miércoles, 27 de marzo de 2013

CAPITULO I "Golondrinas"




La escarcha humedece los ojos de la montaña y exhala un espíritu hondo y fresco que cubre las piedras como azulejos. Las hojas de los árboles, junto a los pájaros, cambian de hemisferio, mientras una luz triste se astilla en los charcos helados. Sin embargo mi corazón está satisfecho: llega el invierno.

                Cuando era niño desesperaba tras la ventana, aquellas oscuras tardes de diciembre, porque la lluvia, los deberes o mi madre me impedían salir a jugar.

                -"¿Qué puede encontrar un pequeño, por los caminos vacíos, sino lobos o maquis?", me decía, y mientras, embebido en mis ideas, empañaba el cristal de desidia recordando aquellas explosiones de luz y grillos, en los primeros días de agosto, bajo el puente romano. Los muchachos corríamos, tras la siesta, hasta el arroyo, nos desnudábamos alocadamente dejando la ropa sobre los sillares desgraciados del molino y mostrábamos nuestra desnudez impune y estruendosa de peleas y chapoteos. Todos menos Emilito "Mulato" que se avergonzaba del florecer de la adolescencia en sus ingles.

                Pensaba en las persecuciones por los campos de trigo. Allí escondidos, creíamos estar en una selva dorada y lejana, y borrábamos las huellas, dejadas en los surcos plateados, para no ser encontrados, con retamas o escobones cogidos en el cerro. ¡Qué lejos parecían quedar aquellos días! Entonces envidiaba al gato que acechaba desde el tejado el desplomar de las estrellas fugaces y maullaba su cola chispeante.


                El verano anterior, estando en el portal de la cuadra, absorto contemplaba los nidos de las golondrinas, aquellas saetas de la tarde que volaban endiabladamente rápidas y cuyas trayectorias no chocaban milagrosamente. Mi madre, viéndome tan interesado me dijo:

                 -“ Son pájaros de Dios, nunca debes hacerles daño.”

Yo así lo creía. Su baile en el aire les comparaba al vuelo de aquellos ángeles de los que nos hablaba D. Cristóbal en la catequesis de los viernes, (donde nos regalaba con una merienda de bizcochos de anís y un chocolate dulzarrón pero vitamínico).

                 Cuando me encontré con los muchachos les conté el descubrimiento de la divina naturaleza de estos pájaros, que explicaba el porqué no podíamos tumbar ninguno con nuestros tirachinas, mientras que jilgueros y gorriones eran fáciles víctimas de nuestra puntería. Pero Fernando Artola que era un fanfarrón, porque era el hijo del secretario del ayuntamiento, (y llevaba los domingos zapatos con antifaz), afirmó que él podría matarlos con facilidad. Luego, se volvió sin decir una palabra más y se dirigió a su casa, que estaba en la misma plaza y era la más grande, con un zócalo de piedras berroqueñas y un escudo de armas casi devastado, pero orgulloso, en el dintel de la puerta.


    Regresó enseguida con una relumbrante carabina de mango de castaño, que le había comprado su padre en la capital. Escupió en la mano unos balines de copa e hizo una mueca jactanciosa y chulesca pues los chicos del pueblo nunca habíamos visto nada igual; acostumbrados a los de bola que vendían en el colmado a diez céntimos la caja, aquellos nos parecían un ingenio de la balística, con su dibujo estriado y diseño volante. Metió uno, ebrio de poder, y se dirigió calle arriba hacia la iglesia, donde, entre el saledizo y los canecillos amenazantes, construían su nido de saliva y barro la mayor bandada de golondrinas. Miríadas de ellas atravesaban el espacio entre la torre y los campos roturados junto a los que habían quedado en libranza del barbecho. Fernando Artola apuntó su escopetilla al bulto de una banda de ellas, pero sus pechos plateados se alabeaban en un giro impensable con cada detonación. Así fue repitiendo la operación una y otra vez. Su creciente ansiedad le hacía tirar ya sin tan siquiera apuntar y sólo conseguía un increíble festival de trinos. Cuando hubo acabado todas sus municiones, guardadas en una caja metálica de pastillas de juanolas, metió el último perdigón y dirigió su arma hacia el reloj del campanario apretando los dientes rabiosos.

 
 Cuando quisimos evitarlo ya había disparado y roto parte del cristal de esfera, en venganza de nuestras risas y para demostrar la capacidad destructiva de su mini escopeta. Salimos corriendo en todas las direcciones con gran miedo de poder ser señalados como los culpables de tamaño atentado, que por tratarse además de la integridad de la iglesia nos parecía aún más condenable. Hasta hace unos años ha permanecido un agujero entre las 6 y las 7 como monumento a la impericia y la testarudez.