martes, 4 de junio de 2013

CAPÍTULO XVII “Fuego”







 
 
Verano de 1946, tenía 13 años, era una tarde calurosa y soñolienta, las calles, con la boca seca, carraspeaban al pasar los carros, mientras el pueblo callaba y   dormía la siesta. Tumbado en la cama  y aburrido (mi madre me obligaba a estar en la habitación aunque no me durmiera) dejaba  pasar el tiempo hasta que me dieran permiso para salir a jugar. Resignado, miraba por la ventana.

El cielo inmenso tenía un velo oscuro, pensé que era la calima, una especie de tormenta de polvo y arena proveniente de Africa que solía aparecer con el estío, pero había algo  que resultaba extraño. Una especie de nubes negras  se deshilachaban a lo lejos y al mismo tiempo un olor vegetal perfumaba el aire. Escuché voces afuera, primero fue un murmullo,  luego se oyeron gritos, y después no quedó duda, las campanas de la iglesia  empezaron a cabecear enloquecidas mientras decían: ¡Fuego!

 
Me levanté de la cama y fui a la habitación  a buscar a  mi padre, él ya se había percatado de la situación  y luchaba nervioso por subirse  los pantalones, mientras mi madre lloraba. Cada vez que había fuego, mi madre sentía una grandísima angustia, era una mezcla  de temor por lo que les podía pasar a los hombres  y de tristeza por lo que les estaba ocurriendo a los árboles. Ella sentía el mismo apego por el hombre que por la naturaleza, y tenía un sentimiento fraterno y profundo hacia todo lo que la rodeaba ya fueran  perros, flores, rocas o hierbas. Recuerdo que en un viejo  libro suyo de lomos gastados  y hojas antiguas, el Cántico de las criaturas de  San Francisco de Asís,  tenía subrayadas los siguientes versos: “Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento/y por el aire y la nube y el cielo sereno /Alabado seas, mi Señor,/por la hermana nuestra madre tierra,/la cual nos sostiene, da vida y contenta”. Yo he heredado de ella ese  amor parejo  por los hombres  que por  la naturaleza, y me duele igual un incendio que una guerra.

 
Mi padre me dijo que le siguiera y nos fuimos a toda prisa hacia las Callejas, donde se encontraba el incendio. Allí teníamos la huerta donde acababa de comprar un motor diesel para sacar agua del pozo, en el se  había gastado todo el dinero que tenía ahorrado  y aún  más que tuvo que pedir prestado. Aunque lo normal era sacar agua  mediante una noria, este procedimiento era lento y además servía para terrenos llanos o que estuvieran por debajo del pozo, pero él quería poner en explotación una gran extensión de terreno que había por encima cuyo desnivel sólo un motor podía salvar. Había sido una apuesta de futuro, arriesgada para el tradicional  recelo que sienten  los hombres de campo por las novedades y  ahora  todo se podía ir al traste por las llamas.

 
El motor estaba dentro de una caseta con un depósito espigado en forma de chimenea y el fuego se le acercaba ávido de cobrar una nueva presa. Con la única ayuda unos pañuelos mojados en la nariz para defendernos del humo y de unas retamas en las manos para luchar contra las llamas arrostramos sin vacilación alguna el paisaje infernal que nos rodeaba. Varias encinas ardían y las hierbas secas conducían el fuego hacia la caseta  como olas de un  mar homicida, el calor era muy fuerte y la angustia insoportable, mi padre, como poseído,  sacaba cubos de agua a una velocidad endiablada y yo mientras, arrebatado por la flama,  sudoroso por el esfuerzo,  golpeaba con las retamas  a ras de suelo y el fuego  huía como si le dolieran los golpes. Fueron unos minutos de guerra sin cuartel, de lucha cuerpo a cuerpo en la que daba golpes en todas direcciones, como un boxeador borracho, en alguna ocasión pareció estar todo perdido pero finalmente se extinguieron las llamas y durante unos instantes la quietud reinó.

 
Cuando todo pareció estar sofocado mi padre me preguntó si me encontraba bien, yo asentí con la cabeza pues no me quedaba resuello para pronunciar una sola palabra. Él se iba a ayudar a otros lugares donde aún duraba el incendio y me pidió que me quedara vigilando, por si el fuego se reanimaba. Me dijo que echara agua en las hierbas quemadas y tierra encima de los troncos prendidos, me echó un cubo de agua por la cabeza y luego me abrazó. Apoyado contra la pared del motor,  con las manos sucias pero el corazón resplandeciente, con los ojos irritados pero  la mirada orgullosa sentí la satisfacción del deber cumplido y  por primera vez en la vida me sentí un hombre.
 

Con el paso de los años las cosas no han mejorado, todo lo contrario, aunque contamos con más medios (hidroaviones, camiones cisterna, etc)  la realidad es que hay muchísimos más incendios, lamentablemente la  mayoría  intencionados. Antes  casi toda  la gente  vivía en los pueblos y sentían el campo como una parte de su hogar, como una extensión de su vida y no era extraño ver a algún segador que, tomándose un descanso, fumaba un cigarrillo y luego escupía en la mano para apagarlo,  tal era su cuidado y conocimiento. Ahora la mayoría de las personas  viven en la ciudad y allí el campo es tan solo una foto en un folleto de  agencia de viajes y un incendio  algo que ocurre en sus pantallas y no en sus fincas  . Un bosque en llamas es visto como una curiosidad, como un espectáculo, como un capítulo más en la historia de la destrucción del planeta a la que asistimos sin hacer nada.

Este mundo no me gusta, quizá  tendría que venir   un gran fuego que inflamara las conciencias, un incendio general que quemara las malas hierbas en el corazón de los hombres, una quema que arrasara los rastrojos del alma.

 

CAPITULO XVI “Luz”



 
 
Nunca olvidaré aquel verano de 1943: la luz llegó al pueblo.  Cuesta creer, desde la perspectiva actual, que hubiera un tiempo en que la gente pudiera  vivir sin electricidad pues apenas hay un acto en nuestra vida cotidiana que no dependa de este flujo radiante: afeitarse, tomar la comida de la nevera, bajar en el ascensor... pero cuando yo era niño todo era distinto. Entonces, utilizábamos las mismas energías que nuestros antepasados de la prehistoria: la fuerza física o la de los animales para el trabajo y el fuego de una lumbre  para dar calor y cocinar, y en cuanto a la luz tres cuartos de lo mismo.
 
Hace unos cincuenta mil años, el hombre de Cro-Magnon descubrió que una mecha fibrosa alimentada con grasa animal seguía ardiendo después de encendida y  desde entonces se utilizó el mismo principio. Hasta que en el siglo XIX se dispuso de aceite mineral y queroseno, inodoro y de combustión relativamente limpia, se quemaba cualquier materia que resultara barata y se encontrara en abundancia. La grasa animal hedía, y el aceite de pescado producía una llama más brillante, pero también resultaba ofensiva para el olfato. Las lámparas de aceite presentaban además otro problema: las mechas no se autoconsumían, y habían de estirarse regularmente y recortarles los extremos quemados. Recuerdo cuando se iba apagando la mecha del candil que mi madre me decía : hijo, saca la “retorcía” (se llamaba así  porque se hacía de un trozo de lienzo viejo que se retorcía y se empapaba en aceite) , y yo me levantaba muy dispuesto,  pues ella sabía que me encantaba  mangonearlo todo , y si  no encontraba las pinzas , ella tomaba   una horquilla del pelo y me la daba para que lo hiciera.
 

También estaban las velas pero eran más costosas que el candil, las más bastas estaban hechas de sebo, y por tanto eran comestibles (abundan los relatos acerca de soldados que, acosados por el hambre, devoraron sin titubear sus raciones de velas). Las velas de cera eran tres veces más caras que las de sebo, pero  ardían con una llama más viva. Sólo la Iglesia podía permitirse el lujo de los cirios de cera, y la gente muy rica los empleaba para las grandes ocasiones.

 
                Por eso siempre recordaré aquel verano del 43, porque me pareció el fenómeno más asombroso que había contemplado en mi vida. Por primera vez  aquellas  calles, que cuando llegaba la noche se volvían atezadas y tenebrosas, manifestaban, de repente, una belleza insospechada, y surgían fascinantes sombras doradas y siluetas escondidas. Las gentes, aquel día,  sacaron bebidas a las calles, vibraron los vasos y se escucharon canciones, el pueblo entero parecía estar en fiestas. Y aunque aquellas bombillas brillaban todavía con  una  luz tenue, me  parecía que  alumbraban una nueva edad para el hombre. Ahora dudo de que aquel “tiempo nuevo” fuera todo lo bueno que yo esperaba.

 
En la actualidad cuando, en  raras ocasiones,  se marcha la  luz de la casa, quedamos  al principio desconcertados, como si el mundo de repente se parara y también  nosotros quedáramos paralizados, un silencio incontestable se impone por toda la casa y afuera  enmudece la calle. Pero pasados unos instantes, nos vamos poco a poco  acostumbrando a la oscuridad y alguien trae una vela metida en una botella de refresco ( ¿quién tiene en su casa ahora un candelabro o tan siquiera  una simple palmatoria?), se pone encima de la mesa y los miembros de la  familia se van concentrando  en torno a ella,  viniendo de cada rincón. El silencio se va rompiendo y, tras mostrar en primer lugar  contrariedad, alguien  recuerda  alguna historia pasada (quizás de otra ocasión en que se fue la luz), y se crea de repente una inexplicable complicidad. Por primera vez, desde hace mucho tiempo, no hay otra cosa que hacer que hablar y hacerse compañía, sin que la televisión, el ordenador o cualquier otro  aparato distraiga  nuestra atención. Por eso cuando vuelve la luz hay  sentimientos encontrados: alivio porque todo vuelve a estar como siempre (el hombre es un animal de costumbres) pero también cierta tristeza porque se ha roto la magia creada. 

 En esos momentos pienso en todas las cosas que tenemos por necesarias y que realmente no lo son. Creo que estamos asistiendo, sin darnos cuenta,  a la rebelión de los electrodomésticos, creo que han dejado de estar “domesticados”, es decir, de estar al servicio del hombre, para pasar a ser nuestros amos. El hombre se ha convertido en un periférico  (un subordinado) del ordenador y de la televisión: controlan nuestro tiempo, dirigen nuestras vidas, ocupan el lugar preeminente de nuestros hogares (como altares donde sacrificamos nuestro genio). A veces pienso que sería bueno que se produjera un apagón general en el planeta, un colapso de la red eléctrica en las entrañas del mundo,  ¡Qué se apague el motor de las máquinas para que vuelva a brillar el corazón del hombre!. 

CAPITULO XV “El pendiente “




 

Un día de otoño, a media tarde,  estaba yo sentado en los poyos de la plaza, solo y aburrido, pues había terminado pronto las tareas de la escuela y estaba esperando a que llegara mi amigo Manuel para ir a jugar a las “lancheras”. Estas eran un improvisado parque infantil de la época (cuando todavía no sabíamos  qué era un parque infantil), que un día se convertía en un inexpugnable “Fuerte Apache” en medio del Oeste  y otro en una pista de aterrizaje en pleno ataque a “Pearl Harbor”.

La gente, como de costumbre, iba de acá para allá hacia sus obligaciones  diarias pero hicieron un alto al escuchar el sonido tonante del cornetín del alguacil. Luego se fueron congregando a su alrededor mientras  escuchaban el pregón. Aquel día no estaba anunciando nada interesante, por lo menos para un niño de 12 años, pero justo al final  dijo “se ha perdido un pendiente de oro con una perla en forma de lágrima a la hija del señor Ramiro, por el camino de las Callejas, entre las Cruces y el puente de los Pilones. Se gratificará su devolución”. Todos los niños de mi edad escarrancharon sus ojos ante la perspectiva de poder ganar unas pesetas y salieron disparados en su búsqueda.  Aquellos eran años de estrecheces, no había dinero,  y un chaval sólo podía conseguir algunas monedas el día de Reyes o en algún bautizo muy señalado en el que un padrino rumboso tirara algunas perra chicas. Yo también pensaba que era una gran ocasión que me presentaba el destino, pero no para llenar mi pobrísima hucha sino para agradar a la hija de D, Ramiro “el Señorito” por la que bebía los vientos desde que llegó al pueblo unos meses antes. Al parecer el pendiente fue un regalo de su padrino, el Conde de Salvaterra para su décimo cumpleaños y tenía gran valor sentimental (y económico). Como varios muchachos ya habían salido corriendo en su búsqueda por el camino de las Callejas, yo fui a casa a buscar la bicicleta de mi padre para empezar por el final del trayecto y así tener más posibilidades de encontrarlo. Adelanté a dos o tres muchachos que miraban hacia el suelo rebuscando entre las hierbas y luego fui  mirando a uno y otro lado mientras pedaleaba.

 
Mientras seguía avanzando por aquel camino de tierra lleno de baches, que  sorteaba milagrosamente mientras apretaba los dientes y no paraba  de pedalear, me sentía como  el griego Heracles llevando a cabo uno de sus 12 trabajos, un héroe dispuesto a cumplir su destino  labrándose así su propia fortuna.  Una energía que hasta ese momento desconocía  me hacía avanzar en aquella pesada bicicleta de hierro como si fuera a lomos de un ligero corcel. Llegué exhausto al “Puente de los Pilones” y paré sin aliento, desanimado por no haber encontrado el preciado pendiente y fatigado por el esfuerzo. Puse la bicicleta contra el pretil del puente y miré resignado el agua que pasaba debajo,  que formaba allí un remanso antes de continuar su turbulento viaje  hacia el “puente romano”. Entre la desidia y el desencanto tiré una piedra al agua viendo como las ondas dibujaban una diana sobre la superficie. Transcurrido un instante y cuando la superficie volvió a calmarse observé con asombro que en el centro de aquel remolino que yo mismo había creado, justo en el fondo, parecía brillar algo blanco y dorado. Quizá solo fuese una piedrecita más en el cauce del arroyo  pero me acerqué más y miré atentamente. Quedé  atónito  pues creí descubrir el pendiente y sin perder un instante me quité las alpargatas, me remangué los pantalones y me metí en las aguas frías  del arroyo. Efectivamente allí estaba el pendiente, no podía creer en mi suerte. La señorita Alicia seguramente se habría inclinado a ver las aguas del arroyo, igual que había hecho yo, y se le habría caído sin darse cuenta. El destino se había conjurado para que yo lo encontrara, era una señal que quería decir algo, un golpe de suerte que solo podía indicar una  cosa: ¿y si ella había visto también en mí, entre tanto pedrusco, algo brillante y especial?
 

Cogí la bicicleta y salí disparado hacía el hotel, la casa  de Don Ramiro. Cuando llegué toqué impaciente la campanilla que había a la entrada y al poco rato salió una criada a abrirme la puerta. Le expliqué el motivo de mi visita y que quería ver a la señorita Alicia para entregarle el pendiente, ella  me dijo que esperara un momento y cerró tras de si la puerta. En el umbral de aquella noble casa de piedra pulida  y ladrillo, tan diferente de las otras casas del pueblo, hechas de adobe y  enjalbegadas (como una  vieja solterona que  va siempre maquillada para ocultar su decadencia), yo estaba inquieto  y mi espíritu agitado pero intenté adoptar una postura  distinguida y firme, las piernas abiertas en compás,  un brazo estirado pegado al cuerpo y  el otro  flexionado agarrándole firmemente , como había visto hacer a John Wayne en “La legión invencible”.  Ya imaginaba sus ojos profundos que me brillaban y sus labios finos esbozando una sonrisa en agradecimiento a mi hazaña. Ya fantaseaba pensando en  que me cogería de la mano y me invitaría a pasar.
 

Se me hizo eterno el tiempo que estuve esperando, pero al fin se abrió la puerta y ví que salía alguien ( mi corazón también intentaba abrir una puerta para salirse del pecho), pero quedé totalmente defraudado al ver que era su madre que lucía un gesto serio en la cara subrayado por una mirada altiva. Sin ni siquiera darme las gracias me dijo que le entregara el pendiente y me extendió  un billete de 5 pesetas. Le insistí en que me gustaría dárselo personalmente a Alicia, pero me contestó con un tono agrio y desabrido “tu no tienes nada que hablar con ella”. Sin comprender muy bien su actitud le entregué el pendiente y rechacé el billete. Descorazonado  y  humillado  monté en la bici y  salí velozmente de allí, cuesta abajo, a toda velocidad, mientras el viento  golpeaba mis ojos esparciendo las lágrimas por el aire y cayendo luego al suelo como lluvia de  tristeza. 
 

Alguna vez, en momentos de apuro, me arrepentí de no haber cogido aquel billete, fortuna esquiva,   pero luego siempre me reconfortaba pensar que aquel día no puse precio a mi orgullo ni  vendí mi dignidad.

 

CAPÍTULO XIV “Tierra”




“Tierra” era una perra canela y sola que  se encontró mi padre un día  en la carretera de Cardiel. Era pequeña y algo feúcha pero tenía una mirada tan dulce y profunda que le hacía parecer humana. Debía llevar varios días perdidas pues estaba delgada y sucia, posiblemente se despistó de su antiguo dueño   o, quizá, algún cazador desalmado  la había abandonado porque no cazaba como antes.


Desde el principio  supo granjearse el cariño de todos, sobre todo el de mi madre que desde que la vio, tan  triste y necesitada, le ganó el corazón y convenció a mi padre para que la dejara en  casa. Del mismo modo  “Tierra” mostró también hacia mi madre toda su predilección y siempre estaba a su lado, con el agradecimiento de un naufrago rescatado  por un barco, con  la fidelidad de   un cautivo liberado por los mercedarios, y es que,  además, ambas se parecían mucho , las dos  eran sabias y buenas.
 

Si en casa “Tierra” era la sombra de mi madre, pues la seguía a todas partes y la escoltaba inalterable  mientras vigilaba el puchero en la lumbre o colgaba la ropa en el patio, en la calle “Tierra” era mi camarada inquebrantable, mi compañera de juegos y paseos... mía y  de cualquiera que tuviera la intención de salir a dar un paseo,  y así,  cuando mi hermano cogía las lecheras para llevar la leche a Don Claudio, el farmaceútico , o la pequeña Lucía se peinaba antes de salir a jugar a la plazuela, ella ponía las orejas listas y movía el rabillo como si fuera una hélice, como si de la alegría en cualquier instante se pudiera echar a volar  (podría asegurar que alguna vez  llegó a  despegar un palmo del suelo).
 

Resulta curioso que con lo que le gustaba corretear por las calles  y husmear por el campo, sólo lo hiciera cuando iba con uno de nosotros y nunca en solitario, como si necesitara de un cómplice que admirara sus piruetas y riera sus gracias, o quizás, porque temiera que si un día salía sola no encontrara a nadie al volver y de nuevo se convirtiera en una perra abandonada y sola.
 

Dicen que los gatos, al observar como su amo les mima,  cuida y alimenta piensan: “Debo ser un Dios, pues tan bien me tratan”, mientras que los perros al tener esas mismas atenciones piensan : “Mi amo debe ser un Dios, pues todo se lo debo a su providencia”. Sólo quién ha tenido  un perro puede comprender en toda su extensión esta verdad. Basta una mirada, un gesto,  para que conozcan tu estado de ánimo, para que solícitos atiendan tus deseos, haciéndote sentir  tan necesario, tan importante,  como nunca una persona lo puede lograr. Si los ángeles de la guarda  tuvieran que reencarnarse en algún ser de la creación seguro que lo harían en perro.

CAPITULO XIII "Las cartas"






    

                La  vida es como el mus. Así es, Dios baraja y da las  cartas, mejores o peores, pero  tú eres quien las juega. A veces crees que son buenas pero otro te gana por la mano, mas en otras ocasiones son mediocres y sin embargo te son favorables por estar en el lugar justo en el momento adecuado. En el mus, como en la realidad, nada es lo que parece y si en la vida diaria ,a menudo, decimos una cosa y pensamos otra, aquí hay un peligro añadido: el pensamiento  puede manifestarse en forma de guiño o de mueca. Pero ,sobre todas las cosas, el mus nos muestra el poder de la amistad:  la victoria nunca se consigue solo.

 
                La vida es como el mus y el destino a veces reparte los naipes con muy mala hostia. ¡Qué soberbia la de quienes desprecian a otros ,que tuvieron menos suerte, envanecidos por sus actos!. Como dijo el poeta: “Nadie escapa a la determinación de los astros/ confiados a su esfuerzo,/ni su sentencia azul borrarse puede,/ tan sólo esperar clemencia de las nubes/ que la oculten con su sombra./ Naturaleza ardiente que deslumbra mientras muere,/ esa es la suerte de los elegidos.”


                Y yo, en aquel momento, en las postrimerías de la infancia, presto a adentrarme por  el pórtico de la vida, comencé a sentir que tenía una partida que jugar. Ahora, llegando a los setenta ,sólo espero el recuento de las bazas.


                Fue mi padre quién me enseñó a jugar las cartas. Un día, que venía de Talavera de vender unos chotos, yo, como otras veces, le esperaba en la cuesta del enebrillo. Como eran pocas las ocasiones en que se iba a la ciudad, aprovechaba para comprar algunas cosas que  necesitaba mi madre y casi siempre me traía algo a mí también, aunque en los últimos tiempos era mi hermano pequeño el agraciado. Mi padre me decía que yo ya era un hombre, pero esto a mí no me convencía, aunque intuía que cuando mi hermanita Sofía, que ahora sólo contaba  un año, creciera un poco, mi hermano Mario también pasaría al club de los desheredados.

 
                Le vi de lejos, montado en su yegua torda, con el paso alegre y bamboleante que ella tenía. Agité mis brazos como en un remolino , y me contestó haciendo un gesto con la cabeza, adusto, así era él. Corrí a su encuentro, y al llegar a su altura le pregunté:

                -“¡Hola padre!, ¿Qué me has traido?”,Sin bajarse de la yegua, me aupó a la grupa  y me sentó con una pierna por cada lado de la silla, a esparranjones como los hombres.

                -“No sabes hacer nada más que pedir, galopo. ¿A que llevas aquí toda la tarde esperándome en lugar de ayudar a tu madre?. ¡Ay, te está criando como un acebuche!”. Me reconvino en un tono cariñoso.

                -“Que no padre, he cerrado a la vaca que va a parir en la portalera, luego he ido a echar de comer a las gallinas y he llevado los huevos a madre.”

                -“Vale , vale, muy bien. Anda toma”. Y sacó del bolsillo interior de su chaqueta  un pequeño paquetillo envuelto en papel de estraza. Lo desenvolví nervioso y grité alborozado:

                -“¡Una baraja de cartas!, gracias padre ... ¡Una baraja de cartas!.

                -“¿ Qué, te gusta?”.

                -“ Claro que sí, bien lo sabes, padre”.

                Y es que llevaba una semana mareándole para que me enseñara a jugar a las cartas. El Domingo anterior estuvo jugando en casa con unos amigos, a mi padre no le gustaba  jugar en el bar, y  yo estuve viéndole durante dos horas, muy atentamente, pero sin entender lo más mínimo. Cualquier juego para el no iniciado, no sólo para un niño, resulta bastante incompresible, como el que oye un idioma extranjero, pero cuando además se trata del mus a ese idioma necesita de  la cábala. Así, en cuanto llegamos a casa, le arrastré de la mano hasta la mesa, y le senté para que me enseñara.

                -“Bien hijo, antes que nada quiero que sepas que las cartas deben servir para pasarlo bien con los amigos, y no estos para poder jugar a las cartas, hay gente que hace raros compañeros de camino en las mesas de juego”. Mi padre, utilizando conceptos de nuestro tiempo,  quería decirme que las cartas deben ser un medio y no un fin. “ Y sobre todo tienes que ser prudente cuando ganes y digno cuando pierdas. Hay un refrán que dice "En la mesa y en el juego se conoce al caballero", aunque, a decir verdad, a la mayor parte de las personas que he conocido con muy buenos modales en la mesa,  luego no se portan muy bien con el prójimo”.

                Mi padre me estaba dando realmente una lección sobre la vida que he intentado cumplir siempre. Y si alguna vez en la derrota no fui del todo amigable, siempre fui discreto en la victoria. Pero no eran esas las explicaciones que un niño quería oír, sino que me interesaban más las cuestiones prácticas del juego. Con paciencia, el resto de la tarde, hasta la cena, estuvo explicándome el valor de las cartas en el tute, el cual no me fue difícil de comprender, al fin y al cabo no eran mas que un reflejo de la sociedad, con una jerarquía estricta y cerrada  a la que había que respetar. Por la noche intenté enseñar a mi hermano Mario lo que había aprendido, pero él pobre tenía sólo siete años y únicamente logramos jugar a los montones.

 
                Hoy, los viejos pasan la mayor parte de su tiempo sobre un tapete. Se diría que las cartas están hechas a nuestra medida. Yo, sin embargo, ya apenas juego, me parece perder un tiempo precioso en algo que no lleva a un sitio concreto. Las cartas te distraen, efectivamente, pero yo ahora no quiero distraerme, al contrario, quiero concentrarme., quiero poner toda mi atención en  aquellas cosas ,que por una razón u otra, no hice a lo largo de la vida. Cuando era joven, bien es verdad, me encantaba jugar, pero entonces (¡Qué ufano es el hombre!) la vida parecía larguísima y había que buscar algo con que matar el tiempo, cómo iba a saber que es el tiempo quién te mata a ti.

 

 

CAPÍTULO XII “El hotel”



 
                El hotel es como se conocía en el pueblo a la casa de campo del señorito. Estaba a las afueras, en la media legua, lugar que recibía su nombre de la distancia a la que se encontraba del pueblo, y que coincidía con un cruce de caminos en el cordel. El cordel era una de esas vías centenarias  que se utilizaban desde siempre, desde los tiempos de la Mesta , para conducir al ganado ovino, al llegar el verano, desde Extremadura y la Mancha , ya sedientas, hasta los pastos de montazgo de León y el norte de Castilla. Recuerdo aquellos inmensos rebaños, cubiertos de polvo y desidia, parsimoniosos, como ejércitos vencidos en busca del destierro. No sé por qué , pero las ovejas siempre me han transmitido una profunda tristeza, como si, resignadas, se dirigieran a un destino que supieran terrible pero al mismo tiempo insoslayable; mientras que con las vacas me ocurre lo contrario,  al verlas moviendo el rabo con descuido y relamiéndose gustosas, diría que van siempre de excursión.
 
                El hotel era una construcción de tres plantas, la única de esa altura en el pueblo, pues el resto , a lo sumo, contaba con planta baja  y pajar. También se diferenciaba en su aspecto exterior, frente a las acostumbradas casas encaladas que ocultaban muros de pedruscos y adobe, esta se adornaba con un zócalo de piedras perfectamente cortadas y una pared de ladrillos pequeños y uniformes, que sobresalían escalonadamente entorno a las ventanas formando una especie de dosel, como los que enmarcan  las imágenes en el retablo de la iglesia. Y su cubierta no era la tradicional de tejas de barro cocido, parduzcas y terrosas, que había que  restituir  con el tiempo y que tantas veces fueron pista de pruebas para gorriones inexpertos, sino un tejado biselado con una teja de pizarra plana y perfilada que siempre ví en inmejorable estado.

                Pero tanto como el tamaño de la casa, lo que llamaba la atención era el sólido y alto muro que la rodeaba, que ni el más alto de los mozos brincando llegaba a ver lo que ocurría dentro. De este modo, dicho muro parecía guardar un mundo secreto, con una vida  distinta, reservada a unos pocos que hacía del hotel un lugar enigmático y exclusivo.

                El  señorito   en realidad  todo un señor, de nombre D. Antonio Macera Vinuesa, casado y  con cinco hijos, seguía recibiendo este apelativo por costumbre de su época de soltero, cuando más tiempo pasó en la casa de campo, y más famosas fueron sus correrías . Yo no le había visto nunca, apenas venía, y cuando lo hacía era para dar una batida con sus perros por sus vastas pertenencias, de más de doscientas hectáreas, y volver en el mismo día a  Madrid ; sin embargo había oído contar innumerables historias sobre él. Sabía, por ejemplo, que, cuando él vivió en el hotel, ninguna chica del pueblo quería servir en su casa, sobre todo las  bien parecidas, pues el señorito las perseguía sin tregua, por todas las habitaciones, intentando conseguir sus  favores. Al parecer aprovechaba el momento en que estas componían la cama, golpeando con todo su empeño el colchón  para desapelmazar y repartir la lana, y entonces, cuando las veía agotadas por el esfuerzo, las acometía por detrás haciendo presa fácil, como el azor  al conejo, que se lanza a su caza cuando este ya está exhausto de correr por el monte. Mas cuando el señorito faltaba no se puede decir que las criadas sintieran alivio, quedaba un peligro mayor aún: los caprichos vehementes de su madre.

                Doña Leonor era famosa por su desprecio hacia la servidumbre, a la que sometía a un estricto ceremonial,  propio de una corte bizantina. Toda actividad en el que ella estuviera presente, hasta la más cotidiana, debía seguir un ritual  estricto, en el que cada paso estaba supeditado a su asentimiento. Fue muy comentado el día en que, como acostumbraba, pidió el desayuno en la cama;  la criada, entrando en la habitación con la bandeja, se quedó firme en el umbral, con el hieratismo de una estatua oferente,  esperando su señal, Doña Leonor, como si no hubiera advertido su presencia, cogió un libro que tenía encima de la mesilla y comenzó a leerlo. La pobre muchacha se quedó ahí parada, atónita, sin atreverse a mover un solo músculo, por nada del mundo quería  importunar a su señora; pero el tiempo fue pasando y aquella bandeja, que apenas tenía unas pocas piezas de cerámica y unos bollos tiernos, parecía pesar como un costal de trigo. Más aún pesaba la indiferencia que estaba sufriendo y cuyo fin no comprendía, y así, habiendo pasado dos horas en la misma posición, cayó desmayada con gran estruendo. Al día siguiente fue despedida por haber malogrado una vajilla, que además de costosa,  tenía en gran estima  la señora.

                 De este modo no es de extrañar que Doña Leonor tuviera problemas para encontrar servidumbre, y es por ello que utilizaba un sistema casi feudal para reclutar nuevas chicas: buscaba a las hijas de sus aparceros bajo amenazas de quitarles las tierras si no accedían a servirla. Se dio el caso de que una de ellas tuvo que aplazar su boda, de la que ya se habían hecho  incluso las amonestaciones en la iglesia, porque la señora se encaprichó con ella.  

                En el lugar donde habían sucedido cosas como estas, en ese mundo que, como una moneda, tenía dos caras, y en cuyo estrecho canto, como en la cuerda floja, habían quedado muchas familias tras la guerra civil,  era en el que iba yo a penetrar por primera vez en la vida.

                Por lo que me había contado Manuel, teníamos que ayudar a su padre a descargar una camioneta llena de cajas, maletas y demás enseres que llegarían esa misma tarde. Al parecer la mujer  de D. Anto                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                ra severo, con un traje negro de corte sobrio aunque no exento de cierta vanidad como demostraban las puñetas  de encaje que asomaban  orgullosas por la bocamanga. Entramos por el portal cargados de bultos, siguiendo a la mujer de negro que nos conducía a las habitaciones en donde debíamos dejarlos. Atravesamos  el hall y un gran salón,  los muebles, tapados con sábanas, daban a la casa la apariencia de un cementerio de elefantes. Subimos las escaleras y ella se detuvo ante una habitación llamando a la puerta. Pasados unos instantes podría pensarse que allí no había nadie, pero la mujer esperó ceremoniosamente, sin mostrar un ápice de duda o impaciencia. Así estuvimos un buen tiempo, Manuel y yo nos mirábamos sin comprender, hasta que por fin se abrió la puerta y apareció una señora de unos 50 años, aunque quizá por sus ojos apagados  y movimientos lánguidos aparentaba más.

                -“¿Qué quieres   Ofelia?”

                - “¿Dónde desea la señora que pongamos estas cosas?”

                -“No sé, no sé, dispón de todo como creas más conveniente” Y diciendo esto con un tono fatigoso volvió a cerrar la puerta, su apariencia era  de un cansancio eterno.

                Seguimos a la señora de negro, llamada Ofelia, que dedujimos era la ama de llaves o algo similar por la familiaridad y confianza con que le había hablado la que parecía ser la señora de la casa. Al finalizar el pasillo señaló una habitación indicándole a Manuel que dejara ahí las cosas, a mí,  abriendo, otra puerta, me dijo:

                -“Y tú mételas ahí”.

                Entré en la habitación mirando al suelo y haciendo un último esfuerzo, pues llevaba un buen rato cargado y estaba deseando soltar las maletas, mas cuando levanté la cabeza para ver donde las dejaba, miré hacia la ventana y se me cayeron de repente  de las manos . Allí estaba, ella,  frágil como  una madonna  de Fray Angélico, enmarcada por el cristal como pan de oro. Aquella niña ,la misma que  por vez primera vi esa misma mañana, miraba distraída hacia fuera y al oírme se volvió. Me observó con cierta sorpresa, pero no me dijo nada; yo , que me quedé como alelado, tampoco dije nada. Así estuvimos unos instantes, reconociéndonos con la mirada. Sentí que la conocía de toda la vida, era esa misma sensación de reconocer un lugar en el que nunca antes has estado  pero que quizá conociste en sueños. Notaba una formidable familiaridad en su apostura , como la geografía de una tierra , quizá olvidada, pero cuyo mapa hubiera quedado grabado en lo más profundo. Estaba en pleno ensimismamiento cuando fui devuelto a la realidad por la voz de  Manuel que entró en la habitación y  espetó:

                -“¡Vamos hombre que nos están esperando abajo!

                Salí de la habitación y bajé las escaleras siguiendo a Manuel. Continuamos descargando la camioneta durante al menos una hora, pero ese día ya no la volví a ver. Quise preguntarle cómo se llamaba. Quise preguntarle lo qué hacía. Quise quererla para siempre.

 

 

CAPÍTULO XI “Manuel”


 
 

                En la hora del recreo maquinaba la forma de volver a verla. Podría haber escalado fácilmente la valla de ladrillos, pues cada vez que se nos colaba un balón ,cuando jugábamos después de las clases, solía hacerlo con gran facilidad, pero ahora D. Amadeo merodeaba por el patio y nos tenía totalmente prohibido  perturbar  la paz del lado femenino, como si para nosotros fuera  la cara oculta de la luna . Sin embargo cuando era más pequeño, en los primeros cursos, si te portabas mal, ¡Qué ironía!, te castigaban al recreo de las chicas. Para algunos compañeros esto suponía un verdadero tormento,  volvían con la cabeza agachada y la mirada huidiza, algunos avergonzados por lo que suponían una degradación, otros lunáticos, como si vinieran de otro planeta. Nada de esto se identificaba conmigo; las veces que fui "deportado" me pareció una experiencia reveladora, la armonía lo presidía todo: los cantos rítmicos que guardaban una perfecta proporción entre el tiempo de un movimiento de la comba y el siguiente, el vuelo de la cuerda envolviendo sus cuerpos como una burbuja, la amplitud de sus faldas al saltar descubriéndome sensaciones desconocidas.
 

      Permanecía embebido en estas cavilaciones cuando me devolvió a la realidad la voz de mi amigo  Manuel: ¡Eh Juan! ¡Juan! ¡Venga vamos! ¡Tenemos partido!.

      Pero yo no me encontraba con ganas, y ni tan siquiera le respondí.

                - ¡Juan! ¿No me oyes? ¡Que tenemos partido!

      Y decía esto extrañado de que no reaccionara, como si fuera inapelable que ante un partido de fútbol no hubiera nada más importante de que ocuparse,  de hecho yo era de esa misma opinión, pero en ese momento no podía pensar en otra cosa y le dije:

                - Juega tu, a mi no me apetece.

                - Vamos, ¿Qué te pasa que estás tan mustio?, cuéntame.

      Y diciendo esto pegó un extraordinario boleón a la pelota que llevaba entre las manos, con un desdén  que demostraba a los que le esperaban que no contaran con él (y a mí que, a veces ,hay cosas más importantes que un partido de fútbol).

 
                Manuel tenía trece años, uno más que yo,  lo suficiente a esa edad para que  mediara entre ambos una gran diferencia. Me sacaba algo más de un palmo, sus mejillas se ensombrecían por una incipiente pelusilla y se podía observar una  clara protuberancia en su garganta  lo que coincidió en el tiempo con una tonalidad más grave en su voz, a veces interferida por una nota falsa y aguda que  producía gran regocijo en mi y no pequeño enfado en él. Se habían producido también, según me confesó un día, otros cambios  no tan  visibles y cuyo conocimiento me produjo zozobra y cierta ansiedad ante el futuro inminente y apasionante que me esperaba.

 
                 Nos hicimos amigos cinco años atrás, lo que a nuestra edad era toda una vida, cuando llegó a mi clase como repetidor ,a principio de curso . No es que fuera holgazán o  mal estudiante, más al contrario poseía una  inteligencia despierta y una capacidad asombrosa para acometer con éxito cualquier tarea que se propusiese, pero se había ausentado durante la mayor parte de aquel curso  y decidieron que debía volver a empezarlo. Su padre, que era pastor, consideró que  tenía ya la edad necesaria para  aprender a cuidar las ovejas ( al menos él  había empezado con sus mismos años)y  así podría ayudarle, cuando fuera menester, con las más de doscientas cabezas que tenía a su cargo.                                                                                                                                                                        

 
                No es que su padre no deseara lo mejor para él, al contrario ,Manuel era lo más importante en su vida, más aún , la única cosa que tenía, por ello quería prepararle para la vida, darle un oficio por si algo le ocurriera .Su madre les había abandonado siendo él muy pequeño, según dicen marchó a Madrid con un funcionario de abastos que, años atrás, había estado encargado de la administración  y vigilancia de los silos de Bayuela y del resto de la sierra de San Vicente. Al parecer ella, que había nacido y vivido en Madrid toda su vida, tenía familia en el pueblo, y en una de sus visitas a estos parientes, con motivo de las fiestas patronales, conoció a Felipe, el padre de Manuel. Era un hombre robusto y de constitución vigorosa, pero no exento de cierto porte, pese a estar gran parte del tiempo entre ganado, se mostraba muy educado en el trato personal y además era un bailarín aceptable, y así fue que se enamoraron y al poco tiempo se anunciaron los esponsales. Pero, muy pronto, la poesía de la vida campestre y el ambiente bucólico que ella creyó encontrar a su lado se esfumó, y entonces se sintió asfixiada, sola en casa la mayor parte del tiempo, alejada de las novedades y el bullicio de la capital.

 
                De este modo, Manuel, creció en un ambiente espartano, valiéndoselas por sí mismo desde muy pronto, haciendo las tareas del hogar y ayudando a su padre en lo que podía, con una camaradería que yo envidiaba. Acostumbrado a vivir sin la presencia de mujeres, consideraba su sensibilidad y ternura como debilidad, y sentía un rechazo visceral hacia ellas que, sin duda, había heredado de su padre, aunque  ellos nunca hablaban del tema. Por eso yo no le conté que me pasaba, no quería demostrarle mi flaqueza de ánimo ante el afecto y los sentimientos y mucho menos si estos eran debidos a un miembro del sexo femenino.  Así que le dije:

-  "Nada, no me pasa nada, solamente que estoy harto de tener que estar todo el día en la escuela". Lo cual tampoco era mentira.

- "Yo también estoy harto, pero no tendré que aguantar mucho, mi padre me ha prometido que, cuando cumpla dieciséis, me dejará ir a trabajar a Argentina. Un tío mío tiene un almacén  de herramientas  en Mar del Plata y, según dice en sus cartas, el negocio va en aumento y hay grandes oportunidades de ganar dinero. Se están levantando numerosas haciendas, llegan inmigrantes de todas partes.".

- " Y ¿No te dará pena dejar España?, ¿No vas a echar de menos salir con tu padre a cazar conejos? ".                                                

-" ¡Qué va! todo lo contrario, aquí sólo hay caza menor, allí ,según afirma mi tío, se puede cazar desde un jaguar a un puma, pero también chinchillas, zorros y nutrias".  Y diciendo esto se sonreía, porque él sabía que  no me refería a eso, y así estuvo en silencio unos segundos y , ya en serio, dijo:

- "Mira Juan, yo quiero que algún día nadie tenga que mandarme, que la tierra en que pise  y los animales que en ella pasten  me pertenezcan también. No quiero que me ocurra como a mi padre que pasa el año entero cuidando de las ovejas del señorito, guardándolas del peligro de lobos y furtivos para que, luego, este llegue a principios de Junio, con una cuadrilla de esquiladores,  y se lleve la lana como si estuviera allí milagrosamente, ignorando a mi padre, como si el no hubiera  tenido nada que ver con todo aquello”.
 

                Siempre me admiraba  la decisión que demostraba  Manuel, pero en esta ocasión sobrepasaba toda mi capacidad de asombro, nada más y nada menos que cruzar el océano hacia otro mundo . Yo ,que sentía verdadera excitación cuando iba Talavera con mi padre, al mercado de ganado, feliz entre el barullo de gentes y el rumor de sus voces que se confundían en una especie de letanía del trapicheo, extasiado ante los anaqueles repletos de las tiendas y comercios de la calle San Francisco. Por no hablar de Madrid, donde no estuve hasta algún año más tarde, y que en mi imaginación se elevaba como una nueva Babilonia, un edén de la modernidad y el porvenir, donde crecía el árbol  del bien y del mal,  (según oíamos en la radio  allí  se encontraba  lo que de mejor y peor hay en el hombre: las ceremonias más solemnes y los asesinatos más atroces).  Ahora produce sonrojo pensar en que los apenas cien kilómetros que la separan de Bayuela ,cubiertos en la actualidad en poco más de una hora, eran entonces una especie de viaje en el tiempo, un salto en la historia que llevaba  desde una economía rural, casi del neolítico, a una civilización urbana que vivía, aunque con retraso, su incorporación a la revolución industrial.

 
- "Y entonces, ¿No volveremos a vernos?". Le pregunté.

- "¡Cómo que no! , esta misma tarde . Me tienes que acompañar y nada más y nada menos que al hotel, tenemos  que ir a ayudar a mi padre”

- "¡Vale ya!, siempre te tomas a broma lo que te digo"

- "No hombre Juan, no te enfades, claro que volveremos a vernos. En cuanto haya ganado el suficiente dinero  volveré, y tu me ayudarás a hacer todo lo que tengo pensado. Bueno dejémoslo ya, y ahora ¿Vendrás conmigo esta tarde sí o no?, siempre has querido ver por dentro el hotel."

- “Sí, iré, iré”.