombre no puede volar de manera autónoma la sensación que más se le parece es  nadar. Cuando te tiras al agua ya estás volando, aunque sea solo  un segundo, y cuando te sumerges tu cuerpo ya no pesa y te deslizas suave o haciendo piruetas, como  las golondrinas que anidan bajo el tejado de la iglesia. He disfrutado mucho dentro del agua y  cuando era pequeño, mientras buceaba, tenía una sensación de ingravidez que me encantaba, e intentaba andar sobre el fondo de la piscina como si fuera un astronauta caminando sobre la luna.
Cuando era un niño no teníamos fácil bañarnos  en el pueblo, así que  íbamos a refrescarnos bajo el Puente Romano, donde apenas cubría hasta las rodillas (aunque a mi madre le daba miedo porque allí había muerto un niño ahogado hacía tiempo  )  o a la charca que quedaba junto al molino del arroyo Guadamora donde  a veces corría un hilillo de agua pero otras estaba  estancada. El verano se hacía caluroso, la tierra se cuarteaba como un pergamino y las chicharras parecían quejarse a coro con su canto febril.
Por eso la gran alternativa era el  río Alberche, pero en bici tardábamos  media hora en llegar y haciendo dedo, dependía de la suerte, pero el viaje merecía la pena.  Allí nos divertíamos enormemente, nadábamos contracorriente, moviendo los brazos alocadamente, haciendo un molinillo de gotas y espuma, o nos dejábamos llevar por la corriente como un águila suspendida en el aire mientras espera su presa. A veces, después de bañarnos, nos acercábamos a ver la piscina de la urbanización de  la “Atalaya”. A mí me parecía la más bonita del mundo, como las que salían en las películas americanas. Realmente eran dos, una para niños y otra para mayores , tenían forma ovalada, pero lo más chulo era que estaban conectadas por un pequeño túnel y se podía pasar de una a otra buceando. Era una piscina privada para los residentes en la urbanización, pero un día Isa, la hija del practicante, nos vio y nos invitó a pasar a mi amigo Jesús y a mí. Fue una experiencia increíble, sentía que vivía  el mayor de los lujos, con su agua transparente y sus azulejos  resplandecientes que parecían reflejar el cielo.
Hoy en día todos los pueblos  tienen  su piscina municipal y un montón de piscinas particulares, por lo que ya no nos    llama la atención, pero en mi niñez me habría parecido estar viviendo en el paraíso.  Sin embargo  ahora,  la piscina de la Atalaya está ya abandonada pero aún mantiene el recuerdo de la belleza que tuvo  entonces  como las ruinas de una monumento antiguo.

De adolescente, pasé un verano de campamento  en Piedralaves junto a “La Charca de la Nieta”, que era una piscina natural formada por  un muro de contención, un azud hecho por los molineros, que  retenía las frías aguas de la garganta de Nuño y formando un enorme embalse de agua con bastante profundidad . Era un lugar precioso, todo rodeado de pinos altísimos y unas  grandes piedras de granito desde donde nos tirábamos al agua. Una tarde que acabábamos de merendar tuve la ocurrencia de tirarme de cabeza desde una de las que mayor altura tenía, pues había unas chicas del pueblo tomando el sol a lado y no podía dejar pasar la ocasión de mostrar mi valentía. Di uno de mis mejores saltos pero nada más sumergirme empecé a sentir que me desvanecía, el agua venía muy fría de las fuentes de Gredos y el bocadillo de queso todavía  a medida que profundizaba mi cabeza se iba perdiendo, notaba que me  desvanecía y pero sentía temor sino una cálida sensación de sueño y 
Cuando sea viejo sé que me dolerán  las articulaciones y los músculos ya no  darán juego,  los movimientos serán cada vez más complicados  y el trayecto  que va desde la plazuela hasta  la Iglesia se convertirá en una peregrinación , en una expulsión al destierro . Entonces seguiré metiéndome en el agua  aún con más deseo porque allí me sentiré más joven , más ligero. Y el día que ya no pueda nadar, me meteré por última vez en el agua, en un río, en el mar , y dejaré que mi cuerpo se hunda hasta el fondo y, esperando la muerte como aquel día en la charca de la nieta. Si mi cuerpo nunca pudo surcar el cielo al menos mi alma podrá  por fin podrá batir sus alas libre y volar libre por el firmamento.






EVASIÓN





De adolescente el colegio  fue  una cárcel para mí. Yo  era movido, soñador,   inconstante y no podía soportar pasar tantas horas  sentado en el mismo sitio. Los pupitres eran dobles  y los alumnos parecíamos bueyes unidos en  una yunta, condenados  a arar todo el día la misma tierra, nuestro cerebro. Quizá ese  era el único camino de adquirir cultura pero a mí me parecía que siempre íbamos por el mismo surco.  A ello se unía el fastidio que me producía  vivir en Madrid,  añoraba cada instante  los campos sembrados  y las calles empinadas de Bayuela .
Cuando el resto de mis compañeros seguían en el libro las líneas que leía el profesor, yo miraba por la ventana los cables de la luz, que me parecían renglones, y los pájaros que se posaban en ellos eran  signos de puntuación esperando palabras  para poder volar. Más allá  de  los edificios, más allá de los ladrillos barnizados de humo  y los cristales grises, veía unas nubes  lejanas e imaginaba que en ese momento sobrevolaban Bayuela y eso me hacía sentir algo mejor.
Un día, en clase de matemáticas, mientras Don Leovigildo desarrollaba un problema en la pizarra, y yo estaba absorto en estos pensamientos, alguien cogió sus gafas de la mesa y las pasó al compañero de atrás, y así fueron pasando  sucesivamente de pupitre en pupitre , pero luego  la cosa se fue animando y pasaban de una fila otra cruzando el cielo de la clase describiendo parábolas imposibles . En uno de los vuelos  llegaron  hacia donde yo estaba y al intentar cogerlas,  para que no se cayeran,  me quedé con una patilla en la mano. Toda la clase estalló en una risa estruendosa y cuando el profesor se dio la vuelta me pilló, como a un pasmarote, con sus gafas en una mano y con la patilla amputada en la otra. 
Aunque le dije que yo no había sido, D. Leovigildo me castigó sin remisión a estar sin  recreo una semana, y como era hermano salesiano además de profesor de matemáticas, me obligó a copiar con buena letra  el  “Levítico”, el libro más aburrido del Antiguo Testamento. Aquellos días se me hicieron   insufribles pues  yo necesitaba correr y estar al aire libre, y sin embargo estaba allí enterrado en vida.  Sentía agobio  y tristeza a partes iguales y la pizarra me parecía el muro lóbrego  de una prisión donde pintaba rayas con  tiza por cada  día de encierro, como si fuera el Conde de Montecristo.
Pero el viernes, cuando por fin sonó el timbre a las 5 de la tarde, me pareció escuchar las campanas de la torre llamando a arrebato. Salí disparado hacia la puerta del colegio, donde me estaban esperando mis padres, en el pequeño SEAT 850 especial, con todo  preparado para ir al pueblo. A medida que íbamos saliendo de Madrid se iba liberando el peso que me oprimía  el pecho y al cruzar el límite de la provincia, donde una gran espada custodiaba el cartel “ Bienvenido a Toledo “ me sentí como un exiliado  que volviera a su patria después de un largo destierro.
Maqueda y su castillo eran para mí  el anuncio de que Bayuela estaba ya cerca. Mi padre solía parar allí a echar gasolina, pero  yo no quise bajar ni a hacer pis para no demorar ni un minuto la partida. Continuamos el viaje y cuando por fin llegamos al cruce y dejamos “la general” mi corazón se desbocó al enfilar hacia la Sierra de San Vicente. Al pasar por el puente del río Alberche le pedí a mi padre que me dejara allí,  como si fuera un “espalda mojada”  que volviera a cruzar el río Colorado, de vuelta a casa,  decepcionado por el sueño americano. Desde allí fui corriendo hasta Bayuela, necesitaba desfogarme, sentirme libre otra vez  , contemplar la línea de horizonte sin interrupciones de edificios ni coches, tan  solo    encinas y unas vacas pastando a su sombra.
Cuando tienes 13 o 14 años , con una energía desbordante y un mundo maravilloso que está ahí  para descubrirlo, se hace difícil estar sometido a  tantas horas de disciplina y magisterio, a la monotonía  del horario de clase  y al reducido espacio  de un aula escolar. Por eso, ahora que soy profesor, cuando estoy en clase y veo a un alumno despistado, con la mirada perdida en el cielo, no le regaño ni afeo su conducta sino que me da gana   de abrirle la ventana para que pueda echar a volar.

CIGARRILLOS


He sido fumador ocasional, me podía pasar semanas enteras sin probar un cigarrillo, pero a lo mejor un sábado, con los amigos, me fumaba un par de ellos. Sé que es malo y desaconsejo hacerlo, pero he de reconocer que el tabaco ha  tenido siempre en mi vida  un atractivo estético, un encanto poético.
La primera vez que fumé, con 10 u 11 años, no fue un cigarrillo, sino una caña que cortamos dos o tres amigos del pueblo, al lado del Canto de los Enamorados. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero teníamos ganas de experimentar y sentirnos mayores. Había que aspirar mucho para sacar humo  y daba un picor horrible en la garganta. Como la experiencia no fue muy exitosa, dimos un paso más en nuestra escalada hacia el vicio y la perdición, fuimos al estanco, que entonces estaba en la Calle Larga y compramos un paquete de Celtas Cortos. Era el más barato, pero cómo no nos tragábamos el humo daba igual su calidad, lo malo era que al no tener boquilla  se te pegaban las hebras a la lengua.
Me pareció divertido y pensé que cuando fuera mayor iba a fumar. No entendía mucho del tema, tenía la idea peregrina de que el tabaco negro lo fumaban solo los hombres, mientras que el rubio se había inventado después,  para que pudieran fumar las mujeres, pero decidí que fumaría “Rex” como mi profesor Don Ángel de 6º de EGB o “3 Carabelas” porque tenía un diseño muy bonito con los tres barcos en dorado sobre un fondo rojo. Luego fui descubriendo otras marcas, pero sin duda las más seductoras eran el Palmeiras, que tenía el papel oscuro con un ribete dorado en la boquilla, y sobre todo  el More, fino, alargado y de color caoba, la aristocracia de los cigarrillos.
Como era difícil encontrar estos pitillos en el estanco y además eran caros, la única  manera de conseguirlos era como  trofeos  tirando con las escopetillas en las fiestas de Bayuela. No  vayan a pensar que era una barraca de feria con su mostrador y todo, la cosa era mucho más artesanal,  de andar por casa. En la plaza, en la puerta de los cosiles, se ponía un hombre mayor con una  especie de maleta gigante  sobre unas patas de metal. Los blancos eran cigarrillos pinchados en un  palillo, tapones con anillos de bisutería y bolas de chicle de diferentes colores, que le daban algo más de vistosidad al puesto. Y allí de pie, si poder apoyarse en ningún sitio disparábamos como podíamos,  a veces se cruzaba gente por delante, como si estuviéramos en un Saloon del  Oeste. Tras conseguir el botín, lo llevábamos de medio lado en la comisura de la boca, como si fuéramos unos dandis,  luciéndolo con chulería delante de las chicas.
 Y es que, en mi caso, estaba muy relacionado el acto de fumar con que hubiera chicas delante. Me sentía más seguro, menos azorado  si tenía un cigarrillo en la mano. Recuerdo a María, una chica atractiva y distante, cuando quería fumar me pedía que me encendiera un cigarrillo, ella solo quería darle unas caladas, luego me lo devolvía y cuando mis labios se posaban en la boquilla todavía quedaba sabor de su boca, aquello me parecía un ejercicio de sensualidad sublime, una acto de complicidad maravilloso. Esos cigarrillos fumados a medias eran como  besos a través de una carta donde se imprimen los labios pintados con carmín, como acariciarse con la ropa puesta. Nunca tuvimos nada, pues  yo no jugaba en su liga, pero aquello inflamaba mi pasión y hoy  aviva mi nostalgia.
Como dije al principio, he sido un fumador social, encenderme un cigarrillo  era una manera de festejar  momentos especiales en la vida,  como lanzar cohetes en las fiesta del pueblo.  Los cigarrillos que más he disfrutado han sido en una buena charla con amigos, viendo partidos de futbol  o jugando al mus, donde dar una calada te daba la pausa necesaria para pensar la jugada y luego cuando exhalabas el humo creabas un halo de misterio que envolvía a tus contrincantes, y  que aprovechaba, muchas veces, para pasar seña. Cuando prohibieron fumar en los bares dejé de jugar al Mus.
Y ahora ya no fumo, pero mientras escribo esto tengo en la boca un cigarrillo de plástico, de esos de mentira que saben a mentolado y venden  en las farmacias. Me hago la ilusión de que echo humo, aunque en realidad  es el vapor de los recuerdos.

BICICLETAS


Cuando iba a cumplir  8 años le pedía mi Tía Florinda que me regalara una bicicleta, como todos los demás chicos de aquella época quería una  BH (Beístegui Hermanos, marca española). Cuando aquella mañana del 31 de Julio me levante y vi en el corral de mi casa la bici que me había traído, mi reacción no fue de alegría, más al contrario de cabreo y decepción:¡ la bici era de color azul celeste! Era una bici para chicas. Mi tía me explicó que a esas alturas del verano apenas quedaban bicis, (y eso que había ido a comprarla a “Mundial radio” en Talavera) y  era la única que tenían disponible,  si quería podía cambiarla pero tendría que  esperar una semana a que llegara una nueva remesa. Como las ganas de estrenarla eran mayores que las cuestiones estéticas, terminé aceptándola, aunque  un poco a regañadientes.

 Pasado un tiempo me alegré de habérmela quedado: no era tan chula  como la  Andrés Deza, que era blanca con las banderas del real Madrid a ambos lados de la rueda delantera, o la de Placi que tenía el manillar  tipo chopper y unos flecos de cuero colgando de los agarradores, pero tenía un color azul cielo que nadie más tenía en Bayuela y jamás volví a ver . además de diferente era útil, cuando estaba jugando con los chicos en la plaza y me tenía que ir a casa, la encontraba a la primera entre la más de una docena de bicicletas, todas iguales, que había recostadas en  los poyos del ayuntamiento.Con esa bici aprendí a montar, pero como Bayuela está llena de cuestas, tuve que hacerlo,  como muchos, en el campo de fútbol. Mi padre me llevaba agarrando el trasportín y  cuando pude dar las primeras pedaladas sólo, sentí la emoción que ha tenido el hombre a lo largo de la historia  cuando ha superado los límites de su  cuerpo y ha conseguido hazañas como volar.

Una vez, tenía roto el freno delantero y bajaba a gran velocidad, quise frenar pisando con las suelas de mi John Smith directamente sobre la cubierta pero cuando quise torcer en el cruce de Garciotún no pude y  salí recto volando, aterrizando sobre el barbecho, quedándome todo el cuerpo sembrada de arañazos.  Lo peor es que rompí un polo Lacoste blanco que llevaba puesto, que aunque ya estaba viejo y muy pasado, le tenía mucho cariño.

En torno a los 25 años me apunté a la moda de la “mountain bike” que iba perfecta a mi gusto: ir por  el campo y hacer el cabra.  Me compré una Bianchi, italiana.  Muchas veces me seguía Linda, la perrita de mi madre, y aunque en las cuestas abajo la perdía de vista luego en las cuestas arriba me cogía, aunque tenía las patas cortas, pues  su ritmo era incansable. Un día iba por el Cordel y cuando quise torcer para ir al Puente de los Pilones, se me atravesó, y por no pillarla frené en seco y me caí encima de la bici. Me clavé el manillar en el pecho y me  quedé sin aire,  pensé incluso que me había roto alguna costilla pues me salió un moratón considerable. Volví andando al pueblo porque me dolía mucho al respirar y Linda iba detrás  mí, a un metro de distancia, apesadumbrada, como si supiese que había sido por su culpa, y aunque yo la llamaba con dulzura, no quería acercarse.

He tenido otras bicis (las cosas cada vez duran menos) y ahora tengo una Scott, americana, con la que sigo saliendo de vez en cuando,  aunque cuando llego a una cuesta muy empinada, lo reconozco, me bajo y la llevo empujando, pero sin ningún complejo, pues cuando era chaval y alguna vez se me atravesaba subir  la cuesta del Real y me bajaba , me volvía a subir rápidamente si escuchaba venir un coche.
y
Y cuando sea viejo y mis fuerzas no consigan ya enderezar una bicicleta y ponerla en movimiento,  pedalearé sobre una bici estática en el salón de mi casa, sin peligro de accidentes pero esperando  la última de las heridas (la muerte es tan superior que te da toda una vida de ventaja) pero todavía cerraré los ojos, extenderé los brazos y creeré que soy joven y puedo volar