lunes, 8 de julio de 2013

Tia Lucía

 

Tía Lucía era pequeña y seca como una cepa, y como ella daba un fruto generoso y dulce. Era hija de la tierra,  por eso se movía por ella con la gracia y ligereza de un pajarillo y cuando iba al campo ,principalmente al “Pan y vino”, saltaba las tapias y se doblaba bajo los alambres  como una chiquilla.  Y es que en realidad eso es lo que era, porque entre las arrugas (surcos donde seguro  sembró muchas lágrimas) surgían unos ojos muy vivos, llenos de ingenuidad y ternura, que revelaban una eterna juventud. Pese a quedarse viuda y con hijos en plena posguerra , el peor escenario que uno pueda imaginarse, supo vencer al destino y sobreponerse tanto a su historia personal cómo a la Historia con mayúsculas, y todo ello sin renunciar a un optimismo inquebrantable (que en los malos tiempos es la única riqueza  con que cuentan los pobres).

 
Tía Lucía, pese a que vestía de negro y dejaba su cabello plateado, no era una mujer antigua; era en el mejor de los sentidos “una mujer de las de antes”, pero que no renunciaba a los nuevos tiempos. Su nieto Chema le decía que no tenía que morirse sin probar la coca-cola y sin ir al menos una vez al Bernabeu. No consiguió nunca lo primero, ella prefería su agua del botijo, siempre presente, ya fuera verano o invierno, sobre el paño de la mesa camilla (que aunque sólo fuera como adorno a mí me parecía más bello que una figura de Lladró), pero sí logró que le acompañara, con 90 años, a ver el partido Real Madrid-Sevilla. Habría que verla allí tan contenta, en el corner del fondo norte, animando a sus jugadores, porque tía Lucía era muy aficionada a todos los deportes (ya fuera futbol, baloncesto o  watterpolo), pero sobre todo le gustaba el Real Madrid.  

Una vez le tejió a su nieto, que es socio y tan apasionado como ella del equipo merengue, una bufanda blanca  con dos cenefas moradas, para cuando fuera al campo la ondeara orgulloso, pero coincidió con las dos ligas que perdió el Madrid en Tenerife, en la última jornada,  y eso le dio mal fario , pues bien, ni corta ni perezosa,  la devanó y  la volvió a tejer para ahuyentar así la mala suerte. Con esa misma bufanda , ave fénix de lana,  renacida por la determinación de Tía Lucía, vi con Chema la final de la Champions League cuando el Madrid ganó la 7ª y  al finalizar el partido la llamó por teléfono y vi que, durante largo tiempo, escuchaba en silencio húmedos los ojos, le pregunté:

-  ¿Qué te dice?, él me puso el auricular y aún pude oírla cantar:

-  ¡oéoéoéoéoéoé!

 Era una mujer increíble. Yo no tuve la suerte de conocer a mis abuelas, por eso la adopté como si lo fuera y con total naturalidad le llamaba muchas veces abuela, (ella, con mucha gracia, a veces también me llamaba nieto) y ahora también la he perdido pero tengo la confianza que allí donde esté seguirá siendo tan simpática y feliz, eso sí, sin poder estarse quieta, barriendo las esquinas a las nubes o sacando brillo a las estrellas. ¡Ay tía Lucía!, sé que no vas a dejar ni un espárrago en el cielo.

Hacer peña


 




Allá por los años 70 yo era un crío con pantalones cortos que aún no sabía lo que quería ser. Sin embargo era el momento de tomar algunas decisiones fundamentales de esas que te van a marcar luego toda la vida: ser del Real Madrid o del Atlético, preferir las rubias o las morenas y estar en la  barra o en la  pista cuando vas a la verbena. Pues bien, aún no tenía  vocación   ni un gusto definido  por casi nada  pero ya tenía clara una cosa: quería hacer Peña. Esta  inclinación tan marcada es común en todas las generaciones de muchachos de Bayuela y sirve como  rito de iniciación a la vida, como aquellos nativos de las  tribus africanas que tienen que matar un león para pasar de la pubertad al estado adulto. Todos hemos jugado de niños a hacer “Peña” en la propia casa de alguno, con 4 banderines,  unas cuantas botellas de “Casera Cola “ compartiendo espacio con la leche en la nevera y  la obligatoriedad de que estén todos los miembros presentes para abrir una de ellas y repartirla en partes iguales.

 
Recuerdo que enfrente de mi casa había una y  yo me quedaba ensimismado mirando todo lo que había dentro: los posters de mujeres desnudas, las paredes pintadas con corazones  a los que le faltaba algún nombre (quizá por ser un amor pasajero o por que se había caído el “calucho”) y sobre todo aquella habitación oscura en que se adivinaba un camastro y que para mi imaginación infantil era un mundo por descubrir ,  un compendio de lo anhelado y lo temido, de lo deseado y lo prohibido, un espacio lejano que me hizo sentir por primera vez “el lado oscuro de la fuerza”.
 

Entonces había tan sólo un puñado de peñas,  “la Alegría”, “los halcones”, ”los X”, “ los vampiros”, “el Quedi”. Eran los tiempos heroicos, la prehistoria de las peñas,  tiempos en los que sólo se bebía ginebra (el whisky era un bebida exótica que sólo se pedía en las películas del oeste), las coca colas eran pequeñas y en botella de cristal  (que tirando la mitad servía de recipiente para hacerse un “medio”) y las chicas no hacían Peña ( de hecho se hacían las Peñas para que fueran las chicas).

 

 
Ahora que la “Peña Iceberg”, a la cual pertenezco, cumple 25 años, echo la vista atrás y veo cómo han cambiado las cosas: entonces se enfriaba la bebida con barras de hielo,  en arcones oxidados o en bidones partidos (que el resto del año era donde comían las vacas), las chicas no bebían alcohol, (¡Cómo han cambiado los cuentos!) y los discos que más se escuchaban eran de música lenta (era la única oportunidad  de tener a una chica entre tus brazos sin tener que irte hasta el canto de “Tío Matías”).

 Era 1981 y coincidió con la inauguración del Pub del Toro, en el cartel de la puerta todavía se puede ver esta  efeméride, y cuando lo pusieron yo me reía porque una fecha tan “moderna” no pegaba con un letrero que imitaba al de una fonda antigua. Ahora seguro que algún adolescente mal informado piensa que ese era el estilo propio de la época; no le culpo, a veces yo también me siento como un vestigio del pasado. Pero si ya no estamos de moda y muchas chicas ya no nos conocen, y  peor aún, otras ya nos han olvidado, siempre  quedará el recuerdo  de  antiguas  Peñas que hicimos ( en Navahonda, en la Botíca, en el Cerrillo...) con las letras desgastadas de nuestro nombre en la puerta, con el rojo ajado en sus paredes como el rastro de un beso en el cuello de la camisa.

 

El beso

 
Amelia ,la hija del tío Requejo,  la solterona , nunca besó a un hombre.

 En la infancia, jugando en la calle  con los niños, a veces alguno más atrevido daba  un beso furtivo a una de sus amigas, y esta, sintiéndose afrentada,  se marchaba a su casa mostrando gran enfado aunque la mirada le brillaba y la boca le sabía a turrón. Ella, sin embargo, nunca tuvo esa suerte.

Luego, de jovencita, ningún mozo mostró interés por ella, y tuvo que conformarse con imaginar historias  de amor  en las hojas gastadas de novelitas románticas. ¡Cómo anhelaba aquellos besos largos y profundos que contenían sus páginas!.  Lo que más le seducía no era el aspecto carnal del beso, sino una especie de curiosidad intelectual, por conocer al otro, al hombre, un ser al que desconocía como si fuera un extraterrestre. Un beso sería como poner en contacto dos mundos distintos, como un encuentro en la 3º fase.

Un día, rayando ya los 30 años,  en la  boda  su prima Teresa ( 9 años más joven que ella y la última que quedaba por casar), contemplaba desde una segunda fila de sillas como se iban formando la parejas de baile en el salón del convite. Observaba la escena como si estuviera en el cine, como un espectador que  sabe que está en  un mundo paralelo. Ya se había hecho a la idea de no pisar jamás  el país el amor, ni tan siquiera  de alcanzar su frontera invisible: el beso; se había resignado  a conocerlo sólo por  imágenes, como en postales de turistas. Por eso se sorprendió sobremanera, cuando un  buen muchacho, de nombre Gregorio, le sacó a bailar mientras le sonreía. Él le hablaba bajito y apenas le apretaba pero ella sentía con gran fuerza  su mano en la cadera y sus palabras en el corazón. 

 A partir de aquel día le cortejó, Gregorio se mostraba siempre serio y respetuoso, tan serio y respetuoso que nunca hizo un ademán de besarla (aunque ella lo deseaba) y cuando le acompañaba a casa la mayor muestra de cariño que se permitía era una caricia en el brazo y un afectuoso adiós. Una tarde de verano de 1936, paseando por la carretera de Cardiel,  pararon en el Canto de Tio Matias buscando la sombra, ella le hizo una confidencia y él le sonrió, le agarró por la cintura y se acercó más que nunca, Amelia cerró los ojos esperando un beso pero en ese momento se oyó un  grito, una mujer voceaba por la calle con tono de lamento. Debía ser algo  importante pues los vecinos  salían de sus casas y escuchaban con gran atención. La pareja se acercó a enterarse de lo que pasaba  y pudieron  escuchar  lo que exclamaba: ¡Guerra, va a estallar la guerra!. La radio había dado  la noticia de que en la noche del 17 de Julio se había producido un pronunciamiento militar en el Protectorado Español en Marruecos  . Gregorio, un falangista de primera hora y hombre decidido (aunque no en el amor) le pidio que le esperara  y se fue corriendo en busca de sus camaradas, quería  estar el primero en esas  horas decisivas  del golpe de estado. Unas semanas después murió en el alto de los Leones y con él la esperanza de  Amelia de  besar algún día a un hombre. 

 La Posguerra fue un  tiempo difícil, pero especialmente para una  mujer soltera a la que se le acababa  la juventud. Había carencia de alimentos pero también de hombres: muchos murieron y otros se marcharon al exilio o estaban en la cárcel y los que volvieron fueron objeto de una dura rivalidad entre las chicas casaderas del pueblo. Amelia, triste y resignada, ni compitió.

 Amelia volcó toda su capacidad de amor en la religión y todos sus afectos fueron para  la Iglesia: acudía siempre a misa (donde pasaba el cestillo), impartía catequesis, visitaba a los enfermos y era la encargada de tener limpio el templo y  de adecentar  las imágenes y objetos sagrados necesarios para el culto. Un Domingo de Resurreción, en la procesión, los Quintos habían realizado un Judas gigantesco que más parecía el muñeco de Michelín, orondo y alegre, que aquel discípulo traidor y enjuto que describe la Biblia. El monigote, hecho de trapos y paja,  estaba preñado de cohetes y pólvora y tal fue la detonación, la más grande que se recuerda, que cubrió el cielo de plaza  de polvo y pavesas, y luego, como una lluvia de humo, cayó sobre los que allí estaban congregados, haciendo a los viejos  toser y a los niños llorar. 

 Cuando la procesión regresó a la Iglesia, y una vez que todos se habían marchado, Amelia comenzó a limpiar la  imagen del Jesús crucificado, tiznada por la nube de cenizas que se cernió sobre la plaza. Con un pañuelo humedecido empezó a limpiar el torso, las costillas marcadas sobre la piel barnizada, la herida en el pecho como una insignia de sangre. Luego  emocionada, recordando su agonía, volvió a mojar el pañuelo, esta vez en sus lágrimas, y le limpió la melena, la frente ensangrentada festoneada de espinas, y luego los labios, delicados, enrojecidos por la pasión. Sin pensar en  lo que hacía  se fue inclinando hasta rozarlos con sus labios y luego los besó, en ese momento la fría pintura se volvió cálida y húmeda, y la madera tomó la suavidad de la carne, fueron tan sólo unos segundos pero le pareció sentir el temblor de la lengua y el escalofrío de la boca.

 Sobrecogida,  bajó de las andas y se arodilló,  una mezcla de sentimientos, entre el miedo y la ternura, inundaban su cuerpo,  su mente se debatía entre el gozo y el arrepentimiento, no sabía que pensar: ¿Había  sido aquello un milagro o tan sólo fruto de su imaginación? . Se quedó rezando durante horas,  las lágrimas le caían como cuentas de un  rosario y en su pecho el corazón se movía de un lado al otro, como el péndulo de un reloj.

Y así, Amelia, la solterona, la mujer que nunca besó a un hombre, quizás besó a Dios.




 

                 

Héroes



Los niños  admiran a los héroes de los cómics y el cine pues realizan  hazañas prodigiosas, proezas extraordinarias, pero para ello cuentan con grandes superpoderes: algunos vuelan, otros tienen una fuerza inconmensurable y en general todos  poseen un don sin igual.  Yo  admiro a otro tipo de héroes que  tienen  mucho más mérito pues realizan grandes hechos sin tener ningún   poder sobrehumano,  es más  carecen de habilidades que son normales para la mayoría de nosotros: me refiero a los hombres y mujeres que cruzan el mar sin saber nadar, que llegan a un país sin conocer la tierra y que se dirigen a otros hombres sin saber su lengua, me refiero a los emigrantes. También los españoles fuimos héroes que abandonaron su hogar y buscaron un lugar de promisión,   y no me refiero a la época de los Grandes Descubrimientos, que también, sino a los que en  los años 40, 50 y 60  iniciamos  un gran éxodo   hacia otros países. Pero si los conquistadores españoles cruzaron el océano en carabelas  en busca de aventura y riqueza, los héroes de la actualidad  lo hacen en pateras y cayucos y    tan sólo pretenden  seguridad y un trozo de pan. Si  aquellos  perseguían el “Nuevo Mundo” estos  buscan tan sólo un mundo nuevo. 

 En 1953, cuando acabé la mili, también yo quise buscar un mundo nuevo para mí y  decidí que no volvería al pueblo.  Aunque amaba Bayuela con todas mis fuerzas no regresaría para trabajar  en el campo donde sólo me esperaba  una vida precaria y dura. Decidí marcharme de España durante algunos años y  conseguir el dinero necesario  para cambiar el rumbo  de  mi  vida, todavía no sabía cual era mi destino, pero era joven  y decidido y pensaba que se me presentaría alguna oportunidad, solo tenía que estar preparado. Emigré a Alemania, a la ciudad de Heidelberg, donde un amigo del pueblo me había conseguido un trabajo en una de las muchas imprentas que había en  la ciudad, allí se encontraba la universidad más antigua de Alemania y casi desde los tiempos de Gütenberg se venían  editando libros. 

Durante los primeros meses me sentía extraño, desarraigado, como un desterrado sin falta, como un  proscrito sin culpa. Paseaba por las calles de Heidelberg como si   fuera un fantasma y sus casas  tan sólo un decorado sombrío, sin interesarme nada de lo que me rodeaba ni importarme nada de lo que ocurría, y eso que era una ciudad maravillosa y romántica llena de vida y energía. Su belleza  se percibía perfectamente desde un  paseo  que se extiende a la otra parte del río Neckar llamado la ruta de los filósofos,   desde allí contemplé en numerosas ocasiones  la magnífica vista de la ciudad, en el mismo lugar donde, mucho antes que yo,  numerosos artistas, escritores y poetas, Goethe entre ellos, se habían rendido a su hermosura. Desde aquel paraje se percibía la magnífica ubicación que la naturaleza dio a esta ciudad y que en cierto sentido  me recordaba a Toledo. Emplazada en  un   promontorio estaba adornada por las murallas del castillo  y  abrazada por el río Neckar, cuya aguas cruzaba  un puente de airosas arcadas, la ciudad  parecía una joya engarzada en la corriente.  

Pero yo en los primeros meses no disfruté de la ciudad, ni de la experiencia de conocer otra cultura y otras gentes,  mi  mente estaba desconcertada y no sabía a que atenerse pues aunque mi cuerpo estaba allí, mi corazón  se encontraba muy lejos, ondeando en algún lugar de Bayuela, desolado y triste, como una bandera a media asta. Deambulaba por Heidelberg y aunque sus calles, repletas de  tiendas,  restaurantes y librerías de ocasión estaban  pobladas de    estudiantes alegres y amables comerciantes yo me encontraba terriblemente solo y fuera de sitio. Me aparté del flujo de la calle principal, la HauptStrasse, que era peatonal y estaba llena de gente, y alejándome del bullicio pasé por delante de  la Iglesia católica del Santo Espirito, con su  portada barroca soberbia y su altivo campanario. Escuché la música sosegada y dulce de un órgano y seducido por su melodía entré en el recinto. Allí, por primera vez  desde que llegué a Alemania, me  sentí  confiado y seguro, me sentí  protegido por aquellos altos muros y aquellas iluminadas vidrieras, al fin y al cabo todas las iglesias tienen un aire familiar, con semejantes imágenes y parecidos símbolos. Me pareció que iban a empezar los oficios así que me senté. No entendía las palabras pero conocía el ritual, así que me deje llevar por la corriente tranquilizadora del sermón. El hombre es un animal de costumbres y necesita del protocolo para  sentirse seguro, requiere de la liturgia para creer que lo efímero es eterno y que algo de nuestra vida insignificante  durará para siempre. Además  estaba la música, que es la lengua universal del alma, el idioma del espíritu,  no me hacía falta entender el alemán, comprendía lo que se decía.

 Después de un año allí  llegaron las vacaciones de navidad. Algunos compatriotas marcharon a España para pasar  aquellas fechas y ver a la familia, me animaron a que les acompañara pero  yo no quise, sabía que si me iba no volvería.  En la Casa de España  aquella nochevieja, embriagado por el vino tinto y la nostalgia,  sentí una  tristeza infinita. La orquesta tocaba un pasodoble y la gente  bailaba animada pero mientras mis ojos se afligían. Si en la verbena del pueblo  aquella música me sabía  a optimismo y felicidad ahora, fuera de España, tenía un sabor extremadamente amargo. Debería estar prohibido tocar pasodobles en el extranjero pues se convierten en  el himno  de la melancolía, en  la banda sonora de la añoranza.

jueves, 4 de julio de 2013

MADRID (2ª PARTE)



Seguimos subiendo la Gran Vía y dejamos atrás el Cine Capitol ,con su forma apuntada  parecía   un barco atracando en la Plaza de Callao. Allí, mis quintos y yo (Nasta de Cardiel, y  Eusebio y Juan de Bayuela) cruzamos de acera y  llegamos a la calle Preciados, jalonada de tiendas que brillaban en el atardecer de Madrid con sus luces y   vidrieras. Recorrimos esta arteria comercial emocionados y en silencio, como si compusiéramos una procesión pagana donde las imágenes sagradas hubieran sido sustituidas por los maniquíes de los escaparates y el Corte Inglés y Galerías Preciados fueran  las iglesias de una nueva religión basada en el extraperlo. La posguerra había sido dura y todavía sufríamos estrecheces, pero siempre habría ricos,  y se paseaban por allí como sumos sacerdotes del derroche, con sus trajes hechos a medida y sus sombreros de fieltro ligeramente inclinados. 

Me llamó poderosamente la atención la cantidad de limpiabotas que había en cada esquina, disputándose  el sitio con las putas más madrugadoras. No podía comprender como alguien podía pagar  por que le limpiaran los zapatos, una actividad que a mi me parecía tan sencilla e ilusionante. En el pueblo  llevábamos siempre alpargatas (salvo algún  día muy señalado) por lo que  limpiar los zapatos significaba también dar brillo a una vida normalmente gris. Además me parecía que adoptaban una postura humillante, postrados a los pies del cliente como lacayos de una corte oriental, ennegreciendo sus manos para que lucieran los pies de otros.

Bajamos la calle y desembocamos en la Puerta del Sol, corazón palpitante de la ciudad y ombligo sentimental de aquella España que cada 31  de Diciembre comía las uvas a la sombra de su reloj. La plaza, barnizada de  contaminación,   parecía un  monumento antiguo y entre el gentío destacaba un cartel en forma de rombo con la palabra METRO , debajo   había  una escalera  que parecía dirigirse al mismo infierno. Nos acercamos y miramos con curiosidad pero  no nos atrevimos a descender sus peldaños. Pasado unos instantes pensé que si de  niño no tenía miedo  al entrar en la “Cueva del Bufo”,  guarnecida de   telarañas y camisas de culebras,  no habría ahora de arredrarme por entrar en una  gruta que era artificial y además  estaba tapizada de azulejos. Les hice un gesto a mis paisanos para que me siguieran pero con la cabeza me indicaron que no, aunque dudé por un instante ya no podía echarme atrás así que bajé las  escaleras decidido.

Cuando quise darme cuenta me encontraba ante la taquillera. Como yo no decía nada me miró desconfiada, pero al ver   mi maleta desgastada y mi gesto vacilante comprendió que tan sólo era un pueblerino más perdido en la gran ciudad y me  preguntó divertida :

- “¿A dónde vas guapo?”
- “Al Metro”, contesté .
-“¿ Pero a que estación? el precio del billete depende de a donde vayas ”. Me aclaró pacientemente
-“Yo solo quiero ver el Metro” contesté de modo lacónico y casi suplicante, y la taquillera, entendiendo por fin  mi deseo me explicó:
-“ Mira, Hay  3 líneas y todas pasan por aquí, pero  acaban de ampliar  la Línea 3 hasta Legazpi así  que sigue esa dirección y  encontrarás las estaciones más modernas “. 

Siguiendo su consejo pagué el billete y me adentré sin más  dilación (sentía que ya había hecho bastante el ridículo). A medida que bajaba por las escaleras me parecía estar adentrándome en un hormiguero, tanto por la cantidad de túneles y pasillos que encontraba como por las personas que iban de un lado para otro como autómatas,   como si fueran  insectos,  sin hablarse unas a otras pero sabiéndose partícipes de una misma misión. La ciudad entera me pareció una colonia gigante de hormigas en la que cada una cumplía su papel: unas eran obreras, otras soldados y tan sólo una pocas privilegiadas podían hacer de reinas.

Esperando en el andén,  intranquilo y excitado, sentía que iba a emprender una gran aventura,  y cuando por fin llegó el convoy los vagones pasaron delante de mi a gran velocidad, como fotogramas de una película  revolucionada, provocando que el flequillo se me despeinara y se me desbocara el corazón. Se abrieron las puertas y al contemplar el interior, con las paredes de hierro unidas por  grandes tornillos , con las barras metálicas recorriendo el largo pasillo y con el sonido de la sirena anunciando la partida, me hicieron creer que  entraba en un submarino de aquellos que salían en las grandes producciones de Hollywood  sobre la II Guerra Mundial. Al adentrarnos en la oscuridad del túnel sentí seguramente la misma emoción y temor que aquellos marineros al sumergirse en las negras aguas del océano. Mirando mi reflejo sobre el cristal  no me reconocía, estaba en un lugar tan extraño , compartiendo espacio con  gente a la que desconocía, no  parecía ser yo mismo sino el protagonista de una película. Una mueca de satisfacción apareció en mis labios y por primera vez se me quitó la cara de tonto.

MADRID (1ª parte)



Nunca  olvidaré la primera vez que vi  Madrid, fue en 1952,  llegaba a la gran ciudad para cumplir el servicio militar. Bajaba el autobús de línea por el paseo de Extremadura,  a un lado quedaba la Casa de Campo,  a otro una hilera de casas antiguas junto a la Puerta del Angel y un poco más allá otras en construcción en lo que sería la avenida de Portugal. Entonces alcé la vista y en el horizonte, en  lo alto de  una  colina, apareció el Palacio Real, grandioso, refulgiendo  con sus sillares plateados por la luz de  la tarde, engarzado como una alhaja en el Campo del  Moro.  Aquello me pareció una visión sublime, como una  revelación.  Cuando crucé el Manzanares  por el puente de Segovia sentí que atravesaba una frontera que me iba a cambiar, no entraba solo en  un nuevo lugar, sino en un nuevo tiempo. Para bien o para mal, la vida que había llevado hasta ese momento había terminado,  después de Madrid ya nada sería igual.

 
Luego, subiendo la cuesta de San Vicente, con la cara pegada al cristal como un niño en un escaparate,   intentaba no  perderme  detalle. Los edificios me parecían castillos y los policías municipales, con sus cascos blancos y sus cananas cruzadas, caballeros  medievales que dirigían a los coches como si  fueran sus huestes. Por las aceras las gentes andaban aprisa, con  paso decidido y marcial,  en lugar de caminar   parecían  estar desfilando. Desde entonces me ha dado la sensación de que Madrid se encuentra siempre en estado de sitio, como si estuviera en constante preparación para la  batalla (para muchos de los que nos criamos en un pueblo ir a la capital era como ir a la  guerra).
 

Me acompañaban en el autobús mis quintos Eusebio y Juan  de Bayuela y Nasta de Cardiel,   nos había tocado hacer el campamento en  el Pardo e íbamos juntos en esta aventura. Asombrados como yo, contemplaban todo con la máxima curiosidad y hacía rato que no hablaban. Sentados en la fila abatible del pasillo, sin saber decidirse, miraban a izquierda y derecha como si vieran un partido de tenis. Cuando ya  íbamos a torcer por  la calle de Bailén, en dirección a la estación, paramos en un semáforo y entonces me sorprendí al ver a lo lejos una construcción gigantesca, la más grande que había visto en mi vida. De repente, como si estuviera poseído, le imploré al conductor que abriera las puertas y nos dejará bajar, consintió con desgana y poco después  atravesaba la Plaza de España con la maleta a cuestas, andando ligero y decidido, como un visionario, algunos pasos atrás me seguían mis paisanos a regañadientes,  quejándose  de la marcha  que llevábamos, pero es que yo me sentía como Moisés guiando al pueblo de Israel y no podía parar.
 

Al llegar al final de la plaza miré hacia arriba hasta que  el cuello ya  no me daba más, el Edificio España, recién inaugurado, con sus 25 plantas y sus mil ventanas, era algo nunca visto, de hecho se había convertido en  el edificio más alto de Europa. Viendo pasar las nubes por su fachada  parecía que el edificio se echaba encima, una sensación  de vértigo recorría mi cuerpo y aún mi alma vacilaba más.

Hasta ese día la construcción más grande que había contemplado era la  catedral de Toledo  pero ahora  la recordaba  pequeña e inocente en comparación. En el flanco izquierdo de la plaza se estaba iniciando la construcción de otro edificio que sería aún más alto, la Torre de Madrid. Pensé que  las iglesias góticas  iban a sentirse tristes, sus piedras nunca podrían igualar la ligereza  del hierro y  el hormigón, y   los hombres iban a dirigir ahora su atención  a estas catedrales civiles que son los rascacielos.

 Conmocionados aún por la visión del Edificio España,  subíamos por la Gran Vía como si pisáramos otro planeta, con una sensación de euforia y asombro similar a la de los tripulantes del Apolo XI en su llegada a la Luna. Los cines parecían palacios, con sus columnas clásicas y sus paredes de mármol, pero aún me llamaba más la atención los carteles gigantes que anunciaban las películas  en sus fachadas, estaban pintados a mano y me parecieron más bellos y laboriosos que los cuadros del Museo del Prado ( que conocería más adelante en un día de permiso). De entre todos  ellos me quedé fascinado con el que anunciaba la película “Mogambo” en el cine Avenida: sobre una imagen de la Sabana africana se encontraba  Clark Gable franqueado por Grace Kelly y Ava Gardner, dos mujeres de una  belleza infinita aunque diferente: una rubia  con aire frágil y dulce y la otra morena con apariencia  volcánica y turgente. El cartel evocaba pasión y aventura y quise ser como aquel hombre. Fue entonces cuando decidí dejarme bigote, lo cual sirvió de diversión para  mis amigos  y de aflicción para mi madre. Fue el primer signo de cambio de mi paso por Madrid aunque no  duró mucho, sin embargo otras  huellas más profundas pero menos visibles  quedaron para siempre en mi corazón.

 

(Continuará)

 

 

 

miércoles, 3 de julio de 2013

Capítulo XXI "Aquella tarde en el rio"



Cuando era niño los  veranos en Bayuela podían resultar  muy  duros. Por el día el calor era sofocante y había que buscar  el interior de las casas, esperando que sus gruesos muros ahuyentaran la flama. De noche, por el contrario,  la gente salía a la calle  aguardando la llegada de la  brisa con resignación, como el que espera  en la estación un tren que ya se fue. Pese al bochorno, recuerdo con cariño aquellas noches cálidas de Agosto, se regaban con un cubo las calles secas  y los vecinos sacaban las sillas de espadaña  haciendo corrillos donde se charlaba de cualquier cosa, para los niños se extendían en el suelo mantas de “Pedro Bernardo” donde poder tumbarnos. Yo me quedaba escuchando las conversaciones y con aquel tono cadencioso de  voz, el que se utiliza cuando se habla de noche,  me iba quedando dormido apaciblemente. Creo que  fue entonces cuando cogí la manía de dormirme escuchando hablar y ahora no puedo meterme en la cama sin poner la radio.

En aquellos veranos ardientes y pegajosos la única manera de combatir la canícula era cobijarse del sol  bajo una morera o refrescarse en un arroyo,  pero estos se agostaban la mayoría de las veces y apenas podías mojarte en alguna de las charcas que hubieran quedado con agua como la que estaba bajo el “puente romano” o la que había junto al molino del arroyo Guadamora. Por eso el mayor lujo que uno  podía permitirse en aquellos días era bajar al río a bañarse. No ocurría muchas  veces, pues siempre había alguna tarea que hacer en el campo y además se tardaba más de una hora yendo en carro o en caballería, pero cuando por fin se emprendía el camino aquello era una fiesta para pequeños y mayores. Tras cruzar el secarral en que se convierte el campo en verano y a medida que te acercabas al río notabas que  llegabas a un nuevo mundo, el suelo empezaba a cubrirse de verde y entonces aparecía la pradera, que  crecía vigorosa uniéndose con el río. Los chopos en las orillas jaleaban el paso del agua como la multitud anima  a los ciclistas, mientras que los sauces, más elegantes y ensimismados, con sus ramas jóvenes, sedosas, y sus hojas plateadas se entretenían  acariciando el viento. Junto a la exhibición vegetal estaba el espectáculo humano: los niños correteaban alocadamente chapoteando sobre el agua y las mujeres, que acudían de Cardiel para hacer la colada, extendían las sábanas sobre la hierba para que se secaran,  como lienzos pintados por la luna y las camisas relucientes, colgadas sobre los juncos, daban un ambiente festivo como de banderas  en los balcones el día del Corpus.

Recuerdo una tarde del verano de 1949, mi padre decidió que bajáramos al río, quería ver como iban las obras del puente que se habían iniciado un año antes y que, según decían, había hecho grandes progresos en los últimos meses. Su construcción  era un grandísimo acontecimiento, no en vano los puentes más cercanos para cruzar el Alberche estaban lejos, uno llegando a Talavera en el paraje conocido como El Cristo y otro en Escalona donde el río forma un meandro  que rodea al castillo medieval. El único medio para cruzar el río, en este lugar, era mediante  una barcaza que el tío Feliciano de Cardiel movía con la sola ayuda de una pértiga. Era impresionante la facilidad con que atravesaba la corriente, sobre todo teniendo en cuenta que muchas veces transportaba no solo personas sino también animales o carros, parecía una hoja movida por el viento.

La obra que se estaba realizando allí era sorprendente,  ya se habían construido dos arcos, uno a cada orilla,  y entre ambas había una pasarela con láminas de madera que iba de un lado otro permitiendo el trabajo y el  paso de los obreros. Como era Domingo  las obras estaban paradas y un grupo de chicos, la mayoría  de Cardiel, estaban jugando y   bañándose al pie de las cepas del puente recién levantadas. Nos acercamos mi hermano y yo y vimos como se tiraban desde la pasarela al río, las chicas desde la orilla reían y animaban a los muchachos para que se lanzaran al agua,  entre ellas  había una chica menuda y morena, sus ojos eran brillantes y  vivos, como destellos del río, y a diferencia de sus amigas, que llevaban el pelo recogido, ella lucía su melena al viento (parecía que corrieran toros por su pelo). Yo no podía dejar de mirarla y ella se daba cuenta, pasado un rato ella me miró también y tras hacer una mueca llena de gracia se dirigió a mi con tono burlón: “¿Porqué no te tiras?, ¿No te atreves o es verdad lo que dicen que los de Bayuela no sabéis nadar?”.

Aquello me dolió en el alma, primero porque había  aprendido de bien chico, en la alberca  del tío José,  y  me encantaba  nadar (quizá porque es la sensación  más cercana a volar a que puede aspirar el hombre)    y en segundo lugar porque tenía 16 años, y con esa edad, en la frontera entre el niño y el hombre, escuece que duden en que lado estás. Espoleado por sus palabras y más aún por sus ojos negros, no tarde en quitarme la ropa y subir a la pasarela, habría unos 7 u 8 metros hasta la superficie, y desde arriba la altura parecía mayor. Una vez allí ya no podía volverme atrás, demostrando así que no podía lograr lo que ya habían conseguido otros, pero además el amor propio me empujaba a hacer algo que aún incluso les superara. Los chicos se tiraban de pié, batiendo los brazos como para frenar la caída, así que yo decidí arriesgar más y tirarme de cabeza. No pensé en la  profundidad que podía tener esa parte del cauce ni si  el fondo estaba tapizado de arena o por el contrario cubierto de  piedras, pero el hombre, cuando se sabe observado por una mujer, siempre se ha decantado por la acción en lugar de por la reflexión.  Cogí una profunda bocanada de aire y salté con decisión  hacia las aguas serpenteantes y algo turbias debido a la fuerza de la corriente, gracias a ella se frenó un poco el ímpetu de  mi zambullida y aunque golpeé con las manos en el fondo no me hice daño. Cuando salí a la superficie escuché aplausos y silbidos, al parecer el salto les había impresionado, el agua estaba fría pero yo sentía fuego en el cuerpo. Mientras nadaba hacia la orilla la buscaba entre el grupo, pasado un momento por fin la divisé, ella aplaudía entusiasmada y me dedicó una sonrisa que nunca olvidaré, 11 años después me casé con ella.

Dicen que Abderramán III redactó una especie de diario en el que hizo constar los días en que fue realmente feliz, llama la atención que aquel hombre poderoso y decidido sólo pudo reseñar 14 días de verdadera y pura felicidad,  esa que te llena de júbilo sin saber porqué y que te hace sentir eufórico y radiante.  Pues bien,  no  sabría decir cuantos días de esos he sumado en mi vida, quizá no muchos más, pero entre ellos estaría sin duda aquella tarde en el río.

 

Capítulo XX “Días de futbol"”



A la gente le gusta el fútbol porque el ser humano siempre ha sentido la necesidad de dar sentido a su vida a través de la épica.  Como la vida nos resulta la mayoría de las veces corta y mediocre, buscamos hechos heroicos que rompan la cotidianeidad y señalen en rojo una fecha en el calendario (que es el cementerio de los días). En la antigüedad fueron las hazañas sobre héroes y dioses que nos contaba un poeta ciego a las puertas de Troya. En el medievo las gestas de caballeros que ponían a prueba su valor arrebatando a las doncellas de las garras del dragón. Pero en nuestros días ya no quedan princesas que salvar ni ciudades que conquistar por lo que hemos tenido que inventar nuestras propias leyendas y crear una nueva saga de héroes a partir de los ídolos del balompié. La odisea moderna se llama liga de fútbol y la aventura termina en el Olimpo de la “Champion League” o en el Averno de la 2ª división.

 Para mi el fútbol fue una pasión en la juventud mientras que  en la vejez es tan sólo  un pasatiempo (para bien o para mal, el ardor y el entusiasmo que pones en las cosas  va disminuyendo con el paso de los años). Pero entonces el fútbol era de las pocas diversiones que podíamos permitirnos en aquella España de los años 40 que luchaba por olvidar sus penurias y los fantasmas de la guerra.  Y cuando el trabajo nos lo permitía corríamos a Navahonda (cuyo campo estaba entonces al revés) y dábamos rienda suelta a nuestras ganas de jugar que era lo mismo que decir de nuestras ganas de vivir. Necesitábamos bien poco: el balón y unas porterías hechas con dos palos cualquiera y una pita como larguero. Ahora una equipación completa de fútbol cuesta más que un buen traje y todos los chicos lo llevan por la calle,  pero entonces no teníamos ni para el balón (en la escuela jugábamos con  una madeja hecha con telas viejas). A veces  nos permitíamos el  lujo de comprar uno de  cuero duro y con ásperas  costuras por donde se inflaba y que te dejaba una marca  en la frente cuando rematabas de cabeza. Debido a su alto coste, unas 100 pesetas, teníamos que comprarlo entre todos, a razón de un duro por cabeza. Para jugar nos poníamos unas simples zapatillas de suela de goma que al no llevar caucho se agrietaban enseguida y no daban mucha seguridad al pié, otros, menos afortunados y más duros, jugaban descalzos. Recuerdo todavía como la pegaba  con el pié  desnudo mi amigo Costa, su dedo gordo encallecido de sólo usar abarcas era un contundente espolón que impulsaba la pelota con gran potencia y  más de un portero se apartaba cobarde para no recibir el impacto. 

Algún domingo quedábamos con los de otro pueblo para jugar, con el Real lo hacíamos en la “Era Llana” (Maracaná de la Sierra San Vicente) y hubo partidos de una emoción y bizarría tan grande que no tenían nada que envidiar a los derbis de hoy en día. En un partido contra Cazalegas, ellos traían como gran estrella a uno de Torrijos  que tenía novia allí. Era el mejor jugador con quien nos  habíamos enfrentado hasta entonces pues militaba en el “Torrijeño” equipo entonces de la 3ª división (una especie de 2ª B actual) y ganaba dinero por ello (lo que hoy llamaríamos semiprofesional). Cuando le vimos calentar, dando toques a la pelota, nos quedamos asombrados con su destreza pues con total indolencia la golpeaba con pies, cabeza y hombros sin dejarla caer en ningún momento en el suelo. Si es cierto que en el deporte existe el juego psicológico ya nos habían marcado el primer gol antes de empezar el partido pues estábamos todos paralizados observándole en lugar de tirar unos “centres” que era nuestro modo propio de calentar. Un grito vino a romper el encantamiento en que nos encontrábamos, era Costa que con su voz grave y sus gestos rudos pero eficaces nos dijo: “¿Estos quienes son?: los titiriteros que han venido aquí con la cabra a montar la función. Dejádmelo a mi, a ver si hace las mismas piruetas cuando empiece esto”. Y así fue, Costa no le dejó tocar una en todo el partido, le encimaba todo el rato y cuando  iba a recibir el balón su pierna guadañaba lo que se encontraba por el camino, como en tiempo de  siega, y desesperado el otro quedaba tumbado en el suelo, como el trigo maduro. Al final ganamos 3 a 1 y el de Torrijos abandonó el campo con sus botas de tacos relucientes pero abatido mientras que Costa lo hizo con sus pies llenos de callos  pero triunfante. 

Tendrían que pasar unos años para que viera mi primer partido serio con futbolistas de verdad. Fue en 1952, en el Vicente Calderón, se jugaba un amistoso Atlético de Madrid- River Plate que terminó empate a tres. Lo que realmente  me llamó la atención no fue el juego, ni el ambiente, con  las trompetas atronadoras y las banderas enardecidas, sino  el campo de juego. El césped era de un verde fantástico como imaginan  los cuentos el jardín del edén y las líneas de banda eran inmaculadas y perfectas, enmarcándolo todo como si fuera un cuadro en el Museo del Prado. Allí ví jugar por primera vez a un chico rubiejo y delgado, que  no destacó especialmente aquel día y cuyo nombre nunca antes había escuchado. Años después, lo corearían en todos los estadios y su eco aún resuena en mi corazón: Alfredo Di Estéfano.

Si en Zidane destacamos el arte,  en Roberto Carlos la energía y en Raul el pundonor,  En Di Estéfano encontrábamos  todos estos rasgos unidos a su capacidad de mandar en el campo, como  un buen torero  manda en la plaza. Cuando él jugaba todos los demás eran espectadores (no sólo el público, sino también el árbitro, lo jugadores de uno y otro equipo, las nubes, las estrellas) y cuando controlaba el balón en el círculo central todos guardaban respetuoso silencio, como la Maestranza cuando en los medios despliega el capote Curro Romero. ¡Cuántas tardes habría salido a hombros del Bernabeu de haber tenido  Puerta Grande en la Castellana!

 

Capítulo XIX "El pregonero"



Antiguamente había dos clases de pregones: el que hacía el alguacil y el que hacía el vendedor ambulante. El alguacil era la voz oficial de las noticias del pueblo e iniciaba su anuncio con el tradicional Con permiso del señor Alcalde se hace saber” para luego continuar “ que es la hora de pagar la contribución”, “ que ha llegado a la localidad un circo itinerante”,  “que se ha perdido una borrica parda”,” que los quintos han de pasar por el Ayuntamiento a medirse”. Por su parte, el   vendedor ambulante  vociferaba  con gracia y picardía todo tipo de productos: "A la rica miel" a la "Sandía colorá",”A los peces”,  "El piconero", incluso alguno  ofertaba  "elixir de amores" para aquellos mozos  que quisieran conseguir a la persona amada.  

Estos últimos continúan en la actualidad aunque se han modernizado en el medio de transporte que ya no es un carro tirado por un burro o una bicicleta sino una práctica furgoneta y también en la manera  de anunciarse ya que  utilizan potentes megáfonos y sus mensajes , en muchos casos, están grabados en una cinta: “El tapicero, ha llegado a su localidad el tapicero, sillas, tresillos, sillones …” o “Ha llegado el del Puente, con muchas marcas de vaqueros como Lois y otras marcas”. Sin embargo el oficio de pregonero que difunde de viva  voz y por la calle una noticia o aviso  ha caído en desuso y su entrañable figura ha desaparecido de la mayoría de nuestros pueblos. Los altavoces de las Casas Consistoriales o del campanario de la Iglesia parroquial sirven para ampliar la voz del alguacil, pero  con un sonido hueco y metálico que, aunque se escucha alto y claro en todo el pueblo, resulta un poco frío. Todo lo contrario ocurría con Tio Boni, allá por los años 50, que tenía una voz bonita y cálida  con la que, según decían las vecinas, “floreaba”, esto es, que decía el pregón gustándose y entonando las palabras con gran musicalidad. Tio Boni recorría las calles tocando la corneta y yo salía pitando de casa  a su encuentro. Me entusiasmaba escuchar ese sonido agudo y tonante  porque  era la promesa de novedades en un mundo anodino y gris donde nunca ocurría nada. Los vecinos se acercaban, se hacía el silencio y decía el pregón como si fuera uno de los  salmos del Antiguo Testamento, y todos le escuchaban con la misma atención y respeto que si el propio rey David (autor de los salmos bíblicos) los cantara acompañado de su lira. Todo nuestro universo se resumía en su locución, lo que no decía no existía,  pero independientemente de la información que diera   lo que nos gustaba era su estilo, como le ocurre en la actualidad a mucha gente con Matías Prats. 

Para las noticias que excedían el ámbito local estaba la radio, que fue el primer electrodoméstico que no servía al cuerpo, como hacen una lavadora o un  frigorífico,  sino al espíritu, pues con su música, sus noticias y sus seriales hacía volar la mente y alegraba el corazón. Todos nos congregábamos en torno a esos viejos aparatos de madera y paño para escuchar  el  “parte” (que era como se llamaba al informativo durante la contienda nacional y que muchos de  los que ya tenemos cierta edad  es como seguimos llamando al telediario),  las primeras copas de Europa del Real Madrid o  el consultorio de Elena Francis que aunque empezó dando  consejos de todo tipo (belleza, cocina, salud, jardinería)  con el paso del tiempo se convirtió  en consultorio sentimental donde los españolitos de a pié compartían sin gran rubor problemas que hasta hacía poco solo hubieran dicho bajo secreto de confesionario.

Pero luego vino la televisión, y más tarde internet y los medios de comunicación de masas  ampliaron extraordinariamente el número de canales a través de los que  recibimos información del mundo exterior cuando la mayor parte de mi vida  estos canales se habían restringido a  la iglesia, la escuela y el ayuntamiento. Pero si aquello era a todas luces insuficiente y arbitrario lo de ahora resulta excesivo e inabarcable. Desbordado por el   torrente de información que nos llega hoy en día y hastiado de las malas noticias que nos cuentan, empiezo a leer  el periódico por la parte  de atrás y  pongo muy poca atención a las primeras páginas, donde vienen las noticias de ámbito nacional e internacional,  que  cada vez me interesan menos (quizá porque a mi edad  se resigna uno a que ya no puede hacer nada para cambiar el mundo). Ya sólo me importa lo que pasa en  mi pueblo y  echo de menos los pregones del Tio Boni,  por eso  sólo  pongo verdadero interés cuando leo  el “Aguasal”, pues esta revista es  para mi como un de pregón de papel, como un bando con fotografías que me habla de lo siento verdaderamente mío,  y cuando releo algún número antiguo me doy cuenta de que se ha convertido también en un libro de Historia.
 

CAPÍTULO XVIII "Canciones de mi vida""




Próximo a cumplir los 80 años la mayor parte de mis pensamientos están relacionados con el pasado. Supongo que es normal porque a mi edad pesan más los recuerdos que las esperanzas, y mientras lo que ya he vivido ocuparía un volumen grueso con letra pequeña, mi futuro más lejano lo podría resumir con una revista TP y los programas que veré en la televisión la próxima semana.

 
No trato de hacer una reflexión pesimista de la vejez simplemente es que la vida es así. Lo importante es que esos recuerdos hayan sido felices y que el presente, si llega el momento, pudiera ser un gran fin. Yo me siento contento de mi existencia y no me quejo de lo que tengo ¿Qué más puedo pedir?. Si rastreo en la memoria, que es como un desván de los sentimientos, encuentro un montón de tesoros con los que sentirme dichoso, son historias vividas al lado de personas que me quisieron mucho, mi familia, mis amigos.
Muchos de esos buenos momentos tienen la imagen de mi madre y la banda sonora de sus canciones, pues más allá de acontecimientos relevantes como una boda o las fiestas del pueblo, mi madre sabía hacer especiales las situaciones más corrientes y convertía en mágicos los hechos más cotidianos, para ello contaba con dos armas maravillosas: su inagotable ternura y su cálida voz.

A su lado la vida era como un musical de Broadway, o si se prefiere como una zarzuela en el Teatro Español y, al igual que en esos espectáculos, bastaba una palabra suelta o un hecho intrascendente para que mi madre entrara en escena y se pusiera a cantar. Solía valerse para ello del repertorio completo de Quintero, León y Quiroga, que eran sus autores preferidos y para mí el trío más importante que ha dado la historia de la música española. Que mi padre, por ejemplo, decía que los limones en lugar de amarillos estaban verdes pues ella se arrancaba con “Ojos verdes, verdes como, la albahaca. Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón”, que mi hermana pequeña lloraba desconsolada pues ella entonaba “¿Qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones?”, que yo la abrazaba meloso porque quería conseguir algo: “Te quiero más que a mis ojos, te quiero más que a mi vía, más que al aire que respiro y más que a la mare mía.”Todos mis recuerdos se confunden con sus canciones: cuando era pequeño me daba miedo subir a la troje, y si tenía que hacerlo porque mi padre necesitaba alguna herramienta o mi madre me había mandado a buscar unos ajos, ella se quedaba al pié de la escalera y cantaba, en voz alta, para que supiera que estaba allí (que siempre iba a estar allí) y eso conjuraba mis recelos y me infundía valor. Del mismo modo, al acostarme, me arrullaba con “Mi niño se va a dormir , su mamá le va a cantar, para que cuando venga la loba esté dormidito ya” ahuyentando los fantasmas y desnudando a la oscuridad. En mi cumpleaños siempre me despertaba con “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David, hoy por ser día de tu santo te las cantamos a ti. …” que se ha convertido para mí en un himno al amor más absoluto (el de una madre hacia su hijo), pues era como un recordatorio de que quien me dio la vida un día, daría, en cualquier momento, la suya por mi.

Pero si había un lugar donde resaltaba esta afición suya por cantar era en la iglesia, pues a su gusto por la música unía su amor a Dios. Si una canción era la mejor manera de expresar sus sentimientos, una canción de misa era para ella la forma más bella de oración, la manera más sublime de comunicarse con Dios, y cuando cantaba, parecía transfigurarse en uno de esos serafines que dirigen los coros de los ángeles y que tan gratos son al Padre Celestial, y por eso, hasta el órgano, con su tono profundo y su sonido vibrante, parecía sentir celos de su interpretación. Todavía hoy cuando escucho a las mujeres cantar en los oficios de Semana Santa “ Pange, lingua, gloriosi Córporis mystérium…”cierro los ojos y me parece oír su voz