lunes, 19 de octubre de 2015

BROMAS APARTE.



En el arroyo de Guadamora, junto al  molino viejo y derrotado, con los sillares tirados por el suelo, como nuestra ropa, nos bañábamos desnudos una soleada tarde de Agosto. Mi madre no quería  que lo hiciera, le parecía peligroso porque no había nadie para vigilarnos y sabía que nos tirábamos desde las piedras en la pequeña poza que se formaba con las aguas rezagadas del invierno . Por eso  yo lo hacía a sus espaldas hasta que descubrió el bañador mojado que yo colgaba en la troje, detrás de la máquina de coser Singer. Por eso nos bañábamos desnudos aquella tarde , por eso y porque no hay mayor desvergüenza que la de un chaval de 12 años con poco vello en las ingles y menos sentido común en la cabeza.

Chema, Javier  y yo, estábamos felices, despreocupados, entonces el verano nos parecía eterno y la vida simplemente no tenía fin. Eramos inquietos, fanfarrones, bromistas, y siempre buscábamos la manera de estar pasándolo bien, la risa era el himno de nuestro país y su bandera un ojo guiñado  después de cada frase dicha con ironía.
. Ese tarde  jugábamos a tirar una botella al agua y había que encontrarla buceando, la botella al ser de cristal se confundía con los espejismos del agua pero la banda azul sobre la que estaba escrita la marca FANTA la hacía distinguirse del fondo. Cuando fue mi turno para encontrarla  vi de reojo a Chema cuchicheando algo con Javier, y aacto seguido , aprovechando que estaba zambulléndome, cogieron todas las ropas, incluída la mía , y salieron corriendo. Grité sus nombres acompañados de palabrotas e improperios pero no contestaban, pensé que pasado un tiempo aparecerían y la broma habría acabado pero no fue así.

 No pensaba volver al pueblo en pelotas pero la perspectiva de que viniese alguien y me viera no me seducía mucho.  Alguna vez nuestras amigas venían allí a vernos e incluso alguna más atrevida se metía también en el agua. Cuando más agobiado estaba encontré mi salvación   unos  50 metros  arroyo abajo, en la huerta del Tio “Pajarín“. Llevaba sombrero de fieltro, camisa a cuadros sin mangas y unos pantalones que algún día fueron de pana, mantenía abiertos sus brazos en señal de bienvenida o  penitencia, manteniéndose imperturbable así de la mañana a la noche . Era un espantapájaros estupendo que vigilaba las hortalizas y que habría aprobado con nota el examen para Judas en Semana Santa. Con cuidado de no pincharme en los pies fui avanzando de puntillas hasta que salté al huerto, me puse el pantalón anudado con una pita, la camisa desgastada por el tiempo y la intemperie y para no dañarme los pies encontré detrás de un chamizo unas botas de goma que usaba el  Tio “pajarín” para regar.

De esta guisa subía la cuesta arriba cuando a la altura del caño bajaban Chema, Javier y las chicas, a las que habían ido a avisar para hacer escarnio de mi a situación comprometida. La cara de estupefacción de Chema fue de libro, sus ojos , que cuando se ponía gracioso eran achinados , se volvían ahora  grandes y redondos, como los faros del camión de Tio Uve.  el pensaba que había hecho la broma del siglo pero yo  había sabido vencerle.  Las chicas se reían pero yo seguí mi camino con mucha dignidad, aunque con poca elegancia en la vestimenta, hasta el campo de futbol donde me pude cambiar en sus vestuarios .

Aunque había salvado la papeleta mi deseo de venganza era muy grande y para darle un escarmiento  pensé darle donde más le dolía. Aunque era ocurrente y muy desenvuelto con las chicas, cuando le  gustaba una  de verdad no hilaba más de dos palabras y entonces, el chico gracioso se convertía en un patoso. Había una chica que se llamaba Mamen a la cual no se atrevía a decirle nada y en cuya presencia palidecía y casi tartamudeaba, así que pensé que podía ser un buen instrumento para hacer mi broma a Chema, Le escribí una carta de amor en su nombre llena de cursilerías y con un poema final que era para producir jolgorio en cualquiera que la leyera. Todavía recuerdo unos versos: “Tengo destrozado el corazón/ Por tu cara redonda y bonita,/Tu boca es como un cañón/Tus dientes como la dinamita”.
Mi primera intención era echarla en el  correo para que Pascual, el cartero, la llevara hasta el buzón y no ser descubierto. pero mi impaciencia era grande, así que  esa misma noche la  metí en su buzón mientras su perro me ladraba acusica.

Ya me frotaba las manos  imaginando la cara que pondría Chema cuando Mamen le hablara de la carta que le había escrito, jeje. Aunque le negara su autoría pasaría bastante  vergüenza y además su más que seguro azoramiento le delataría y Mamen vería que estaba por ella.  Pero resultó que a la chica le encantaron sus palabras (me di cuenta de que ella también  sentía algo por él), y una semana después empezaron a salir . Estaba claro que a mi no se me daban bien las bromas y me quedé como  Cirano de Bergerac, con su misma frustración y su misma nariz.

LAS LUMINARIAS


De todas las fiestas que se celebran en el pueblo “las luminarias” ocupan un lugar especial en mi corazón. Como vivo en Madrid sólo he podido celebrarlas cada 6 o 7 años, cuando caían en fin de semana y por ello han sido más anheladas, más deseadas y su recuerdo tiene un gran valor simbólico porque fueron coincidiendo con distintas etapas de la vida( infancia, adolescencia, juventud, …) .

En mi primer recuerdo de las luminarias tendría unos 7 años, y me parecieron asombrosas. Solo en la calle de la Iglesia había preparadas tres hogueras con grandes troncos de encina, retamas y algún mueble viejo. Sin moverme de casa, aquella noche, asistí a un espectáculo que me emocionó y asustó a partes iguales. Cuando se encendieron me pareció un espectáculo maravilloso, las llamas se retorcían y en poco tiempo se elevaban altaneras por encima de los tejados, pero entonces temí que se pudiera quemar alguna casa y me asusté. Cuando las llamas se atemperaron y ya todo parecía tranquilo se oyó un tumulto y de repente una caterva de muchachos bajaba por la cuesta aullando y brincando, eran los quintos que saltaban las lumbres como endemoniados y yo al verlos vestidos con ropa militar y la cara tiznada, me parecía estar en medio de una batalla, donde no sabía decir si huían o atacaban. Cuando al final de la noche todo pasó me quedé jugando con la lumbre que agonizaba, removiendo las ascuas mientras se asaban unas castañas. Cuando me fui a la cama me costó dormir, cerraba los ojos y todo eran chispas, como cuando te aprietas fuerte los ojos con los puños, que ves estrellas de colores, luego entré en un sueño profundo y se cumplió el augurio que hizo mi madre: “Si juegas con el fuego luego te harás pis en la cama”.

Pasó algo más de un lustro cuando presencié mi siguientes luminarias, entonces era ya era un adolescente y ya no quería ser un mero espectador sino protagonizar los hechos que recordaba haber visto cuando era niño y lo que me habían contado mis amigos que vivían en el pueblo. Recorrimos todas las calles viendo las luminarias, conté más de treinta, y delante de la casa de una chica que me gustaba salté varias veces por encima de la lumbre para mostrar mi valor, pero como a esa edad los hombres somos unos insensatos, una de las veces salté sin advertir que también lo hacía otro chico y chocamos en el aire. Yo me llevé la peor parte por que caí sobre las brasas y aunque de un brinco me levanté rápidamente, me quemé la mano y lo que es peor un plumas que acaba de estrenar y que a diferencia de mi mano ya no tendría remedio. Una vez más mi madre me había advertido y no la escuché: “Que te digo siempre, Juli, piensa antes de hacer las cosas”.

La tercera ocasión en que fui a las luminarias yo era quinto, y las viví con mucha pasión, teníamos la sensación eufórica de que el pueblo era nuestro, de que el mundo entero nos pertenecía. En nuestro recorrido por las calles del pueblo, robando algún trozo de panceta que se descuidaba en la parrilla y tirando cohetes que llegaban tan alto como nuestra chulería, paramos un momento en un mirador que hay en lo alto del “Cerrillo” y quede absorto contemplando el pueblo entero iluminado por las luces doradas que parpadeaban , y el cielo me pareció una enorme charca que reflejaba multiplicadas las luces de las hogueras y entonces pensé en las palabras que me dijo mi madre “Disfruta de la vida, hijo, pero recuerda que la juventud es como una luminaria: ardiente pero pasajera, lo importante es que cuando se apaguen las llamas duren mucho los rescoldos”. Una vez más ella tenía razón.


Y ahora, que ya he vivido muchas, pienso en el día que viejo y achacoso, contemple las luminarias sentado en una silla toda la noche , con la cabeza apoyada en la garrota, admirando la danza de las llamas y el baile de las pavesas, sin fuerzas para levantarme , pero con las mismas luces chispeantes en mis ojos ,como cuando era un niño.

MIEDO





Sé exactamente el día que perdí el miedo: fue un 22 de Julio de 1976, día de  la Malena. Tenía entonces 11 años.
Antes de esta fecha yo tenía miedo, como todos los niños supongo. Tenía miedo, por ejemplo,  a subir a la troje y cuando mi madre me mandaba a por unas cabezas de ajos o a por unas patatas, yo subía con  mucho recelo  pues a cada paso los tablones de madera crujían y el viento se colaba entre las tejas y aullaba como una fiera. Me daba miedo también entrar en el sótano y sacar agua del pozo pues de  pequeño mi Tío Dionisio  me había dicho , seguramente para que no me acercara, que dentro moraba S. Miguel ,  y cada vez que hundía el cubo en la oscuridad del pretil  las ondas que hacía el agua distorsionaban mi reflejo y me parecía ver al santo varón haciéndome gestos.
Pero aquel día de la Malena aquello cambió.  Manuel y yo bajamos en bicicleta a Garciotún, no habíamos dicho nada a nuestras madres, por si no nos dejaban. A la entrada del pueblo, junto a la puerta de la mayordoma, hombres maduros, con sabiduría en sus manos,  construían el ramo con sarmientos y  ramas y lo adornaban con panes y banderas, las mujeres cantaban canciones antiguas y se repartía limonada. En el aire se respiraba alegría y tradición, se celebraba la  vida y la historia.
Desde la casa de la mayordoma  seguimos a la comitiva y pasamos por una calle estrecha donde se repartían cucuruchos de tostones  y un haz de albahaca. Manuel y yo hicimos dos veces cola por lo que llevábamos los bolsillos de los pantalones manchados de cal pero atestados de garbanzos. Todo era júbilo y conmemoración  pero  Manuel se empezó a sentir  mal. Se había atracado de tostones y  había bebido 4 vasos de sangría. Dice el dicho “La limonada no emborracha pero agacha” pero a Manuel directamente le había tumbado. Le acompañé a casa de su tía Francisca, una prima de su padre que vivía  en Garciotún,  y allí subieron la bici a la parte de atrás  de una furgoneta “4 L” y le llevaron a Bayuela. Yo  no me quise ir  pues, a diferencia de Manuel, la sangría me había animado mucho y tenía ganas de bailar y seguir la fiesta. En el arco de entrada de la  iglesia, donde los mozos del pueblo paseaban el pesado ramo haciendo exhibición de su  fuerza, yo también me sentía capaz de acarrearlo.  Las mujeres les animaban con cánticos y palmas y cuando se había llegado al éxtasis  algunas de ellas  rompieron  las  panderetas mostrando que todo había acabado.
Fue entonces fue  cuando me di cuenta de lo  tarde que era, el sol se estaba poniendo y, me tenía que ir enseguida. Para venir habíamos bajado por la carretera, pero pensé que la vuelta sería más rápida por el camino del “Puente Romano”, cuando lo crucé ya era casi de noche . Miré  el agua estancada y oscura que había debajo y recordé la historia  sobre un  niño que  se había ahogado allí  muchos años atrás. Un escalofrío  recorrió todo mi cuerpo, sentí que un miedo profundo   me paralizaba pero ya era tarde para volver  atrás.
Los sonidos de la naturaleza  que de día son tan idílicos y transmiten serenidad, por la noche suenan siniestros y  producen  turbación. Los grillos me hostigaban  con sus chirridos agudos, como si tocaran violines metálicos, las ramas  movían sus  pámpanos con un ademán amenazante y la cadena oxidada de mi bicicleta sonaba a cada pedalada como un gemido.
Cuando subía la cuesta de los Molinos, en mitad del camino, vi  un mastín gigantesco que  venía hacia mí con no muy buenas intenciones, ladrando con un sonido ronco y profundo. En ese momento me vino a la mente  una historia que  me había contado mi padre: Cuando era novio de mi madre, una noche que volvía en bicicleta  hacia Cardiel, vio un lobo  al bajar la cuesta del “Reguero Hondo” y  entonces se puso a pedalear cuesta abajo a toda prisa y cuando pasó a su lado éste no le atacó, al día siguiente aparecieron 4 ovejas muertas en una finca cercana. Pero mi situación era distinta pues yo subía andando la cuesta, empujando mi pesada BH celeste, exhausto por el cansancio y el miedo.  Apenas me quedaba aire en los pulmones, pero sabía que no hay que demostrar temor ante los perros y ni corto ni perezoso me puse a tararear una canción, en ese momento la primera que me salió fue una de los payasos de la tele “Un barquito de cáscara de nuez”. El perro continuó ladrando con grandísima potencia, como el tañido de una campana, podía ver su saliva cayendo entre los colmillos y pensé que iba a devorarme, entonces empecé a cantar a viva voz. Increíblemente el perro  enmudeció y perdió interés en mí y se fue andando con total desdén en otra dirección.
Por fin  pude respirar pero me seguía encontrando en una total oscuridad, en aquella época la corriente eléctrica iba a 125 w y las farolas del pueblo eran mortecinas y apenas refulgían en la noche. Cuando coroné  la cuesta del Cucarabacho, a la altura del caño, vi por fin una luz, era el reloj del campanario, iluminado  en medio de la noche , guiándome a casa como un faro en medio de la tormenta. Estaba salvado.

Llegué a casa empapado en sudor y cansado pero orgulloso de haberlo conseguido. Sentí que había vencido la adversidad como un hombre.  Después de aquella noche ya no volví a tener miedo. Y si alguna vez lo tuve se desvanecía cuando empezaba a tararear:  “Navegar sin temor/ en el mar es lo mejor,/no hay razón de ponerse a temblar./Y si viene negra tempestad/reír y remar y cantar.”