viernes, 29 de septiembre de 2017

DON MANUEL




En 1971 , cuando empecé  el colegio, mi primer profesor fue  Don Arturo, un hombre riguroso e irascible que lucía un bigotito recortado y fascista que subrayaba su mal humor. D. Arturo era muy estricto y todavía utilizaba el castigo físico como práctica educativa. La dictadura franquista  estaba cercana a  su fin pero todavía quedaban  retazos  de una forma cuartelaría de ver la vida.  Aparte de algún “regletazo” en la mano cuando no te sabías la lección, en ocasiones utilizaba una práctica cruel cuando dos alumnos hablaban: “El cascanueces”.  Te llamaba a su mesa junto al compañero con el que estabas  hablando, te cogía de las patillas y te levantaba del suelo , y apenas puesto de puntillas, cuando  estabas semiflotando  como una marioneta,  golpeaba las dos cabezas. Regresabas a tu sitio sin ganas de volver a hablar pero también sin ganas de aprender, sin ganas de pensar, pues tenías dolor de cabeza hasta el final de la clase.

Un día que había traído los ejercicios sin terminar, porque no sabía cómo se hacían,  me expulsó al pasillo (cuando te echaban de clase, el pasillo resultaba un lugar inhóspito y frío, que no te auguraba nada bueno, como el corredor de la muerte), y me dijo que no me dejaría entrar hasta que no los tuviera bien hechos. Asustado ante esa perspectiva  me escapé del colegio y me fui a mi casa pues   vivía muy cerca. Llegué llorando y le rogué a mi madre  que me los hiciera y aunque me reprendió por haberme escapado, no pudo menos que ayudarme ¡era tan buena!. Cuando volví a clase y se los di a D. Arturo, les echó un vistazo inquisitivo y luego me pegó un capón. Pensé que quizá mi madre se había equivocado en algún ejercicio, pero salí de dudas cuando me dijo: “Ves como tenía yo razón, no los habías hecho porque no te había dado la gana”. La verdad era que las matemáticas se me daban mal, fatal,  con ellas siempre me pasó  como con   las mujeres: por mucho tiempo que las dedicara, nunca las comprendí. Y  así ocurrió que algún verano me amargaron la existencia (las matemáticas, no las mujeres).

Al curso siguiente la cosa cambió radicalmente. Tuvimos a D. Manuel, un profesor alegre y progre que lucía una  larga barba  y vestía rebecas coloridas de sabor hippy. Su pedagogía era totalmente distinta, un  adelanto de los nuevos tiempos que iban a llegar, se basaba en crear un ambiente de libertad y participación  en clase que  resultaba muy estimulante. En lugar de colocarnos en clase por apellido o por calificaciones, como se hacía todavía en algunos colegios, intercalaba alumnos buenos con otros a los que les costaba más seguir las clases, para que unos ayudaran a los otros. No enseñó a jugar al ajedrez, que entonces era algo totalmente inusual e innovador.  A mí me tenía mucho cariño y me llamaba “El imaginativo” porque siempre estaba inventando historias  y hacía  preguntas raras. Al siguiente curso, con gran pesar, descubrí ya no estaba en el colegio. Alguien nos comentó que se había marchado a trabajar a Francia. Quizá la Directora no entendió sus métodos y él  tuvo que buscar otros caminos. Yo le eché mucho de menos.

 Algunos años después, estando en el patio del colegio,  aparcó al otro lado de la valla un Citroen DS de color negro cuyo morro alargado le daba el apelativo de  “Tiburón”. Me pareció el coche más bonito que había visto en mi vida (la verdad es que en aquellos años no había mucha variedad más allá de los SEAT)  y me pareció un adelanto de la técnica, pues aunque ya había parado  seguía bajando lentamente de nivel mientras emitía un resoplido que le hacía parecer  un una nave espacial. Pero mi capacidad de asombro fue aún  más lejos  cuando vi salir del coche a D. Manuel. Después de abrazarnos a todos,  nos explicó que  había estado  recorriendo toda Europa por trabajo y  en su tono didáctico habitual nos dijo: “Viajad chicos , viajad todo lo que podáis. Viajar es mejor que comer, viajar es mejor que estudiar. Si el colegio es la mejor gimnasia para la mente, viajar es el atletismo del alma”.   


Es incalculable  la huella que un buen profesor puede dejar en sus alumnos. Fue por Don Manuel que me dediqué a la docencia. Fue por él que mi primer coche fue un Citroen BX de segunda mano, que aunque no tenía el perfil curvilíneo y sensual del “Tiburón” conservaba la suspensión hidroneumática autonivelable que tanto me impactó de pequeño. Con ese coche, siguiendo sus enseñanzas, hice un viaje en solitario por Portugal, sin itinerario marcado ni ruta definida, durmiendo por las noches en pensiones baratas  y moteles marchitos, viviendo por el día entre ciudades seculares  y monumentos eternos.