En 1971
, cuando empecé el colegio, mi primer
profesor fue Don Arturo, un hombre
riguroso e irascible que lucía un bigotito recortado y fascista que subrayaba
su mal humor. D. Arturo era muy estricto y todavía utilizaba el castigo físico
como práctica educativa. La dictadura franquista estaba cercana a su fin pero todavía quedaban retazos
de una forma cuartelaría de ver la vida.
Aparte de algún “regletazo” en la mano cuando no te sabías la lección,
en ocasiones utilizaba una práctica cruel cuando dos alumnos hablaban: “El
cascanueces”. Te llamaba a su mesa junto
al compañero con el que estabas
hablando, te cogía de las patillas y te levantaba del suelo , y apenas
puesto de puntillas, cuando estabas
semiflotando como una marioneta, golpeaba las dos cabezas. Regresabas a tu
sitio sin ganas de volver a hablar pero también sin ganas de aprender, sin
ganas de pensar, pues tenías dolor de cabeza hasta el final de la clase.
Un día
que había traído los ejercicios sin terminar, porque no sabía cómo se
hacían, me expulsó al pasillo (cuando te
echaban de clase, el pasillo resultaba un lugar inhóspito y frío, que no te
auguraba nada bueno, como el corredor de la muerte), y me dijo que no me
dejaría entrar hasta que no los tuviera bien hechos. Asustado ante esa
perspectiva me escapé del colegio y me
fui a mi casa pues vivía muy cerca.
Llegué llorando y le rogué a mi madre
que me los hiciera y aunque me reprendió por haberme escapado, no pudo
menos que ayudarme ¡era tan buena!. Cuando volví a clase y se los di a D.
Arturo, les echó un vistazo inquisitivo y luego me pegó un capón. Pensé que
quizá mi madre se había equivocado en algún ejercicio, pero salí de dudas
cuando me dijo: “Ves como tenía yo razón, no los habías hecho porque no te
había dado la gana”. La verdad era que las matemáticas se me daban mal,
fatal, con ellas siempre me pasó como con
las mujeres: por mucho tiempo que las dedicara, nunca las comprendí.
Y así ocurrió que algún verano me
amargaron la existencia (las matemáticas, no las mujeres).
Al curso
siguiente la cosa cambió radicalmente. Tuvimos a D. Manuel, un profesor alegre
y progre que lucía una larga barba y vestía rebecas coloridas de sabor hippy. Su
pedagogía era totalmente distinta, un
adelanto de los nuevos tiempos que iban a llegar, se basaba en crear un
ambiente de libertad y participación en
clase que resultaba muy estimulante. En
lugar de colocarnos en clase por apellido o por calificaciones, como se hacía
todavía en algunos colegios, intercalaba alumnos buenos con otros a los que les
costaba más seguir las clases, para que unos ayudaran a los otros. No enseñó a
jugar al ajedrez, que entonces era algo totalmente inusual e innovador. A mí me tenía mucho cariño y me llamaba “El
imaginativo” porque siempre estaba inventando historias y hacía
preguntas raras. Al siguiente curso, con gran pesar, descubrí ya no
estaba en el colegio. Alguien nos comentó que se había marchado a trabajar a
Francia. Quizá la Directora no entendió sus métodos y él tuvo que buscar otros caminos. Yo le eché
mucho de menos.
Algunos años después, estando en el patio del
colegio, aparcó al otro lado de la valla
un Citroen DS de color negro cuyo morro alargado le daba el apelativo de “Tiburón”. Me pareció el coche más bonito que
había visto en mi vida (la verdad es que en aquellos años no había mucha
variedad más allá de los SEAT) y me
pareció un adelanto de la técnica, pues aunque ya había parado seguía bajando lentamente de nivel mientras
emitía un resoplido que le hacía parecer
un una nave espacial. Pero mi capacidad de asombro fue aún más lejos
cuando vi salir del coche a D. Manuel. Después de abrazarnos a
todos, nos explicó que había estado
recorriendo toda Europa por trabajo y
en su tono didáctico habitual nos dijo: “Viajad chicos , viajad todo lo
que podáis. Viajar es mejor que comer, viajar es mejor que estudiar. Si el
colegio es la mejor gimnasia para la mente, viajar es el atletismo del
alma”.
Es incalculable la huella que un buen profesor puede dejar en
sus alumnos. Fue por Don Manuel que me dediqué a la docencia. Fue por él que mi
primer coche fue un Citroen BX de segunda mano, que aunque no tenía el perfil
curvilíneo y sensual del “Tiburón” conservaba la suspensión hidroneumática
autonivelable que tanto me impactó de pequeño. Con ese coche, siguiendo sus
enseñanzas, hice un viaje en solitario por Portugal, sin itinerario marcado ni
ruta definida, durmiendo por las noches en pensiones baratas y moteles marchitos, viviendo por el día
entre ciudades seculares y monumentos
eternos.