lunes, 8 de julio de 2013

Héroes



Los niños  admiran a los héroes de los cómics y el cine pues realizan  hazañas prodigiosas, proezas extraordinarias, pero para ello cuentan con grandes superpoderes: algunos vuelan, otros tienen una fuerza inconmensurable y en general todos  poseen un don sin igual.  Yo  admiro a otro tipo de héroes que  tienen  mucho más mérito pues realizan grandes hechos sin tener ningún   poder sobrehumano,  es más  carecen de habilidades que son normales para la mayoría de nosotros: me refiero a los hombres y mujeres que cruzan el mar sin saber nadar, que llegan a un país sin conocer la tierra y que se dirigen a otros hombres sin saber su lengua, me refiero a los emigrantes. También los españoles fuimos héroes que abandonaron su hogar y buscaron un lugar de promisión,   y no me refiero a la época de los Grandes Descubrimientos, que también, sino a los que en  los años 40, 50 y 60  iniciamos  un gran éxodo   hacia otros países. Pero si los conquistadores españoles cruzaron el océano en carabelas  en busca de aventura y riqueza, los héroes de la actualidad  lo hacen en pateras y cayucos y    tan sólo pretenden  seguridad y un trozo de pan. Si  aquellos  perseguían el “Nuevo Mundo” estos  buscan tan sólo un mundo nuevo. 

 En 1953, cuando acabé la mili, también yo quise buscar un mundo nuevo para mí y  decidí que no volvería al pueblo.  Aunque amaba Bayuela con todas mis fuerzas no regresaría para trabajar  en el campo donde sólo me esperaba  una vida precaria y dura. Decidí marcharme de España durante algunos años y  conseguir el dinero necesario  para cambiar el rumbo  de  mi  vida, todavía no sabía cual era mi destino, pero era joven  y decidido y pensaba que se me presentaría alguna oportunidad, solo tenía que estar preparado. Emigré a Alemania, a la ciudad de Heidelberg, donde un amigo del pueblo me había conseguido un trabajo en una de las muchas imprentas que había en  la ciudad, allí se encontraba la universidad más antigua de Alemania y casi desde los tiempos de Gütenberg se venían  editando libros. 

Durante los primeros meses me sentía extraño, desarraigado, como un desterrado sin falta, como un  proscrito sin culpa. Paseaba por las calles de Heidelberg como si   fuera un fantasma y sus casas  tan sólo un decorado sombrío, sin interesarme nada de lo que me rodeaba ni importarme nada de lo que ocurría, y eso que era una ciudad maravillosa y romántica llena de vida y energía. Su belleza  se percibía perfectamente desde un  paseo  que se extiende a la otra parte del río Neckar llamado la ruta de los filósofos,   desde allí contemplé en numerosas ocasiones  la magnífica vista de la ciudad, en el mismo lugar donde, mucho antes que yo,  numerosos artistas, escritores y poetas, Goethe entre ellos, se habían rendido a su hermosura. Desde aquel paraje se percibía la magnífica ubicación que la naturaleza dio a esta ciudad y que en cierto sentido  me recordaba a Toledo. Emplazada en  un   promontorio estaba adornada por las murallas del castillo  y  abrazada por el río Neckar, cuya aguas cruzaba  un puente de airosas arcadas, la ciudad  parecía una joya engarzada en la corriente.  

Pero yo en los primeros meses no disfruté de la ciudad, ni de la experiencia de conocer otra cultura y otras gentes,  mi  mente estaba desconcertada y no sabía a que atenerse pues aunque mi cuerpo estaba allí, mi corazón  se encontraba muy lejos, ondeando en algún lugar de Bayuela, desolado y triste, como una bandera a media asta. Deambulaba por Heidelberg y aunque sus calles, repletas de  tiendas,  restaurantes y librerías de ocasión estaban  pobladas de    estudiantes alegres y amables comerciantes yo me encontraba terriblemente solo y fuera de sitio. Me aparté del flujo de la calle principal, la HauptStrasse, que era peatonal y estaba llena de gente, y alejándome del bullicio pasé por delante de  la Iglesia católica del Santo Espirito, con su  portada barroca soberbia y su altivo campanario. Escuché la música sosegada y dulce de un órgano y seducido por su melodía entré en el recinto. Allí, por primera vez  desde que llegué a Alemania, me  sentí  confiado y seguro, me sentí  protegido por aquellos altos muros y aquellas iluminadas vidrieras, al fin y al cabo todas las iglesias tienen un aire familiar, con semejantes imágenes y parecidos símbolos. Me pareció que iban a empezar los oficios así que me senté. No entendía las palabras pero conocía el ritual, así que me deje llevar por la corriente tranquilizadora del sermón. El hombre es un animal de costumbres y necesita del protocolo para  sentirse seguro, requiere de la liturgia para creer que lo efímero es eterno y que algo de nuestra vida insignificante  durará para siempre. Además  estaba la música, que es la lengua universal del alma, el idioma del espíritu,  no me hacía falta entender el alemán, comprendía lo que se decía.

 Después de un año allí  llegaron las vacaciones de navidad. Algunos compatriotas marcharon a España para pasar  aquellas fechas y ver a la familia, me animaron a que les acompañara pero  yo no quise, sabía que si me iba no volvería.  En la Casa de España  aquella nochevieja, embriagado por el vino tinto y la nostalgia,  sentí una  tristeza infinita. La orquesta tocaba un pasodoble y la gente  bailaba animada pero mientras mis ojos se afligían. Si en la verbena del pueblo  aquella música me sabía  a optimismo y felicidad ahora, fuera de España, tenía un sabor extremadamente amargo. Debería estar prohibido tocar pasodobles en el extranjero pues se convierten en  el himno  de la melancolía, en  la banda sonora de la añoranza.

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