Laura tenía 13 años y vivía en
Valencia. A primeros de Agosto su padre
le llevó a pasar una semana de vacaciones en Cardiel de los Montes, en
casa de su tío Miguel. A ella no le sedujo mucho la idea, acostumbrada a las
posibilidades que le ofrecía una gran ciudad, pensaba que se iba a morir de
asco en un pueblo pequeño y tan lejos
del mar.
Al llegar le presentaron a unos chicos de su edad que
la recibieron con entusiasmo pero le llamó la atención la buena acogida que tuvo también por el resto del
pueblo .Ella en Valencia apenas
se saludaba con los vecinos y cuando coincidía con ellos en el ascensor
se limitaba a compartir un incómodo
silencio, pero en Cardiel la gente se
interesaban por su vida, por sus aficiones
y más de un viejete le preguntaba: “ Hija mía, ¿tú de quién eres? “. Al
ser un pueblo pequeño todo el mundo se conocía e interactuaba,
independientemente de la edad o procedencia social. La gran ciudad era un
conjunto de muchas unidades que vivían aisladas, Cardiel, sin embargo, era un
conjunto de personas que vivían como una unidad.
Al día siguiente de su llegada
fue con sus nuevos amigos en bicicleta de excursión al “Vao de San Benito”,
paso natural del río Alberche. El arenal donde pusieron sus toallas no era la
playa de la Malvarosa pero se estaba bastante bien y aunque no había olas para
mecerse también era divertido dejarse llevar por la corriente. Frente a la
monotonía del horizonte en el mar aquí se divisaba una ribera llena de vegetación, con sauces y chopos ribeteados con el trino de los pájaros
y el destello azul de las libélulas. Estuvo ayudando a un chico llamado Manuel
a construir una cabaña con troncos y ramas y al terminar se metió dentro con la
satisfacción de haber hecho algo primitivo y auténtico. Cuando volvió a casa
estaba agotada y feliz.
Si en Cardiel había muchas cosas
que hacer por el día también las noches
eran animadas. En Valencia no la
dejaban llegar más tarde de las 11 pero aquí se acostaba a las 2 o las 3 de la
madrugada. El aire fresco que venía del arroyo Saucedoso daba tregua al calor del verano y era cuando mejor
se estaba, las plazas del ayuntamiento y
del Cerrillo estaba llenas de mayores y pequeños. En Cardiel no había
peligro, todos se conocían y estaban pendientes los unos de los otros, el único riesgo era que un niño te chocara con la bici jugando a los
encierros. Pero una noche de las que estuvo allí fue aún más especial, fue el
día que se veían las Perseidas. Fue con sus nuevos amigos a observarlas, y nada
más cruzar el puente del arroyo Laura se
quedó impresionada por la cantidad de astros que se podían ver y el fulgor
con que brillaban, nunca había visto nada igual. Luego tumbados en la cuesta
que va al Quinto, apoyando su cabeza en el pecho de Manuel, disfrutó del
espectáculo. Las estrellas fugaces se desprendían del firmamento y parecían
rasgar por un instante el lienzo azul del cielo, como gotas de luz que se
deslizaban por el cristal de la noche
Así fueron transcurriendo los
días y sin darse cuenta ya tenía que partir. Todos fueron a despedirla a la
plaza del Cerrillo, su padre tenía aparcado allí el coche y lo estaba cargando con maletas y
bolsas. Cuando el Renault Megane del padre de Laura inició su marcha
dirigiéndose a la carretera, Manuel
comenzó a pedalear a toda velocidad por el camino rojo siguiéndole en
paralelo. Durante casi 200 metros fue a la misma altura que el coche de Laura y
esta, al verlo, abrió la ventanilla y le tiró un beso.
Cuando pasó el cruce de la
Atalaya dejó de ver a Manuel y también el campanario de la iglesia, y
mientras cruzaba el Alberche se le
cayeron algunas lágrimas que, sembradas
en su corazón, crecerían más adelante como un árbol lleno de
bellos recuerdos de Cardiel.