Cuando era pequeño, mi madre decía que yo era el niño más
guapo del mundo y yo lo creí pues ella nunca mentía, pero cuando en 3º de
EGB las niñas de mi clase votaron que el
niño más guapo del curso era Raul Galíndez me llevé una gran decepción. Mi
padre, para consolarme me dijo: “Un
hombre vino al pueblo vendiendo gustos y nadie le compró ninguno porque todos tenían ya el suyo”. Me
quería decir que el concepto de belleza era una cosa subjetiva, pero yo sabía
que no era así. Poco después me enteré
de que los Reyes Magos eran los padres, así que abandoné la niñez con la
inocencia rota y con la conciencia de
que la vida no iba a ser tan de color de rosa como yo imaginaba.
Con 12 años, al inicio de
la pubertad ,me empecé a preocupar más por mi aspecto, recuerdo que
cuando pasaba por la amplia ventanales de la Cafetería “Dos Plazas” disimulaba
como que estaba viendo quien había dentro pero, en realidad, me miraba para ver
si estaba bien peinado. Con esa edad cualquier pequeña imperfección, unas
orejas un poco despegadas, unos centímetros de menos o unos granos de más suponían un grave revés en tu autoestima,
así que yo no estaba muy contento con mi tabique nasal virado hacia afuera. Ese
mismo año me habían dado un cabezazo haciendo Judo y me desviaron ligeramente
la nariz. No era aparatoso como para
hacerme parecer un boxeador pero era lo suficientemente evidente para que se
notara y la gente me preguntara. De hecho mi tocayo y quinto Juli “Chaparro” ,
con la gracia que le caracteriza, me puso el mote de “Judoka” y me decía con
guasa: “Deja ese deporte, muchacho, que
un día te vas a partir la crisma”.
Ese verano estaba con mi Tío Arturo en el “Reguero Bastián” y después de quitarle
las alforjas y el cabezal al burro me
dijo que le llevara a beber al caño que había al final de una cuesta .Sabía que
me hacía ilusión montar a pelo, pero el burro no compartía el mismo deseo y al
verse libre de ataduras y montado por un
jinete inexperto empezó a correr alocadamente hacia el chorro de agua fresca y
cuando llegó a la fuente frenó en seco. Salí por las orejas aterrizando con mi
cara del suelo. Me golpeé la nariz e inmediatamente se me hinchó y puso roja
(es verdad que la tengo un poco grande pero también es mala suerte que todas las hostias vayan a parar siempre al mismo sitio). Pensé que la gente
me iba a tomar por Cyrano de Bergerac, el chico de la nariz grande que escribe
poesías a las chicas, pero pasados unos días y habiéndose reducido la hinchazón
comprobé con gran alborozo que la nariz , del golpe, se me había puesto
milagrosamente recta. Así, una semana después, el día de mi decimotercer
cumpleaños lo celebré muy feliz, con una
nariz mejorada que podía mostrar y una
historia divertida para poder contar
(hoy lo hago por enésima vez).
Cuando eres joven, tienes
una imagen idealizada de ti mismo, obtenida quizá después de atusarte un buen rato delante del
espejo, por eso luego no te ves bien en las fotos que te han sacado a traición
y nos esforzamos en ponernos serios y con nuestro mejor perfil cuando nos
apuntan con una cámara . Todos menos mi amigo Luis que, quizá por ser guapo sin
intentarlo, le parecía ridículo posar y
siempre salía haciendo muecas o sacando la lengua.
Sé que me hice mayor cuando dejó de preocuparme el estar
guapo y me veía bien en todas las fotos.
Te aceptas como eres pero además te das
cuenta de que la vida hace justicia con la belleza: con el tiempo los guapos ya
no lo parecen tanto y sólo pueden perder, mientras que los normalitos, los corrientes, los feos, cuando
se acostumbran a nuestra cara ya no
desagrada e incluso puede llegar
a parecer original.