sábado, 14 de septiembre de 2013

FAENAS





Afirma Rousseau que "El hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad le corrompe", yo por el contrario pienso que el ser humano cuando nace es un animal, busca por encima de todo satisfacer sus deseos sin importarle nada los demás, pero la sociedad, a través de la familia y la escuela, le va humanizando, domesticando. El hombre es un salvaje que se ha amansado, como un lobo que se convierte en perro.

No obstante, hay días en la vida que sale de su guarida la bestia que llevamos dentro, y uno desea hacer lo que le dé la real gana, es más hacer cosas incorrectas, prohibidas, ilegales, más aún cuando tienes 11 años, que has dejado de ser un niño y te crees el rey del Mambo. En esa etapa necesitas salirte del camino que te marcan para encontrar el tuyo propio. Hacer travesuras es cruzar la frontera del mal para saber luego donde están los límites. Hacer faenas es un entrenamiento para la vida.

Aquel día de verano de 1976 mi amigo Manuel y yo habíamos pasado una mañana aburrida, sin saber que hacer (entonces no había piscina municipal) y decidimos que por la tarde íbamos a cambiar el rumbo de las cosas, haríamos lo que quisiéramos, nada nos pararía. Para empezar no obedecí una de las principales normas que había fijado mi madre para ese verano: "Durante la siesta todo el mundo está en casa, y si no te quieres dormir te tumbas en la cama y descansas". Echarme la siesta entonces me parecía estar enterrado en vida, meterme en la cama era como encerrarme en un ataúd. Con 12 años la vida te depara emociones mejores que ver como se desprenden los caluchos del techo.

Salí de mi casa con sigilo cerrando con cuidado la gruesa aldaba de hierro de la puerta antigua y me dirigí hacia el cementerio, donde había quedado con Manuel. Quizá este no fuera el sitio más adecuado para estar una tórrida tarde de verano a las 4 de la tarde pero la soledad del lugar era necesaria para nuestra primera ocurrencia.

Cuando llegó Manuel le pregunté: "¿Has traído el tabaco?", y sin contestar, dándolo por supuesto, me dijo "¿Y tu el chocolate?". El se encargaba de robarle unos cigarrillos de la marca Sombra a su padre y yo me ocupaba de llevar chocolate para que luego no nos oliera el aliento. A mi no me hacía especial gracia fumar, de hecho no me tragaba el humo, pero lo que sí me gustaba era encender los cigarrillos con el mechero de mecha, el olor de la cuerda quemada me hacía sentirme como un hombre de los de antes, hombre de campo, de esos que tienen más callos en el alma que en las manos.

Después estuvimos deambulando más de una hora por una Bayuela completamente vacía, parecía un pueblo fantasma, con las calles abandonadas por alguna catástrofe invisible. Tuvimos la sensación de que el pueblo entero nos pertenecía. A eso de las 5 empezaron las primeras señales de vida y entonces nos fuimos a la plaza. Sentados en el último escalón del rollo veíamos pasar la vida con un sentimiento de superioridad , tanto por la altura desde la que veíamos pasar a la gente como por la sensación de inmortalidad que da cumplir 11 años y tener toda la vida por delante.

Estando allí, vimos pasar en su bici deslumbrante a Mauricio alias "el lagartija" que tenía ese mote por su afición a llevar polos de la marca Lacoste . Su padre tenía una boutique en la calle Alcalá de Madrid y él era un niño "pera" que hacía gala de ello. Fue el primero en Bayuela en vestir unos Levis Strauss, que según decía le habían traído de EEUU (yo estaba orgulloso de mis Wrangler pero sin duda aquello era otra categoría). Entró en el bar de Frutos acompañado por su primo Enriquito y otros dos o tres muchachos. Mauricio siempre llevaba dinero encima e invitaba a jugar al billar y a comer toreras a todo aquel que le hiciera la rosca. Los muchachos se le pegaban recibiendo sus obsequios y se lo agradecían como si fueran la corte del Rey Sol. Solían jugar al billar, que entonces me parecía un juego aristocrático y elitista, el tapete verde me parecía de terciopelo y las bolas nacaradas yo pensaba eran de marfil, y además el contador marcaba la considerable cantidad de una peseta por minuto. Nosotros cuando éramos capaces de juntar dos pesetas entre todos, las empleábamos en jugar al futbolín que me parecía un juego más solidario y popular, podían jugar 4 a la vez y un tiempo indefinido (sobre todo cuando una de las monedas se quedaba atrancada permitiendo que después de cada gol la bola volviera a salir) .

Mauricio había aparcado a la puerta de Frutos su bicicleta tipo chopper. Era la Harley Davidson de las bicicletas, con su sillín bajo y el manillar doblado hacia dentro, tenía una bandera a cada lado de la rueda delantera, una de España y la otra del Real Madrid, y siempre la llevaba reluciente, impoluta, personalizada con su nombre escrito con letras doradas sobre la barra central.

Manuel y yo nos miramos y no tuvimos que decir nada, en unos instantes Manuel llevaba la bici de Mauricio a toda prisa y yo iba detrás, en el trasportín. En nuestra carrera hacia el lado oscuro habíamos arrancado a lo grande, una sensación de libertad y locura nos invadía. Ibamos determinados a realizar nuestra siguiente proeza ... (CONTINUARÁ)

El siguiente paso en nuestro camino de aventura y perdición era colarnos en la piscina de Doña Jose para ver a sus nietas en bañador. Tenían nuestra edad y eran muy guapas, desde el principio del verano las perseguíamos y aunque ellas se quejaban y nos llamaban pesados, siempre se sonreían cuando pasaban por delante. Saltar la pared de piedra y entrar en la finca fue el 2º acto delictivo de ese día tras del robo de la bicicleta. Ocultándonos entre los olivos fuimos avanzando hacia a la piscina, el mejor lugar para observarlas era detrás de los vestuarios junto a un emparrado que hacía de sombra, camuflados por las hojas compartíamos escondite con un escuadrón de avispas golosas que atacaban un racimo de uvas con la misma decisión que Luke Skywalker lo hacía con la estrella de la Muerte. Allí estábamos con los ojos bien abiertos y el corazón desbocado asistiendo fascinados a una exhibición de juventud y belleza, cuando sentí de repente varios picotazos en el culo, y no pude evitar gritar un exabrupto. Entonces ellas se percataron de nuestra presencia y preguntaron ¿Quién anda ahí?.Cuando nos vieron salir del emparrado se taparon con sus toallas y empezaron a gritar entre excitadas y divertidas: ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!. Manuel y yo salimos corriendo a toda prisa, mientras su perro, que era pequeño pero vivaz, por eso le llamaban Chispa, nos ladraba y corría detrás envalentonado por nuestra huída.

Aquel fracaso pudo cortar nuestras ganas de correrías pero a los 11 años la imprudencia es mayor que la razón, y decidimos ir a merendar gratis. Con la bici del "lagartija" nos dirigimos a un huerto que estaba en el camino al Puente Romano, cerca del arroyo, y que tenía unas sandías espectaculares. Había una caseta donde estaba el motor para sacar agua del pozo y donde se guardaban los aperos de labranza, sabíamos que allí tenía el dueño , Tío Candiles, un cuerno con el condumio para hacer gazpacho. Nos preparamos uno con el agua fresca del pozo en una lata vacía de leche condensada que hacía las veces de vaso y aunque tenía cierto sabor metálico no podía haber nada mejor para la sed (todavía no se había inventado el Aquarius). Al acabar Manuel se levantó, arrancó una sandía de la mata y me la tiró desde lejos para que la cogiera, tuve que hacer una palomita para atraparla y que no cayera al suelo y reprendí a Manuel su acción, pero esto en lugar de amilanarle le animó aún más y empezó a tirarme más sandías. Pude atajar dos más al vuelo pero la tercera estalló contra el suelo como una bomba, explotando su jugosa carne roja por todos lados y saltando las pipas por el aire como si fuera metralla poniéndome perdido. Nos pusimos a reír y yo le comencé a tirar tomates y pepinos como si fueran granadas de mano.

 

En medio de esa incruenta y colorida batalla vegetal sonó una voz potente que clamaba: "¿Qué hacéis ahí gaznápiros?¡venid aquí ahora mismo!". Era un guardia civil a caballo, con su correspondiente pareja, que desde el camino nos requería. Una mueca de espanto se dibujo en la cara de Manuel, yo me quedé paralizado pero vi como él saltaba la pared de piedras de un brinco en dirección al arroyo y le imité, corrimos como alma que lleva el diablo. Sentía fuego en las sienes y no dejaba de correr, el corazón amenazaba con salírseme del pecho y estallar, como las sandías del Tío Candiles. Cuando llegué a casa me metí en mi habitación y no me moví, esperando que en cualquier momento llegaran los guardias civiles para detenerme, en las paredes frías y encaladas de mi habitación veía los muros de la cárcel. Aquella noche no pude dormir bien, sentía los aguijonazos en mi trasero pero aun más los pinchazos de remordimiento en mi corazón.

A la mañana siguiente me desperté pensando que todo había sido una pesadilla pero entonces vino Manuel a buscarme y me dijo que los guardias civiles, que no habían logrado cogernos, habían seguido la pista de la bici de Mauricio, que habíamos dejado allí abandonada, y habían ido a su casa a buscarle. Aunque él lo había negado todo, le hacían responsable del destrozo de las sandías y del allanamiento de la caseta y su padre le enviaba castigado a Madrid el resto del verano. Al escuchar esto, dudé unos instantes, pues mi primer impulso era meter la cabeza debajo del ala y salir de rositas de la situación, pero enseguida supe que no podía cometer tal injusticia, Manuel estaba de acuerdo. Cuando íbamos a casa de Mauricio nos encontramos con su coche que bajaba por la botica dirección a Madrid, el padre iba circunspecto conduciendo y Mauricio, en el asiento detrás, llevaba la cabeza agachada con la resignación de un reo. De manera decidida me puse en medio de la calle haciéndole frenar bruscamente, me acerqué a la ventanilla y le explique a su padre que nosotros éramos los culpables.

 

Estuve una semana castigado sin salir a la calle salvo para ayudar al Tío Candiles a "cerrar" unos camiones de paja para compensar así el destrozo que le habíamos hecho. No se me ocurre peor condena, el calor que hace en el pajar y el peso de las alpacas te hace sudar y la paja se te pega picándote todo el cuerpo, pero a mí no me importaba, incluso me hacía sentir bien porque podía reparar en parte el disgusto que tenía mi madre, pobrecita, con lo buena que era. Por el camino aprendí un par de lecciones de la vida: Mauricio, aunque le había robado la bici y le había metido en un problema, me miró desde entonces con cierto respeto por haber dado la cara cuando me podía haber callado, y es que el valor puede hacer perdonar otros defectos. Las nietas de Doña Jose, por su parte, me vieron el resto del verano con cierta admiración porque si el incidente de la piscina había sido algo patético, la historia de la persecución por los guardias civiles había corrido por todo el pueblo y me había convertido en una especie del Lute en miniatura. Nunca he sabido porqué, pero a las chicas les gustan los malos, los atrevidos, los que cruzan la frontera.

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