Tenía unos 12 años cuando me
encontré de lleno con ese flujo sin forma ni aspecto, abundante pero inasible, mas
terriblemente necesario para la vida. Desde muy pequeñito ya sospechaba que las
mujeres poseían una naturaleza distinta a cualquier otra cosa que conociera. Cuando estudiábamos en la
escuela historia sagrada siempre me apasionó el relato de la creación del
hombre que nos hacía Don Cristóbal: "Como
corona de la creación, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza destinándole
a una felicidad eterna. Formó primero un cuerpo hermosísimo, y después, con su
soplo divino le infundió un alma racional. Al primer hombre, que llamó Adán, le
dio una compañera, sacándola, con razón altísima, de su costado, y la presentó
a Adán que la llamo Eva". Me preguntaba cual sería esa razón altísima,
más tarde comprendí.
"No te mando este mensaje para que me rescates, sino para que vengas a la isla a vivir conmigo"
lunes, 6 de mayo de 2013
CAPÍTULO X “El amor”
CAPÍTULO IX “Bombita”
"Bombita" era un joven
maletilla de atuendo desgastado pero
andar garboso que se peinaba el
flequillo a la verónica y cuyos ojos tenían forma de arco de herradura, como la
puerta grande de las Ventas. Su sobrenombre no era un homenaje al famoso
coletudo de finales de siglo Emilio Torres Reina "Bombita"(fundador
de una importante dinastía de toreros y que tuvo una triunfal carrera hasta que
un toro de Miura le mermó sus facultades), sino que se debía a que había
perdido a sus padres por el estallido de uno de estos proyectiles, arrojado por
un avión sin señales ni marcas que le identificaran, y que nadie supo nunca si
atacaba o retrocedía. De este modo, el "Bombita", huerfano y
desatendido, se decidió por el único camino que existía, al menos en España, de
desamparar a la miseria y ganar el favor de los hombres y el amor de las
mujeres: los toros. En otras épocas los desarraigados y desfavorecidos luchaban
en las fronteras sarracenas por ganar el derecho de "presura", o
hacían las Américas en busca de una encomienda. En nuestros tiempos, el mejor
modo de burlar la rígida estratigrafía social y obtener la púrpura del
reconocimiento es con el encarnado de la franela. En España no basta con adornarse
de un solo don para ser objeto de culto. En esta tierra se exige más, se admira
a los sacrificados y místicos, como los santos, o a los valerosos y artistas
como los toreros. Quizá por ello nuestra gloria nacional es Cervantes, que fue
animoso y arrojado en el Adriático, sacrificado en Argel, espiritual en las
mazmorras sevillanas y lírico en la meseta, (un florilegio de las gracias que
componen el espíritu de la nación).
"Bombita" andaba aún los primeros pasos del particular
"via crucis" de los toreros, que comienza en las capeas, sigue con
las tientas, continúa con las novilladas y termina con las corridas, teniendo
su particular Domingo de Gloria con la salida a hombros de una plaza de
primera. Pero era invierno y la temporada de fiestas en los pueblos había
acabado (¡Dios!, ¡Cómo anhelaba dar un capotazos!). La última había tenido
lugar el uno de Octubre, en Cardiel de los Montes, en honor a la Virgen del
Rosario. Se había corrido un novillo de muy buenas hechuras, berrendo en blanco
y ligeramente corniveleto, le sacaron después de abrir plaza con un eral para
los mozos de la localidad, que, después de tres o cuatro revolcones, había
sofocado en gran medida las ansias de
los más atrevidos. De este modo, cuando el novillo salió a la improvisada
plaza, formada por carros y maderos, el albero (también improvisado con arena
del vecino arroyo Saucedoso) quedo limpio y solo. Entonces, el ruido confuso
que hace la voz que habla al oído, llenó ese vacío recibiéndole. El animal
acudió codicioso a los burladeros y "entablaos" donde se le mostraba
algún trapo abanderado precavidamente por algún palo o caña.
"Bombita" mordía la esclavina de su capote y supo lo que tenía que
hacer. Extendió la capa , delicada, acariciando el suelo, citándole de largo.
Los primeros embroques tuvo que retroceder unos pasos pues la embestida era
incontrolada y salvaje. Su pecho restallaba con la música del timbal que suena
a miedo y orgullo, y su frente rezumaba el jugo del temor y la gloria. Entonces
quiso estirarse, enraizó los pies en la tierra frente a su rival, desoyendo las
leyes del espacio y la cordura, el toro embistió precipitándole bruscamente
contra las tablas, dejándole inconsciente, con la apostura de un muñeco de
trapo. Providencialmente fue arrastrado por entre las ruedas de un carro, justo
cuando su agresor enfilaba hacia su suerte, bramando fiero y arriscado,
resuelto a la acometida.
CAPÍTULO VIII “El Batán”
¡Cómo han cambiado las cosas!, desde los
tiempos en que el parte metereológico tenía la familiaridad de la tiza al
dibujar las ondas que producían los anticiclones (como piedras tiradas sobre el
estanque de la pizarra), a la producción apabullante y hollywoodiense actual
que representa el devenir de los frentes fríos y las borrascas como la guerra
de las galaxias.
Poco después de mediodía, el fuerte estampido producido por una descarga
eléctrica fue el pistoletazo de salida de un descomunal aguacero, que fue
derivando en una llovizna constante y monótona. Yo la miraba caer, anestesiado
por su melodía dulce y repetitiva y por el calor del brasero (ombligo de la
casa). Las manos de la lluvia redoblan sobre el tambor de los charcos y las
gotas son saetas de cristal sobre el cristal de la ventana, jalbegando de
pompas el umbral del suelo. La fragancia sincera y profunda de la tierra húmeda
me parece que es el olor del mundo.
En otros tiempos la lluvia me entristecía y las nubes parecían arrastrar
cadenas sobre la tierra. Mas ahora las creo caravanas festivas y esponjosas que
salpican de confites las calles y puedo oí r la jácara de las rosas y la risa
del agua. El calor del picón conforta mi
cuerpo y el humo del cigarrillo complace mi espíritu. Sé que no me conviene
fumar, pero ¿Cómo ahuyentar los fantasmas del álbum de fotos si no es con el
ritual silente de la boca sorbiendo el alma del tabaco?.
Ahora recuerdo un día como este
que, tras la escuela, me escape (una vez más) hasta el Batán, para ver los
toros de Don Joaquín Asensio. Este había hecho una envidiable fortuna con el
estraperlo y había comprado una vacada y
un semental del Conde de la Corte y quería compensar con la nobleza de sangre de los toros el abolengo que él no poseía. Pese a los esfuerzos
que hizo siempre por borrar su genealogía, le siguieron conociendo por el mote
de su padre, “adobasillas”, ya que este se había ganado la vida arreglando
sillas y canastos por los pueblos.
A Don Joaquín le irritaban sobremanera los curiosos y husmeadores, como
había demostrado con gran violencia a quienes, en alguna ocasión, habían osado
traspasar los linderos de su finca y mi madre me había advertido afanosamente de que no me acercase a sus tierras
en el Batán. Pero los buenos consejos se olvidan pronto, y si el hombre tiene
una gran capacidad para apartar de su memoria lo que no le es grato, un niño
simplemente no tiene memoria.
Con gran sigilo me acercaba a la pared, que excedía unos palmos mi
estatura, me aupaba entre los resquicios de las piedras y asomaba la cabeza
vacilante. En el acto todos los toros, novillos, erales y chotos se agrupaban
marcialmente. Siempre realizaban los mismos pasos ,primero se alejaban
atropelladamente, y luego se acercaban pausadamente, siguiendo al semental en
una especie de coreografía aprendida. Después, siguiendo como un ritual,
permanecían estáticos mirándome con la misma atención y curiosidad que yo les
miraba. Pero aquel día tormentoso los animales estaban dentro de unas
portaleras y yo no llegaba a distinguirlos bien. Sobre el tejado un fresno
imponente extendía sus ramas que sobresalían del saledizo. Sin pensarlo dos
veces gatee por sus ramas blancas y elásticas, intentando llegar a un lugar
óptimo para contemplar los astados. Pero la madera resbaladiza hizo desasirme y
caí en una monumental costalada, que fue amortiguada en parte por el lecho de
barro y estiércol ablandado por el agua y hollado por las pezuñas.
Aturdido por el golpe, aún estaba recorriendo mentalmente las partes de
mi cuerpo que estaban dañadas, cuando de repente sonó un mugido profundo y
furioso que retumbó sobre la voz del agua y los campos. Tumbado boca a bajo,
tal como había caído, ladeé la cabeza ligeramente y pude ver a un toro que se
dirigía hacia mí con un brillo dominador e inquiriente en sus ojos. Fuese por
el trastazo fuese por el miedo, la realidad es que no me podía mover, como
ocurre en las pesadillas, despertando luego con gran angustia, pero ahora, para
mi pesar, estaba bien despierto y sólo me quedaba sepultarme en el lodo, con
las manos sobre la cabeza, adoptando la postura defensiva aprendida a los
toreros, para ofrecer el menor flanco posible. Se frenó el toro justo encima e
incomprensiblemente no me atacó. Sentía su respiración fuerte sobre mi cuello,
como si me estuviera olisqueando, luego giró a mi alrededor y ante mi asombro
empezó a orinarme encima, con total desvergüenza y descuido de mi orgullo, para
mayor afrenta de mi honra y salvación de mi culo. Estuvo merodeando un rato a
mi lado, y luego se marchó con total desdén.
Una vez pasado mi gran sorpresa fui reaccionando y sobreponiéndome al
estupor que me calaba más que la lluvia. Me levanté y fui retrocediendo muy
lentamente, sin perder de vista la manada que se guarecía bajo el techado. Me
pareció ver en las vacas un gesto de burla fina y disimulada pero no podría
asegurarlo. Cuando me encontré al otro lado de la valla corrí como poseído
hacia mi casa haciendo saltar los charcos al mismo tiempo que rezaba. No se
debía al miedo sino a un desbordante sentimiento de alivio y agradecimiento a
la vida. Por primera vez tuve la conciencia de lo sublime que puede ser la
existencia al mismo tiempo que efímera y quebradiza. No tuvo tanta suerte en el Batán “Bombita”,
el maletilla.
CAPÍTULO VII “Los titiriteros”
Mañana será la noche de reyes y aún no he
comprado los juguetes de mis nietos. Cuando lo hacía para mis hijos realmente
me encantaba, la llegada de estas fechas me ilusionaba tanto o más que a ellos,
pero ahora se ha convertido en una tarea fría e ingrata. Entonces disfrutaba
pensando en la cara de felicidad que pondrían al abrir los paquetes, arrancando
impacientes las cenefas que los envolvían y corriendo jubilosos a enseñárselos
a su madre; y también, porque mi alma de niño se entusiasmaba terriblemente con
todos aquellos prodigios de la mecánica y el juego, que yo nunca pude tener.
Sin embargo los niños ahora tienen todo tipo de artilugios y muñecos, y ya
pocas cosas le hacen ilusión, en cuyo caso, las desechan a los tres días para
devolver su incondicional atención al aparato de televisión, que, por el
magnetismo que en ellos produce, podríamos hablar del nuevo flautista de
Hamelin.
En mi infancia, los únicos regalos que recibíamos los escondía mi madre en la troje, y nosotros los buscábamos entre los numerosos intersticios que había entre la solera y el tejado, y eran unas pastas de harina, huevo, azúcar y manteca que había cocido al horno mi abuela o unas almendras bañadas en almíbar, y a veces, en alguna ocasión especial, un puñado de monedas de cobre. Entonces no se compraban juguetes, los juguetes se hacían. Por supuesto que eran más toscos y menos vistosos, pero curiosamente producían mayor diversión y entusiasmo. Tengo la impresión de que, en estos tiempos del suicidio del comunismo y la inmortalidad del consumismo, los hombres han sido arrebatados por los cantos de sirena de la publicidad y se han convertido a la nueva religión que profetizan los anunciantes. Se acaba con la fantasía, esa capacidad necesaria en el hombre de dar forma sensible a las cosas ideales, de idealizar las reales, y condenamos a nuestros hijos a la pena de creer que no se puede ser feliz sin adquirir más de lo que se tiene. Estamos terminando con la oportunidad de sorprenderse por las cosas, y esto no ocurriría si dejáramos que las descubrieran por ellos mismos, teniendo la posibilidad de conocer la realidad sin la mediatización de los intereses comerciales de las grandes empresas.
Acudían puntualmente a su
cita con la villa cada año, entorno al mes de abril, coincidiendo con la
llegada de la primavera y tras el obligado parón por el recogimiento debido
durante la cuaresma y el lógico rigor de la semana santa. Al atardecer, cuando
el pueblo se encontraba aún entre dos luces, las calles se convertían en un
fluir de personas, que con sillas y bancos, se dirigían prontos a la plaza para
poder reservar luego un bueno sitio. Tras la cena, apresuraba nervioso a mis
padres para dirigirnos a ocupar nuestro lugar y no perder ni un instante de tan
esperado espectáculo. ¡Cómo me seducía aquel montaje!, unas grandes teas encendidas
con astillas resinosas, que alumbraban a modo de hacha, enmarcaban el
escenario, dándole una apariencia misteriosa y rutilante. El telón, que en
algún tiempo habría tenido una apariencia suntuosa y rica, ahora presentaba un
color indefinido, ajado por la insidiosa acción del tiempo y la farándula.
-"El gran circo oriental, llegado de las
lejanas y tórridas tierras de Arabia y Berbería, tiene el placer de
presentarles el más sorprendente y admirado espectáculo que en el orbe mundo
jamás se haya visto. Hemos atravesado, de uno a otro confín, las anchurosas y
encrespadas aguas de toda la mar océana, fondeado en las más maravillosas e ignotas
islas, que la mente imaginar pueda, y salvado las escarpadas y nivosas
cordilleras de los países andinos y el Asia. Y todo este aventurado periplo nos
ha provisto de las más asombrosas historias y las más increíbles pericias, que
ahora tenemos el gusto de ofrecerles".
Pero sin embargo, lo que a mí
más me atraía era la actuación de un falso anciano, con luenga barba postiza,
que a modo de romancero, vestía unos desastrados pantalones y unos lastimosos
borceguíes, cuya función era dar tiempo para cambiar los decorados y prepararse
los artistas, como el papel ingrato del entremés, narrando en verso increíbles
historias e ilustrándolas con un puntero sobre unos pergaminos con viñetas que
enrollaba sobre un caballete. En cierta ocasión, y tras haber relatado los
atractivos monumentos y considerables beldades de lugares remotos y las
maravillas de países feraces y venturosos, se bajo entre el público y
acompasando el tono de su voz a sus palabras, creó un clima de complicidad y
anuencia que hacía pensar a su audiencia que iba a revelar guardadísimos
secretos o verdades superiores transmitidas, y entonces confesó:
-"Pero de todas las naciones, de todos
los imperios, emiratos, satrapías y repúblicas que yo haya conocido, es España
la más admirable y digna de loores, la más feliz y deseada tierra que jamás
alma mortal pudiera haber soñado. Su producción posible en plantas propias y
exóticas, y en toda suerte de cereales y legumbres, sustanciosas y nutritivas,
sobraría para mantener, al menos, un número de habitantes el doble del que
ahora tiene. Júntese luego a esto sus innumerables y pingües viñedos, tan
ricamente variados, sus campos y selvas de olivares, sus populosos naranjeros
que al aire libre se levantan más altos que los cedros, sus limonares, sus
limeros, sus afamados higuerales, sus bosques de castaños, sus nogueras
colosales, sus paraísos de frutales, sus avellanos, sus almendros, sus palmeras
y palmitos, sus espesos encinares de la edad dorada, sus madroños, , el moral y
la morera, pasto gustoso y natural del preciado cerdo ibérico, Y que decir,
amigos, del reino animal: en el ganado lanar aventaja España a las demás
naciones por la excelencia de su lana; y los caballos, que traen su fama desde
el tiempo de los romanos, por los cuales eran llamados hijos del viento,
llevándose entre todos la palma los caballos andaluces, en cuanto a su finura,
belleza, elegancia, agilidad y viveza”.
Pronunció el romancero
estas palabras tomado de una inspiración volcánica y arrebatadora, su voz
guiada de un entusiasmo angélico, lejano de la afectación propia del
comediante. Para la mayor parte de los allí presentes, aquello no dejó de ser
el relato brillante de un cuentista ingenioso, la demostración esplendorosa de
un tahúr de la palabra para quién una frase no es el mero atrezzo de una idea.
Pero para algunos pocos, el fuego de su voz fue como una pavesa en el pasto
seco de sus conciencias. Se alumbró una idea inquietante: "Si nuestra
tierra no es peor que otras, ni nuestros hombres menos sabios y esforzados,
¿Porqué la nación padecía miseria y estrecheces?, una nación que tiene como
libro de cabecera la cartilla de racionamiento y que fracciona la ilusión en
cupones, una nación que entona penitentemente el miserere y nunca el
"Gloria in excelsis Deo".
La exposición del comediante quitó la venda de
la inocencia de los ojos del conocimiento, como el labrador que desembaraza la
cepa de la tierra con la que la había abrigado, para dejarla en la libertad de
su vida y de su fuerza.
Al terminar la representación, las gentes abandonaron la plaza alegres y
resueltas, pero unos pocos quedaron en sus asientos, como viendo los títulos de
crédito en el interior de su corazón, representando el sueño de una España ubérrima.
Don Manuel, el maestro, se acercó a las bambalinas y se quedó hablando durante
largo tiempo con el actor. Me hubiera gustado acercarme a su lado para
escucharles, pero mi padre ya me había agarrado la mano y me conducía a casa,
en la otra portaba una silla (y no sabía cual de los dos era más trasto).
A la mañana siguiente, en el colegio, aguantaba el aburrimiento como
podía. Al fastidio que ya de por sí me producían las clases, se unía el
atontamiento producto de la falta de sueño. Pasé gran parte de la noche
recordando cada detalle del espectáculo, en mi cabeza giraban, como en un
caleidoscopio, las imágenes de la función confundidas con las de exóticos
lugares y mares sin techo. Pensé, por primera vez, en que sería mi vida:
¿Permanecería siempre en el universo minifundista de mi pueblo, como mi padre,
o llegaría a descubrir, alguna vez, la cara oculta de la tierra?.
Estaba en medio de estas abstracciones y el sopor de la lección
recitada, cuando sonó la puerta. Todos mirábamos expectantes siempre que esto
ocurría, la experiencia nos decía que detrás de la puerta siempre había algo
que rompía la monotonía y el tedio, y cualquier distracción, por breve que esta
fuera, se convertía en motivo de fiesta. Pero ni nuestras más fantasiosas y lúdicas
mentes infantiles podían imaginar lo que nos aguardaba. Don Manuel entreabrió
la puerta y, con sonrisa de satisfacción, entró compañado del titiritero y,
para nuestro asombro, estaba ataviado con el mismo disfraz de ciego romancero
que había vestido la noche anterior. Don Manuel le había convencido para que
compusiera una serie de romanzas como las que acostumbraba a cantar, con ese
soniquete característico que alarga las últimas sílabas del cuarto verso. Pero
esta vez, en lugar de narrar sucesos y chismes(muy del gusto de los convecinos
,sobre todo de algunas mujeres de naturaleza murmuradora) debía tratar sobre
hechos de la historia de España, para provecho y deleite de los estudiantes.
Comenzó con la unidad de los reinos católicos y terminó con la guerra de
liberación contra los franceses, cuatro siglos de gestas y penuria, de hazañas
y pobreza.
Estoy convencido de que si, aún hoy, preguntaran a los supervivientes de
aquel curso sobre nuestra edad moderna, sabrían dar respuesta a muchas cuestiones,
y todo eso gracias a la seducción de aquellos dibujos y la sonoridad de las
palabras. Todavía recuerdo como comenzaban aquellos versos:
Don Fernando e Isabel
reúnen en sus banderas
a castillos y leones
las barras aragonesas.
Pierde el moro cuantas plazas
aún en España conserva,
y luego en las Alpujarras
nuevo escarmiento le espera.
De moriscos y judíos
libre la española tierra,
en tranquilidad ganó
lo que en riqueza perdiera.
Celo por su religión
los dos esposos demuestran,
si como justos castigan
como magnánimos premian.
CAPÍTULO VI “El padre Cristobal”
Pero
entonces pensó en lo que había sido su vida y esto le serenó: nació en una
familia humilde, era el menor de 6 hermanos. Su madre había muerto en el parto,
así que su padre, que era pastor de ovejas, viudo y ausente la mayor parte del
tiempo de su hogar, pensó que la mejor solución para la cría del más pequeño
era enviarle al seminario de Pamplona. Allí, interno con los padres dominicos,
podría tener cuidados y una buena formación hasta la edad en que, si su
inteligencia y disposición lo hacían
posible, estudiaría teología y, una vez ordenado, vestiría los hábitos.
CAPÍTULO V “La quema de la iglesia”
Era
casi medianoche, una "calima" agónica se había instalado durante el
día consintiendo una noche ardorosa y densa. Las gentes se encontraban en la
calle, sentadas en sus sillas de espadaña, conjurando su conversación a la
brisa más ligera. Algún otro, tumbado sobre una áspera manta de Pedro Bernardo,
caía en una especie de modorra transitoria en la sombra de la charla de sus
convecinos. De improviso, el cielo se tintó del color del Apocalipsis y el aire
comenzó a machacar con el saña el dorso de las tejas y ululaba salvaje por
entre las rendijas. Un primer rayo deslumbró la tierra y se desplegó
intratable, hundiendo sus raíces en las simas de la atmósfera. Un segundo rayo
restalló diestramente, como un látigo de luz inmenso, sobre el transepto de la
iglesia, que se encontraba, respetuosamente sitiada, en el lugar cimero,
ahijando al resto de las construcciones. Atronó como un hiperbólico coro de
timbales y un brutal escalofrío removió los maderos y adobes de las casas.
Después, el más absoluto silencio lo abarcó todo, y en un instante, el bisbiseo
de las primeras gotas de lluvia se confundió con los gritos de: ¡Fuego!,
¡Fuego!.
Un fuego extrañamente azul, que chisporroteaba
como una higuera ardiente, iba arreciando al tiempo de la lluvia, como si esta,
en lugar de sofocar el incendio lo alentara, como cuando mi padre derramaba el
resto de una copa de anís sobre la lumbre y esta, soliviantada, mostraba su
enojo desprendiendo bruscas llamas amenazantes. Una flamante columna de humo y
fuego fue ganando altura hasta parecer la sombra ardiente del espigado
campanario. Todo el mundo se echó a la calle con baldes y cubos, pero la gran
elevación de la falsa bóveda hacía imposible cualquier acción de extinción, así
que, alertados por la voz del sacristán, centraron sus esfuerzos en la
salvación de las reliquias e imágenes sagradas.
Don Dimas, el cura, asistía
enmudecido y como extraviado a la anárquica procesión de figuras de vírgenes
inmaculadas y santos piadosos, que atropellándose, eran sacados por la ojiva de
la cara oeste. Allí estaba San Roque, con su afectado sombrero y una calabaza
auténtica colgando de su cayado, se dejaba llevar inútil, dando bandazos, sobre
los hombros de aquellos labriegos que en tantas ocasiones le habían rezado. A
sus pies, su inseparable compañero, desconsolado, parecía responder a la
letanía de aullidos que por doquier resonaban. Un apolíneo San Sebastián, tallado
en madera, al tiempo de ver su cuerpo florido de dardos, sufría el doble
martirio de tener quemadas sus piernas; uno de los travesaños encendidos había
caído a los pies del cadalso sobre el que se erigía y había sido rescatado
justo a tiempo; unos instantes después se desplomaba el resto de la cubierta,
produciendo un estruendoso chasquido que fue el preludio de un delirante
espectáculo de formas y luces infernales.
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