sábado, 14 de septiembre de 2013

ESTACION SUR




En el verano de 1980 cumplía 15 años y por primera vez me dejaron ir solo a Bayuela. Mi padre cogía el "permiso" en Agosto y el mes de Julio se me estaba haciendo muy largo en Madrid así que convencí a mi madre para adelantar mi llegada en una semana al resto de la familia. Cogí el metro hasta la estación de autobuses y a medida que ascendía por las escalerillas mecánicas aumentaba mi excitación: iba a emprender un viaje formidable, no por la distancia, apenas cien kilómetros , sino por lo que suponía pasar de ser un adolescente, que iba con sus padres a todos lados, a ser un adulto con cierta independencia. Además Bayuela representaba para mí la tierra de la promisión y los sueños, imagino que así sería para los primeros colonos América.

La Estación Sur era bulliciosa y antigua como las calles de un bazar oriental. Los viajeros iban y venían a un ritmo constante, con la cadencia del flujo sanguíneo, cargaban con bolsos y tiraban de las maletas que, adornadas con cintas y pegatinas de colores, me recordaban cometas arrastradas por la arena. Mientras esperaba para comprar el billete frente a las taquillas de Castro Bonel vi llegar a la cola a una chica guapísima, me pregunté si cogería mi misma línea. Era morena y tenía una melena larga y brillante que se movía al andar como si una manada de toros corriera por su pelo. Sus ojos rasgados le daban un aire enigmático y muy atractivo. Llevaba vaqueros oscuros y camiseta negra, indumentaria que puso de moda la película Grease y que se convertiría en el traje de princesas de los años 80.

Me dirigí a la dársena enseguida pues quería coger sitio junto a la ventanilla y monté en el coche de línea en cuanto abrieron las puertas. Estuve esperando10 minutos y cuando faltaba poco para la partida subió al autobús la chica de la estación. Sólo quedaban dos sitios libres, uno detrás del conductor a lado de una señora mayor que llevaba un gran bolso sobre las piernas y el otro a mi lado, al final del pasillo. Dudó un instante pero finalmente se dirigió hacia donde yo estaba. Me pareció un guiño del destino ,y si alguien piensa que había un 50 % de posibilidades de que eligiera mi asiento, la siguiente señal fue inequívoca: llevaba en la mano un libro, tenía el dorso marcado por la pegatina de un biblioteca, lo que mostraba que era lectora habitual, cuando vi la portada no me lo podía creer , estaba leyendo el mismo libro que yo "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez .

En cuanto arrancó el coche se puso a leer y yo saqué de mi mochila el ejemplar que me había dejado mi profesora de Literatura para el verano, lo abrí ostentosamente para que lo viera y me puse también a leer. Como llevábamos 20 minutos de viaje y ella no había advertido la coincidencia, o quizá la había pasado por alto, aproveché un frenazo que dio el autobús a su paso por Móstoles para mirar directamente el libro y como si acabara de darme cuenta decirle : ¡Vaya, que casualidad!, ¿Te está gustando?, yo acabo de empezar, ella se sonrió y me dijo: Mucho, no puedes dejar de leerlo, pero dicho esto volvió a enfrascarse en la lectura. Yo sólo llevaba 50 páginas pero miré la página por la que iba y comencé a leer a partir de ahí para seguir su ritmo, iba estropear la gracia del libro pero quería saber lo que ella estaba sintiendo, pensar lo que ella estuviera pensando, sentir de algún modo que estábamos conectados.

En Navalcarnero un atasco más grande de lo habitual nos tenía retenidos y en media hora apenas habíamos avanzado unos cientos de metros. Al pasar por la plaza del pueblo, bajo su pórtico de piedra se guarecía el vendedor del "rico bombón helado", las gentes le llamaban desde el coche y el se acercaba con su nevera a la espalda y les vendía su dulce y refrescante mercancía. Hacía calor, tenía hambre y además vi una ocasión inmejorable para quedar como un caballero, así que le pregunte que si le apetecía un helado, ella me miró sorprendida pero pasado un instante dijo: Vale. Por la ventanilla llamé al vendedor que subió al autobús a darme los helados. Ella se comía el bombón crujiendo con delicadeza la corteza de chocolate y lamiendo la nata con suavidad. Yo, que he sido siempre bastante impetuoso para todo, lo comía a bocados dejando mutilado el helado en cada mordisco. Al final ella se quedó chupando el palo en la boca con una gracia y sensualidad que a mí me volvía loco.

A partir de ese momento comenzamos a charlar, me dijo que iba al Real, pues una amiga suya le había invitado a pasar unos días allí. Yo le expliqué que pasaba el verano en un pueblo que estaba justo antes, en Castillo de Bayuela. Le hablé de las bondades de la región, de la belleza de la sierra y de que algún día me gustaría dejar la ciudad y vivir en el campo, ella me dijo que por nada del mundo viviría en otro sitio que no fuera Madrid. Como vi que por ese lado no tenía mucho futuro le pregunté por sus gustos musicales,
yo le conté que mi grupo favorito era Police pero ella prefería Supertramp.

La Castro Bonel hacía una parada técnica en Escalona, 20 minutos en los que la gente estiraba las piernas y tomaba algo en el bar. En otras ocasiones esta parada me resultaba fastidiosa pues sentía cerca la presencia de Bayuela y suponía prolongar la espera, pero aquel día no me hubiera importado que hubiéramos tenido que quedarnos allí a hacer noche. Le pregunté que si quería conocer el castillo y me ofrecí como cicerón. E
n su privilegiado enclave sobre el Alberche, frente a sus robustas fachadas y almenas altivas quise mostrarle mis conocimientos de Historia y le conté que allí nació el
Infante Don Juan manuel, nieto de Fernando III el Santo, que escribió el Conde Lucanor, y que más tarde el castillo fue destruido por un incendio, ya en época de Álvaro de Luna. Ella no parecía muy sorprendida por que le explicaba así que también le conté que su amplio patio de armas fue utilizado como campo de fútbol durante unos años y que siendo niño estuve allí viendo un partido del CD Castillo, y como ganó 1-2 con un penalti dudoso en los últimos minutos, algunos seguidores tiraron por el terraplén al árbitro, despeñándole como si fuera un vulgar bandido en tiempos de la Edad Media y aunque algunos le persiguieron logró salvarse corriendo cuesta abajo y cruzando el río a nado, en la fría aguas del Invierno. Ella mostró más admiración por este episodio que por los hechos ocurridos en el Medievo. Uno nunca sabe cómo sorprender a una mujer.

Cuando reiniciamos el viaje ya no hubo silencios, como sabiendo que se acercaba el fin del viaje ( y de la relación) no parábamos de contarnos cosas. De Escalona a Nombela le conté que quería ser profesor y ella me dijo que sería escritora. Yo le pregunté por sus sueños y ella me pregunto por mis historias. Por la carretera estrecha y sinuosa que nos llevaba a Nuño Gómez vimos muchos conejos en las cunetas, algunos al vernos huían pero otros se quedaban en la carretera mirando con curiosidad. Hoy día esa es una imagen inédita pues ni los cazadores encuentran uno aunque revuelvan las tripas de la tierra, pero aquellos eran otros tiempos, cuando había peces en los arroyos, mariposas en los campos y lagartos en las piedras.

De camino a Garciotun pasamos por una dehesa con toros bravos y le dije: ¡ Mira qué bonitos!, me encantan .
Ella se abalanzó sobre mi ventanilla para verlos mejor y su cuerpo se pegó al mío con tal intimidad y calor que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no rodearla con mis brazos y besarla. El corazón no dejaba de llamar a la puerta de mi pecho y cuando se despegó estaba tan confuso que no sabía que decir. Para sobreponerme a la emoción que sentía, y también para impresionarla, le conté que yo corría los encierros (aunque no le dije que empezaba la carrera desde el bar de Frutos y que cuando sonaba el tercer cohete ya estaba casi en la plaza).



Entre risas y complicidades llegamos a Bayuela. Cuando el autobús paró en la plaza yo no estaba aun preparado para la despedida así que simplemente cogí mi mochila y le dije: Me ha gustado mucho conocerte. Entonces no había móviles ni e-mail para intercambiar así que sólo me quedó añadir: Espero que volvamos a vernos. Ella me contestó lacónicamente : Lo mismo digo.Cuando el autobús arrancó me quedé en medio de la plaza como atontado, tan quieto y petrificado que parecía la sombra del rollo, entonces ella sacó la cabeza por la ventanilla y gritó: Me llamo Teresa. Yo estaba tan confundido que no reaccioné, la verdad es que habíamos conectado tanto que no nos había hecho falta darnos el nombre.

Pasaron un par de días y el recuerdo de Teresa no me abandonaba, su imagen no se desvanecía sino que, por el contrario se hacía cada vez más intensa, así que cogí mi BH azul celeste (la única de ese color que había en todo el pueblo) y subí al Real para ver si la encontraba. Otras veces paraba en la media legua para descansar y echar un trago, pero aquel día, a rebufo del amor, subía a toda pastilla sin apenas sentarme en el sillín. Cuando terminé la cuesta, frente al Tico- Tico, sin apenas resuello para hablar pregunté a un grupo de chicas pero no la conocían, fui a la piscina, a las escuelas, recorrí todas las calles del pueblo y me senté durante horas en la plaza por si ella pasaba pero no la encontré. Lo mismo hice en días posteriores pero tampoco tuve suerte. Estuve un poco abatido el resto del verano pero quizá fue mejor así para no estropear un bonito recuerdo. Fue una gran historia de amor aunque solo duró 3 horas y 25 minutos.

P.D.

Si por casualidades del destino estás leyendo este artículo, Teresa, sólo quería decirte una cosa: Me llamo Julián.

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