La última noche de 1987 tomé las doce uvas antes de
terminaran las campanadas. No lo hice por que trajera suerte, ni tampoco por
tradición, las comí rápido porque estaba
deseando salir a la calle. La Nochevieja
era una ventana a la ilusión, era una promesa de risas y besos , era una noche
donde todo era posible.
La gente salía a las calles y se dirigía en masa a celebra
el Año Nuevo al Puri, al Toro o a la discoteca, pero la Peña Iceberg, a
contracorriente, habíamos quedado en el
bar de Frutos. Era un bar típico de
pueblo donde convivían dos generaciones distintas: por un lado los parroquianos
habituales, abueletes y jubilados que jugaban eternamente a las cartas y por
otro chavales jóvenes que iba
exclusivamente a jugar al ping-pong o al futbolín. Por las noches apenas tenía
clientela, pero nosotros lo habíamos convertido en nuestros cuarteles de invierno,
donde tomábamos siempre la primera copa.
Cuando entramos en el bar había solo tres personas: Frutos,
detrás de la barra, y al otro lado
Eulalio , su padre, y Tío Matías , un viejete de boina gastada y mirada añeja que siempre
estaba allí y que parecía formar parte de la decoración. Se alegraron mucho al
vernos, y nos felicitamos el año con grandes abrazos y palmadas en la espalda.
A la copa de coñac de Tío Matias, que campeaba solitaria sobre el mostrador, se
unieron pronto dos ponches , 3 medios
de ginebra , un vodka con naranja y una Cocacola sola (Jesús era el único de la peña que no bebía
alcohol, le bastaba con su inteligencia para sortear la realidad).
Animado por el entusiasmo con que habíamos entrado, Eulalio,
acompañado por una botella de anís, comenzó a cantar villancicos y canciones antiguas que enseguida coreamos:” Estaba el hombre en su lugar, vino la mujer y le hizo mal. La mujer
al hombre, el hombre al fuego, el fuego al palo, el palo al perro…”
Estaba la tele puesta, entonces no había otro canal que “La
1” y si en Nochebuena, a las 12 de la noche, todo el mundo estaba ante el altar
en la misa del gallo, en Nochevieja , a la misma hora, todos los españoles estaban ante el televisor
viendo el mismo programa especial de fin de año. No estábamos prestando atención pero cuando salió a
actuar Sabrina, una italiana espectacular y voluptuosa, sex simbol de la
época, todos en el bar nos callamos como
por encanto y nos acercamos a la
pantalla. Si el flautista de Hamelin podía conducir a los niños a donde
quisiera con el sonido de su flauta ella
nos podía llevar al fin del mundo con el canalillo de su escote.
Vestía unos pantalones vaqueros cortísimos y ajustados, una
chupa de cuero negro tipo torera y un
body blanco que realzaba generosamente su busto. Cuando empezó a bailar, los
pechos se le salían y tenía que taparse
constantemente, labor que resultaba imposible. En medio de ese bamboleo
tan sugerente Tio Matias gritó: “¡Que se
quite la sariana!”. Nos empezamos a tronchar de risa pues nos hizo gracia
la expresión y además compartíamos el
mismo deseo.
Como no podía ser de
otro modo por fin se le salió un pezón.
Cuando le vi pensé que era redondo y sonrosado como un sol de invierno, Tío
Matias, más prosaico pero más certero dijo: “Tiene
unos pezones como los faros del camión de Tío Uve” y decía la verdad,
eran grandes y luminosos como una luna
de verano. Cuando terminó su actuación volvimos a la barra y durante unos
segundos permanecimos callados, había pasado un ángel ( de Victoria´s Secret).
Tuvimos que volver a empezar la canción: “Estaba
la mosca en su lugar, vino la araña y le hizo mal…”
Eran ya las 2 de la madrugada, nos habíamos alargado más de
lo esperado, y aunque lo estábamos pasando bien teníamos que irnos, habíamos
quedado con nuestras amigas. Las habíamos convencido de que ese año había que
empezarlo de un modo diferente: nos daríamos un beso en la boca para
felicitarnos el año. Habíamos argumentando que era lo moderno, lo europeo.
Acabábamos de entrar en la CEE y mi
primo Josemi , que había estado en Amsterdam , me contó que las holandesas le
daban un “pico” en los labios cuando le saludaban . Queríamos también derribar
esa frontera.
Estábamos poniendo los abrigos y despidiéndonos de Frutos
cuando se abrieron las puertas metálicas de par en par, haciendo gran estruendo
al golpear contra la pared. Eran
nuestras amigas que, cansadas de esperar, venían a buscarnos. Estaban
guapísimas, peinadas y maquilladas con esmero y con unas faldas demasiado
cortas para ser invierno aunque todavía largas para nuestro deseo. Se
dirigieron hacia nosotros con sonrisa pícara y ojos brillantes y nos empezaron a saludar
con un beso en la boca. Sus labios me supieron tan dulces como el ponche que estaba tomando.
Salimos del bar
abrazados a ellas, riendo, cantando,
pensando que la noche era larga. Tío Matias, nos miraba con incredulidad
y admiración, pensando que la vida era corta o que, quizá, había nacido
demasiado pronto.