miércoles, 13 de junio de 2018

LA BELLEZA




Cuando era pequeño, mi madre decía que yo era el niño más guapo del mundo y yo lo creí pues ella nunca mentía, pero cuando en 3º de EGB   las niñas de mi clase votaron que el niño más guapo del curso era Raul Galíndez me llevé una gran decepción. Mi padre, para consolarme me dijo: “Un hombre vino al pueblo vendiendo gustos y nadie le compró ninguno  porque todos tenían ya el suyo”. Me quería decir que el concepto de belleza era una cosa subjetiva, pero yo sabía que no era así. Poco después  me enteré de que los Reyes Magos eran los padres, así que abandoné la niñez con la inocencia rota  y con la conciencia de que la vida no iba a ser tan de color de rosa como yo imaginaba.

Con 12 años, al inicio de  la pubertad ,me empecé a preocupar más por mi aspecto, recuerdo que cuando pasaba por la amplia ventanales de la Cafetería “Dos Plazas” disimulaba como que estaba viendo quien había dentro pero, en realidad, me miraba para ver si estaba bien peinado. Con esa edad cualquier pequeña imperfección, unas orejas un poco despegadas, unos centímetros de menos o unos  granos de más   suponían un grave revés en tu autoestima, así que yo no estaba muy contento con mi tabique nasal virado hacia afuera. Ese mismo año me habían dado un cabezazo haciendo Judo y me desviaron ligeramente la nariz. No era  aparatoso como para hacerme parecer un boxeador pero era lo suficientemente evidente para que se notara y la gente me preguntara. De hecho mi tocayo y quinto Juli “Chaparro” , con la gracia que le caracteriza, me puso el mote de “Judoka” y me decía con guasa: “Deja ese deporte, muchacho, que un día te vas a partir la crisma”.

Ese verano estaba con mi Tío Arturo en el “Reguero Bastián” y después de quitarle las alforjas y el cabezal al burro  me dijo que le llevara a beber al caño que había al final de una cuesta .Sabía que me hacía ilusión montar a pelo, pero el burro no compartía el mismo deseo y al verse libre de ataduras y  montado por un jinete inexperto empezó a correr alocadamente hacia el chorro de agua fresca y cuando llegó a la fuente frenó en seco. Salí por las orejas aterrizando con mi cara del suelo. Me golpeé la nariz e inmediatamente se me hinchó y puso roja (es verdad que la tengo un poco grande pero también es mala suerte que  todas las hostias vayan a parar  siempre al mismo sitio). Pensé que la gente me iba a tomar por Cyrano de Bergerac, el chico de la nariz grande que escribe poesías a las chicas, pero pasados unos días y habiéndose reducido la hinchazón comprobé con gran alborozo que la nariz , del golpe, se me había puesto milagrosamente recta. Así, una semana después, el día de mi decimotercer cumpleaños lo celebré muy feliz,  con una nariz mejorada que  podía mostrar y una historia divertida  para poder contar (hoy lo hago por enésima vez).

Cuando eres joven, tienes  una imagen idealizada de ti mismo, obtenida quizá después de atusarte un buen rato delante del espejo, por eso luego no te ves bien en las fotos que te han sacado a traición y nos esforzamos en ponernos serios y con nuestro mejor perfil cuando nos apuntan con una cámara . Todos menos mi amigo Luis que, quizá por ser guapo sin intentarlo, le parecía ridículo posar y  siempre salía haciendo muecas o sacando la lengua.

Sé que me hice mayor cuando dejó de preocuparme el estar guapo  y me veía bien en todas las fotos. Te aceptas como eres pero además  te das cuenta de que la vida hace justicia con la belleza: con el tiempo los guapos ya no lo parecen tanto y sólo pueden perder, mientras que los  normalitos, los corrientes, los feos, cuando se acostumbran a nuestra cara ya no  desagrada e incluso  puede llegar a parecer original.

Finalmente, cumplidos ya los 50, me preocupan más otros aspectos  de la vida y cuando me miro al espejo no me veo ni guapo ni feo, solo me veo viejo

NO LEAS ESTAS LÍNEAS SI ESTÁS TRISTE




No leas estas líneas si estás triste o has cumplido más de 60. No leas este artículo si estás afligido o te sientes viejo,  pero tampoco  si eres joven y feliz…








…NO SIGAS LEYENDO.













Con este párrafo en blanco te he dado la oportunidad  de que lo dejaras y siguieras ojeando tranquilamente el “Aguasal”. No quiero  amargarte la existencia. Todavía estás a tiempo de leer el artículo de Robert que siempre  te contagia su buen humor (Roberto hace pan también con las palabras pues todo lo que dice tiene mucha miga). O si prefieres puedes leer el artículo de Gogar pues sus pensamientos  destilan  un deseo juvenil de cambiar el mundo. Porque yo suelo escribir de la adolescencia, ese lugar  feliz a donde vuelan  los sueños  pero no anidan las penas. Pero hoy no me da la gana, m e he levantado cruzado y voy a hablar de la vejez y la muerte.
Cuando yo era niño, había un abuelo que se sentaba todos los días del año en los poyos del ayuntamiento, con la cabeza apoyada sobre la garrota y la mirada perdida en el horizonte de las agujas de la calle de Prisco. Permanecía en esa postura horas y horas, y cuando alguien pasaba por delante y le saludaba, le  devolvía el saludo levantado ligeramente la cabeza  pero sin mover ningún otro  músculo de su cuerpo. Se podría decir que no dormía ni comía pues a  cualquier hora le podías encontrar  allí, como una estatua.
Un día me senté a su lado, y pasado un  rato en el que parecía no haber advertido mi presencia, le pregunté porque nunca se movía, él me contestó: “Estoy viejo y cansado, hijo, sólo tengo fuerzas para soplar las velas de los cumpleaños  y enterrar a mis amigos”
 Creo que no se movía para burlar a la muerte, como queriendo mostrarle que  su vida era insignificante y que no le merecía la pena llevárselo.  Pienso que se camuflaba en los poyos para que la muerte le confundiera con la sombra  del rollo, aunque el rollo se mostraba siempre recto y orgulloso y  él cada día  más encorvado y abatido.
Un verano volví y no lo encontré. Esperé que tan sólo estuviera pachucho y que cuando mejorara volvería a ocupar su lugar en la plaza, pero pasados unos días, temiéndome lo peor,  pregunté por él y me confirmaron que había fallecido . Por desgracia la muerte nunca olvida, nunca se despista, nunca perdona. Como oí decir a  Apolonio un día en la barra del bar: “Los jóvenes también mueren, pero es que los viejos no queda ni uno” .Durante un tiempo la plaza se me hizo extraña sin él, como cuando quitan los entablados después de las fiestas.
Si comparamos la  vida de un hombre con el periodo de tiempo de una semana, podríamos decir que la Tercera Edad es como un Domingo, es el final de todo,  un tiempo de descanso y  vacío. A mí nunca me gustaron los domingos, ni en  vacaciones, porque es un día en que todo lo emocionante  ya ha pasado (el viernes, el sábado) y desde que  te levantas tienes una sensación de  resaca, por el alcohol o por los recuerdos, que  ratifica la idea de  que todo lo bueno se  termina.  
La vejez es  un domingo por la tarde y la muerte un lunes eterno.