jueves, 14 de enero de 2016

SUERTE

                                    

El primer  fin de semana de Octubre de 1981  eran las Fiestas de Cardiel en honor a la Virgen del Rosario. Yo no era mucho de  ir a las fiestas de otros pueblos pero esta era una excepción, primero porque soy medio cardielejo y en segundo lugar porque tienen un encanto especial. Al ser las últimas del año son como la despedida definitiva de las vacaciones de verano,  edad dorada para un adolescente, y aunque ya ha empezado el Otoño,  los días son todavía bellos y cálidos. 
El sábado por la noche, estaba con mis primos en la plaza del  Cerrillo oyendo tocar a  los “Pekes Brandys” y  vi llegar  a tres chicas de Bayuela: Marta, Elena y  Patricia. Me acerqué a saludarlas y aunque no éramos amigos, el hecho  de encontrarse con una cara conocida, siendo ellas forasteras,  hizo que me recibieran con gusto. Con quien más conecté fue con  Patricia que se reía todo el tiempo con las cosas que le contaba  y  en un momento dado  me cogió de la cintura y, sin preguntarme,  me sacó a bailar un pasodoble. En un descanso, mientras tomábamos una Mirinda y  charlábamos me comentó que era la primera vez que bajaba a Cardiel y que no conocía el pueblo. Entonces yo, como buen anfitrión,  me   ofrecí a ser su guía turístico. Primero rodeamos la iglesia y le mostré la pared donde se jugaba al frontón (deporte nacional de Cardiel), luego  le enseñé el rollo, hermano  pequeño del de Bayuela, después  el ayuntamiento y como final del tour,  le llevé a dar un paseo hasta el puente sobre el arroyo Saucedoso,
 Sentados sobre el pretil del puente  nos quedamos en silencio y mirábamos las estrellas , el momento era  mágico: la luna menguante parecía guiñarme el ojo   y en la orilla los chopos se inclinaban sobre la aliseda insinuándome  que la besara , estaba a punto de hacerlo pero de repente la magia se rompió y dijo: “Nos tenemos que marchar, va a venir a recogernos el padre de Elena y  a lo mejor me están buscando”. Efectivamente cuando volvimos al Cerrillo ya estaban esperándole para marcharse, antes de entrar en el coche se volvió sonriéndome y me preguntó:“¿Nos vemos mañana? ,¿Estarás en Bayuela?”.  “Sí, le contesté,  subo al pueblo a dormir.”
Al día siguiente, Domingo, habíamos  quedado mi amigo  Manolo y yo  a jugar al mus con Goyo y Miliki. Eran mayores que nosotros pero en un campeonato que se había celebrado en la “Cafe”, durante el verano,  habíamos jugado la final con ellos. Nos habían ganado pero nos ofrecieron  caballerosamente jugar la revancha y  habíamos elegido ese día.
Todo estaba dispuesto, el tapete verde como el césped del Santiago Bernabeu, los chinos plateados y  relucientes. Me encantaba jugar al mus, y hacerlo con Goyo y Miliki  era como  jugar la Copa de Europa contra el Madrid. Goyo faroleaba sin pestañear y Miliki te miraba muy fijamente a través de sus  gafas de pasta y, como si estas tuvieran rayos X, te adivinaba las cartas,  sobre todo en juego, parecía saber siempre  si  llevabas o no 31.
Habíamos perdido la primera vaca, entonces entró Patricia por la puerta de la Plaza y me sonrió, cruzando la cafetería con coquetería  para salir  estilosamente por  puerta de la Plazuela. Pensé que lo había hecho para que la viera. En ese momento perdí todo interés por la partida y toda mi atención estaba en ella, que, no por casualidad, se había sentado en los poyos de la Teléfonica, justo enfrente de la ventana  donde estaba jugando. Yo  quería perder cuanto antes y salir a  hablar con ella, pero  entonces empezaron a entrarme buenas cartas, lo cual además de ser un contratiempo era de  mal agüero: “Afortunado en el juego, desafortunado en amores”. Eran las 6 de la tarde y los que vivían en Madrid ya empezaban a marcharse, pues  con que hubiera un poco de  caravana se tardaban  tres horas en llegar, por lo que posiblemente Patricia no tardaría mucho en partir. Ella volvió a entrar en la cafetería, compró unas pipas y volvió a sonreírme.
Tenía que terminar la partida como fuera y empecé a arriesgar y a echar órdagos. Tenía a Goyo y Miliki totalmente despistados, también a mi compañero que me miraba sorprendido, no sabían  a qué atenerse. Miliki ya no acertaba en sus predicciones  y Goyo se desesperaba porque yo siempre llevaba cartas. Empatamos a una vaca y en la definitiva ya no sabía si ir a ganar o a perder, pues las cartas se mostraban caprichosamente en contra de mis deseos. Llegamos al juego definitivo, Miliki echó un órdago,  puse las cartas boca arriba y sin esperar a comprobar quien había ganado, salí disparado hacia la plaza,   pero en ese momento  el 124 blanco del padre de Patricia acaba de recogerla y se dirigía  calle abajo hacia el cruce. El perro de adorno que muchos coches de aquella época  llevaban en la parte de atrás movía la cabeza  arriba y abajo,  corroborando lo que yo pensaba, que sí, que había perdido mi oportunidad.

Aquella fecha quedaría  marcada en mi vida como “El día en  que gané a Goyo y Miliki pero perdí  el amor de una mujer”