lunes, 6 de mayo de 2013

CAPÍTULO X “El amor”


 

            El amor a través de la vida imita el curso de un río. En su inicio es impetuoso y alegre, corre lujurioso buscando los relieves y se muestra obstinado y tumultuoso ante los obstáculos haciéndose daño. Pero al llegar a su fin es manso y sabio, con la complacencia de los muchos recuerdos. Ya no hay cascadas surgentes ni saltos espontáneos, pero su fuerza es desbordante, con el caudal ingente de la memoria y el esfuerzo. Sin embargo no puedo dejar de añorar los días en que mi cuerpo era un torrente que horadaba las superficies más jóvenes y bellas.

        Tenía unos 12 años cuando me encontré de lleno con ese flujo sin forma ni aspecto, abundante pero inasible, mas terriblemente necesario para la vida. Desde muy pequeñito ya sospechaba que las mujeres poseían una naturaleza distinta a cualquier otra  cosa que conociera. Cuando estudiábamos en la escuela historia sagrada siempre me apasionó el relato de la creación del hombre que nos hacía Don Cristóbal: "Como corona de la creación, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza destinándole a una felicidad eterna. Formó primero un cuerpo hermosísimo, y después, con su soplo divino le infundió un alma racional. Al primer hombre, que llamó Adán, le dio una compañera, sacándola, con razón altísima, de su costado, y la presentó a Adán que la llamo Eva". Me preguntaba cual sería esa razón altísima, más tarde comprendí.

                  En la infancia la relación con el otro sexo es contradictoria. El trato es de ignorancia, a veces incluso de desprecio, sobre todo por parte de los niños. ¿Quién no ha pegado a una chica sintiendo esa oculta satisfacción que da la razón de la fuerza y no la fuerza de la razón?. Así ocurre que la mujer tiene que adaptarse al mundo que le impone el hombre, y se hace reflexiva y aprende de sus errores, mientras que al hombre sólo le queda vencer o perecer, por eso es muy vulnerable. La mujer se hace una especialista en la guerra de guerrillas, ataca los flancos más débiles y retrocede, y así cuando el hombre llega a la madurez no es más que un gigante con pies de barro. Pero al mismo tiempo se produce en el niño una inexplicable curiosidad por el otro sexo que a veces puede llegar a la admiración. De una manera especial, y por varias razones, queda grabada en la mente infantil el día de la primera comunión. Yo siempre recordaré la sensación de contraste entre los niños con sus trajes ornados de inmerecidas condecoraciones y con un aspecto carnavalesco y un tanto ridículo, y la apariencia angelical y deliciosa de las niñas con sus trajes inmaculados y espirituales, llevando con gracia el vuelo de sus vestidos, mientras que los niños andábamos almidonados y hieráticos, soportando con muy poca resignación cristiana los zapatos nuevos que nos mordían con un insaciable apetito los dedos de los pies.






CAPÍTULO IX “Bombita”



"Bombita" era un joven maletilla de atuendo desgastado pero  andar  garboso que se peinaba el flequillo a la verónica y cuyos ojos tenían forma de arco de herradura, como la puerta grande de las Ventas. Su sobrenombre no era un homenaje al famoso coletudo de finales de siglo Emilio Torres Reina "Bombita"(fundador de una importante dinastía de toreros y que tuvo una triunfal carrera hasta que un toro de Miura le mermó sus facultades), sino que se debía a que había perdido a sus padres por el estallido de uno de estos proyectiles, arrojado por un avión sin señales ni marcas que le identificaran, y que nadie supo nunca si atacaba o retrocedía. De este modo, el "Bombita", huerfano y desatendido, se decidió por el único camino que existía, al menos en España, de desamparar a la miseria y ganar el favor de los hombres y el amor de las mujeres: los toros. En otras épocas los desarraigados y desfavorecidos luchaban en las fronteras sarracenas por ganar el derecho de "presura", o hacían las Américas en busca de una encomienda. En nuestros tiempos, el mejor modo de burlar la rígida estratigrafía social y obtener la púrpura del reconocimiento es con el encarnado de la franela. En España no basta con adornarse de un solo don para ser objeto de culto. En esta tierra se exige más, se admira a los sacrificados y místicos, como los santos, o a los valerosos y artistas como los toreros. Quizá por ello nuestra gloria nacional es Cervantes, que fue animoso y arrojado en el Adriático, sacrificado en Argel, espiritual en las mazmorras sevillanas y lírico en la meseta, (un florilegio de las gracias que componen el espíritu de la nación).

      "Bombita" andaba aún los primeros pasos del particular "via crucis" de los toreros, que comienza en las capeas, sigue con las tientas, continúa con las novilladas y termina con las corridas, teniendo su particular Domingo de Gloria con la salida a hombros de una plaza de primera. Pero era invierno y la temporada de fiestas en los pueblos había acabado (¡Dios!, ¡Cómo anhelaba dar un capotazos!). La última había tenido lugar el uno de Octubre, en Cardiel de los Montes, en honor a la Virgen del Rosario. Se había corrido un novillo de muy buenas hechuras, berrendo en blanco y ligeramente corniveleto, le sacaron después de abrir plaza con un eral para los mozos de la localidad, que, después de tres o cuatro revolcones, había sofocado en gran medida  las ansias de los más atrevidos. De este modo, cuando el novillo salió a la improvisada plaza, formada por carros y maderos, el albero (también improvisado con arena del vecino arroyo Saucedoso) quedo limpio y solo. Entonces, el ruido confuso que hace la voz que habla al oído, llenó ese vacío recibiéndole. El animal acudió codicioso a los burladeros y "entablaos" donde se le mostraba algún trapo abanderado precavidamente por algún palo o caña. "Bombita" mordía la esclavina de su capote y supo lo que tenía que hacer. Extendió la capa , delicada, acariciando el suelo, citándole de largo. Los primeros embroques tuvo que retroceder unos pasos pues la embestida era incontrolada y salvaje. Su pecho restallaba con la música del timbal que suena a miedo y orgullo, y su frente rezumaba el jugo del temor y la gloria. Entonces quiso estirarse, enraizó los pies en la tierra frente a su rival, desoyendo las leyes del espacio y la cordura, el toro embistió precipitándole bruscamente contra las tablas, dejándole inconsciente, con la apostura de un muñeco de trapo. Providencialmente fue arrastrado por entre las ruedas de un carro, justo cuando su agresor enfilaba hacia su suerte, bramando fiero y arriscado, resuelto a la acometida.


CAPÍTULO VIII “El Batán”


 


 Desde esta mañana, un cielo gris se aplomaba sobre el cerro, amenazando tormenta. "Claro al Tajo, sierra oscura: lluvia segura", ¿En cuantas ocasiones este augurio se mostró acertadísimo a lo largo de la vida? ¿Porqué el refranero mostrará, tan a menudo, más ciencia que el satélite meteosat?, supongo que se debe al pálpito que de la naturaleza tiene la propia naturaleza (el hombre del campo es al fin materia del mundo, el hombre de la ciudad un extraterrestre).

       Qué poco interesa a los jóvenes la información del tiempo y la trascendencia que le damos los viejos, que permanecemos ajenos a las noticias del mundo como si ya no fueran con nosotros, y sin embargo hacemos callar a todos  cuando aparecen las isobaras .Mientras que el futuro para unos es una entelequia, para nosotros lo más que tenemos como porvenir es el día siguiente, por eso el hombre del tiempo se nos representa como un augur, un chamán, un arúspice que adivina el futuro.

      ¡Cómo han cambiado las cosas!, desde los tiempos en que el parte metereológico tenía la familiaridad de la tiza al dibujar las ondas que producían los anticiclones (como piedras tiradas sobre el estanque de la pizarra), a la producción apabullante y hollywoodiense actual que representa el devenir de los frentes fríos y las borrascas como la guerra de las galaxias. 

      Poco después de mediodía, el fuerte estampido producido por una descarga eléctrica fue el pistoletazo de salida de un descomunal aguacero, que fue derivando en una llovizna constante y monótona. Yo la miraba caer, anestesiado por su melodía dulce y repetitiva y por el calor del brasero (ombligo de la casa). Las manos de la lluvia redoblan sobre el tambor de los charcos y las gotas son saetas de cristal sobre el cristal de la ventana, jalbegando de pompas el umbral del suelo. La fragancia sincera y profunda de la tierra húmeda me parece que es el olor del mundo.   

      En otros tiempos la lluvia me entristecía y las nubes parecían arrastrar cadenas sobre la tierra. Mas ahora las creo caravanas festivas y esponjosas que salpican de confites las calles y puedo oí r la jácara de las rosas y la risa del agua.  El calor del picón conforta mi cuerpo y el humo del cigarrillo complace mi espíritu. Sé que no me conviene fumar, pero ¿Cómo ahuyentar los fantasmas del álbum de fotos si no es con el ritual silente de la boca sorbiendo el alma del tabaco?.

 Ahora recuerdo un día como este que, tras la escuela, me escape (una vez más) hasta el Batán, para ver los toros de Don Joaquín Asensio. Este había hecho una envidiable fortuna con el estraperlo  y había comprado una vacada y un semental del Conde de la Corte y quería compensar  con la nobleza de  sangre de los toros  el abolengo que él no poseía. Pese a los esfuerzos que hizo siempre por borrar su genealogía, le siguieron conociendo por el mote de su padre, “adobasillas”, ya que este se había ganado la vida arreglando sillas   y canastos por los pueblos.


A Don Joaquín le irritaban sobremanera los curiosos y husmeadores, como había demostrado con gran violencia a quienes, en alguna ocasión, habían osado traspasar los linderos de su finca y mi madre me había advertido  afanosamente de que no me acercase a sus tierras en el Batán. Pero los buenos consejos se olvidan pronto, y si el hombre tiene una gran capacidad para apartar de su memoria lo que no le es grato, un niño simplemente no tiene memoria.

      Con gran sigilo me acercaba a la pared, que excedía unos palmos mi estatura, me aupaba entre los resquicios de las piedras y asomaba la cabeza vacilante. En el acto todos los toros, novillos, erales y chotos se agrupaban marcialmente. Siempre realizaban los mismos pasos ,primero se alejaban atropelladamente, y luego se acercaban pausadamente, siguiendo al semental en una especie de coreografía aprendida. Después, siguiendo como un ritual, permanecían estáticos mirándome con la misma atención y curiosidad que yo les miraba. Pero aquel día tormentoso los animales estaban dentro de unas portaleras y yo no llegaba a distinguirlos bien. Sobre el tejado un fresno imponente extendía sus ramas que sobresalían del saledizo. Sin pensarlo dos veces gatee por sus ramas blancas y elásticas, intentando llegar a un lugar óptimo para contemplar los astados. Pero la madera resbaladiza hizo desasirme y caí en una monumental costalada, que fue amortiguada en parte por el lecho de barro y estiércol ablandado por el agua y hollado por las pezuñas.

      Aturdido por el golpe, aún estaba recorriendo mentalmente las partes de mi cuerpo que estaban dañadas, cuando de repente sonó un mugido profundo y furioso que retumbó sobre la voz del agua y los campos. Tumbado boca a bajo, tal como había caído, ladeé la cabeza ligeramente y pude ver a un toro que se dirigía hacia mí con un brillo dominador e inquiriente en sus ojos. Fuese por el trastazo fuese por el miedo, la realidad es que no me podía mover, como ocurre en las pesadillas, despertando luego con gran angustia, pero ahora, para mi pesar, estaba bien despierto y sólo me quedaba sepultarme en el lodo, con las manos sobre la cabeza, adoptando la postura defensiva aprendida a los toreros, para ofrecer el menor flanco posible. Se frenó el toro justo encima e incomprensiblemente no me atacó. Sentía su respiración fuerte sobre mi cuello, como si me estuviera olisqueando, luego giró a mi alrededor y ante mi asombro empezó a orinarme encima, con total desvergüenza y descuido de mi orgullo, para mayor afrenta de mi honra y salvación de mi culo. Estuvo merodeando un rato a mi lado, y luego se marchó con total desdén. 

      Una vez pasado mi gran sorpresa fui reaccionando y sobreponiéndome al estupor que me calaba más que la lluvia. Me levanté y fui retrocediendo muy lentamente, sin perder de vista la manada que se guarecía bajo el techado. Me pareció ver en las vacas un gesto de burla fina y disimulada pero no podría asegurarlo. Cuando me encontré al otro lado de la valla corrí como poseído hacia mi casa haciendo saltar los charcos al mismo tiempo que rezaba. No se debía al miedo sino a un desbordante sentimiento de alivio y agradecimiento a la vida. Por primera vez tuve la conciencia de lo sublime que puede ser la existencia al mismo tiempo que efímera y quebradiza.  No tuvo tanta suerte en el Batán “Bombita”, el maletilla.

 

CAPÍTULO VII “Los titiriteros”


               Mañana será la noche de reyes y aún no he comprado los juguetes de mis nietos. Cuando lo hacía para mis hijos realmente me encantaba, la llegada de estas fechas me ilusionaba tanto o más que a ellos, pero ahora se ha convertido en una tarea fría e ingrata. Entonces disfrutaba pensando en la cara de felicidad que pondrían al abrir los paquetes, arrancando impacientes las cenefas que los envolvían y corriendo jubilosos a enseñárselos a su madre; y también, porque mi alma de niño se entusiasmaba terriblemente con todos aquellos prodigios de la mecánica y el juego, que yo nunca pude tener. Sin embargo los niños ahora tienen todo tipo de artilugios y muñecos, y ya pocas cosas le hacen ilusión, en cuyo caso, las desechan a los tres días para devolver su incondicional atención al aparato de televisión, que, por el magnetismo que en ellos produce, podríamos hablar del nuevo flautista de Hamelin.

               

                En mi infancia, los únicos regalos que recibíamos los escondía mi madre en la troje, y nosotros los buscábamos entre los numerosos intersticios que había entre la solera y el tejado, y eran unas pastas de harina, huevo, azúcar y manteca que había cocido al horno mi abuela o unas almendras bañadas en almíbar, y a veces, en alguna ocasión especial, un puñado de monedas de cobre. Entonces no se compraban juguetes, los juguetes se hacían. Por supuesto que eran más toscos y menos vistosos, pero curiosamente producían mayor diversión y entusiasmo. Tengo la impresión de que, en estos tiempos del suicidio del comunismo y la inmortalidad del consumismo, los hombres han sido arrebatados por los cantos de sirena de la publicidad y se han convertido a la nueva religión que profetizan los anunciantes. Se acaba con la fantasía, esa capacidad necesaria en el hombre de dar forma sensible a las cosas ideales, de idealizar las reales, y condenamos a nuestros hijos a la pena de creer que no se puede ser feliz sin adquirir más de lo que se tiene. Estamos terminando con la oportunidad de sorprenderse por las cosas, y esto no ocurriría si dejáramos que las descubrieran por ellos mismos, teniendo la posibilidad de conocer la realidad sin la mediatización de los intereses comerciales de las grandes empresas.

                 Y así en otras muchas áreas de entretenimiento que han subyugado a la humanidad desde sus comienzos, y que, ahora, parecen perderse en esa memoria atávica que nos define como especie. El teatro, la más antigua y apasionante manifestación del espíritu y el arte, que secularmente se ha repetido con la mayor admiración y deleite, en toda época y civilización, muere actualmente de inanición, causada entre otras cosas por la ansiedad de su hijo pródigo el cine. Los libros son arrojados, cada vez más, por la juventud, al ostracismo de las estanterías, pues prefieren la imaginería impuesta y estandarizada de los videojuegos que la que creamos, imaginativa y personal, cuando leemos una novela. Y que tristeza me produce observar las pobres y nada bulliciosas colas a la entrada del circo, recordando la excitación y algazara que nos confería la llegada de los titiriteros. Niños y mayores salíamos a las afueras del pueblo a recibirlos, y ellos correspondían a nuestra bienvenida con la música rimbombante y acerada de sus trompetas y la alegría y algarada de los platillos y panderetas, todo ello acompañado del son hueco y repetitivo del tambor.


Acudían puntualmente a su cita con la villa cada año, entorno al mes de abril, coincidiendo con la llegada de la primavera y tras el obligado parón por el recogimiento debido durante la cuaresma y el lógico rigor de la semana santa. Al atardecer, cuando el pueblo se encontraba aún entre dos luces, las calles se convertían en un fluir de personas, que con sillas y bancos, se dirigían prontos a la plaza para poder reservar luego un bueno sitio. Tras la cena, apresuraba nervioso a mis padres para dirigirnos a ocupar nuestro lugar y no perder ni un instante de tan esperado espectáculo. ¡Cómo me seducía aquel montaje!, unas grandes teas encendidas con astillas resinosas, que alumbraban a modo de hacha, enmarcaban el escenario, dándole una apariencia misteriosa y rutilante. El telón, que en algún tiempo habría tenido una apariencia suntuosa y rica, ahora presentaba un color indefinido, ajado por la insidiosa acción del tiempo y la farándula.

                 Un redoble impetuoso y metálico, que iba aumentando progresivamente su potencia y ritmo anunciaba el inicio de la función. En ese momento, aparecía el maestro de ceremonias, que con el torso desnudo, dorado turbante y un alfanje sarraceno colgando de la cintura, se dirigía con gran ceremonial al público diciendo:

                -"El gran circo oriental, llegado de las lejanas y tórridas tierras de Arabia y Berbería, tiene el placer de presentarles el más sorprendente y admirado espectáculo que en el orbe mundo jamás se haya visto. Hemos atravesado, de uno a otro confín, las anchurosas y encrespadas aguas de toda la mar océana, fondeado en las más maravillosas e ignotas islas, que la mente imaginar pueda, y salvado las escarpadas y nivosas cordilleras de los países andinos y el Asia. Y todo este aventurado periplo nos ha provisto de las más asombrosas historias y las más increíbles pericias, que ahora tenemos el gusto de ofrecerles".

                 El espectáculo comenzaba con la actuación de los volatineros, que daban impensables piruetas y arriesgados saltos, además demostraban su admirable equilibrio en un meritorio número de funambulismo en una estructura elevada 5 metros sobre el escenario. Los aplausos acompañaban cada acción y yo, boquiabierto, no perdía ni un detalle. A continuación le sucedía un fornido personaje, presentado como descendiente de los heraclidas, que con unos brazos descomunales doblaba barras de hierro, con total facilidad, como si fueran retamas, y levantaba inmensas pesas. Así se fueron siguiendo, no menos dignos de elogio, unos perritos pequineses amaestrados, un faquir que ingería espadas y escupía bolas de fuego, haciendo gala de una magnífica digestión, y unos histriones que se daban una incruenta paliza, que siempre terminaba con alguno de ellos cayendo aparatosamente y dando un gran golpe con las asentaderas en el suelo, lo que conseguía terribles carcajadas y regocijo, sobre todo entre los infantes.

Pero sin embargo, lo que a mí más me atraía era la actuación de un falso anciano, con luenga barba postiza, que a modo de romancero, vestía unos desastrados pantalones y unos lastimosos borceguíes, cuya función era dar tiempo para cambiar los decorados y prepararse los artistas, como el papel ingrato del entremés, narrando en verso increíbles historias e ilustrándolas con un puntero sobre unos pergaminos con viñetas que enrollaba sobre un caballete. En cierta ocasión, y tras haber relatado los atractivos monumentos y considerables beldades de lugares remotos y las maravillas de países feraces y venturosos, se bajo entre el público y acompasando el tono de su voz a sus palabras, creó un clima de complicidad y anuencia que hacía pensar a su audiencia que iba a revelar guardadísimos secretos o verdades superiores transmitidas, y entonces confesó:

                -"Pero de todas las naciones, de todos los imperios, emiratos, satrapías y repúblicas que yo haya conocido, es España la más admirable y digna de loores, la más feliz y deseada tierra que jamás alma mortal pudiera haber soñado. Su producción posible en plantas propias y exóticas, y en toda suerte de cereales y legumbres, sustanciosas y nutritivas, sobraría para mantener, al menos, un número de habitantes el doble del que ahora tiene. Júntese luego a esto sus innumerables y pingües viñedos, tan ricamente variados, sus campos y selvas de olivares, sus populosos naranjeros que al aire libre se levantan más altos que los cedros, sus limonares, sus limeros, sus afamados higuerales, sus bosques de castaños, sus nogueras colosales, sus paraísos de frutales, sus avellanos, sus almendros, sus palmeras y palmitos, sus espesos encinares de la edad dorada, sus madroños, , el moral y la morera, pasto gustoso y natural del preciado cerdo ibérico, Y que decir, amigos, del reino animal: en el ganado lanar aventaja España a las demás naciones por la excelencia de su lana; y los caballos, que traen su fama desde el tiempo de los romanos, por los cuales eran llamados hijos del viento, llevándose entre todos la palma los caballos andaluces, en cuanto a su finura, belleza, elegancia, agilidad y viveza”.

                Pronunció el romancero estas palabras tomado de una inspiración volcánica y arrebatadora, su voz guiada de un entusiasmo angélico, lejano de la afectación propia del comediante. Para la mayor parte de los allí presentes, aquello no dejó de ser el relato brillante de un cuentista ingenioso, la demostración esplendorosa de un tahúr de la palabra para quién una frase no es el mero atrezzo de una idea. Pero para algunos pocos, el fuego de su voz fue como una pavesa en el pasto seco de sus conciencias. Se alumbró una idea inquietante: "Si nuestra tierra no es peor que otras, ni nuestros hombres menos sabios y esforzados, ¿Porqué la nación padecía miseria y estrecheces?, una nación que tiene como libro de cabecera la cartilla de racionamiento y que fracciona la ilusión en cupones, una nación que entona penitentemente el miserere y nunca el "Gloria in excelsis Deo".


                 La exposición del comediante quitó la venda de la inocencia de los ojos del conocimiento, como el labrador que desembaraza la cepa de la tierra con la que la había abrigado, para dejarla en la libertad de su vida y de su fuerza.     Al terminar la representación, las gentes abandonaron la plaza alegres y resueltas, pero unos pocos quedaron en sus asientos, como viendo los títulos de crédito en el interior de su corazón, representando el sueño de una España ubérrima. Don Manuel, el maestro, se acercó a las bambalinas y se quedó hablando durante largo tiempo con el actor. Me hubiera gustado acercarme a su lado para escucharles, pero mi padre ya me había agarrado la mano y me conducía a casa, en la otra portaba una silla (y no sabía cual de los dos era más trasto).

      A la mañana siguiente, en el colegio, aguantaba el aburrimiento como podía. Al fastidio que ya de por sí me producían las clases, se unía el atontamiento producto de la falta de sueño. Pasé gran parte de la noche recordando cada detalle del espectáculo, en mi cabeza giraban, como en un caleidoscopio, las imágenes de la función confundidas con las de exóticos lugares y mares sin techo. Pensé, por primera vez, en que sería mi vida: ¿Permanecería siempre en el universo minifundista de mi pueblo, como mi padre, o llegaría a descubrir, alguna vez, la cara oculta de la tierra?.

 
      Estaba en medio de estas abstracciones y el sopor de la lección recitada, cuando sonó la puerta. Todos mirábamos expectantes siempre que esto ocurría, la experiencia nos decía que detrás de la puerta siempre había algo que rompía la monotonía y el tedio, y cualquier distracción, por breve que esta fuera, se convertía en motivo de fiesta. Pero ni nuestras más fantasiosas y lúdicas mentes infantiles podían imaginar lo que nos aguardaba. Don Manuel entreabrió la puerta y, con sonrisa de satisfacción, entró compañado del titiritero y, para nuestro asombro, estaba ataviado con el mismo disfraz de ciego romancero que había vestido la noche anterior. Don Manuel le había convencido para que compusiera una serie de romanzas como las que acostumbraba a cantar, con ese soniquete característico que alarga las últimas sílabas del cuarto verso. Pero esta vez, en lugar de narrar sucesos y chismes(muy del gusto de los convecinos ,sobre todo de algunas mujeres de naturaleza murmuradora) debía tratar sobre hechos de la historia de España, para provecho y deleite de los estudiantes. Comenzó con la unidad de los reinos católicos y terminó con la guerra de liberación contra los franceses, cuatro siglos de gestas y penuria, de hazañas y pobreza.

      Estoy convencido de que si, aún hoy, preguntaran a los supervivientes de aquel curso sobre nuestra edad moderna, sabrían dar respuesta a muchas cuestiones, y todo eso gracias a la seducción de aquellos dibujos y la sonoridad de las palabras. Todavía recuerdo como comenzaban aquellos versos:

 

               Don Fernando e Isabel

               reúnen en sus banderas

               a castillos y leones

               las barras aragonesas.

  

               Pierde el moro cuantas plazas

               aún en España conserva,

               y luego en las Alpujarras

               nuevo escarmiento le espera.

 

               De moriscos y judíos

               libre la española tierra,

               en tranquilidad ganó

               lo que en riqueza perdiera.

 

               Celo por su religión

               los dos esposos demuestran,

               si como justos castigan

               como magnánimos premian.           

 

 

CAPÍTULO VI “El padre Cristobal”


 
 

                El padre Cristóbal fue el sacerdote elegido como  sustituto de Don Dimas. Cuando llegó a Castillo de Bayuela contaba 26 años y estaba casi recién salido del seminario. Había pasado 8 meses como coadjutor en la iglesia-ermita de la Virgen del Prado en Talavera de la Reina, y que, por sus desusadas dimensiones para lo que era su función original de lugar de refugio y descanso de la venerada imagen, era tenida como la más grande del mundo cristiano. Su período de aprendizaje se vió interrumpido, antes de lo previsto, por la desgraciada vacante producida en un pueblo cercano, (que aún lo sería más en su corazón), perteneciente a la archidiócesis. Y he aquí que, sin apenas haber tomado conciencia de la nueva tarea encomendada, se encontró ante la doble y ardua misión de hacer iglesia, no sólo en el sentido místico y pastoral sino en el más puro sentido físico. Durante las primeras horas que pasó en el pueblo una gran angustia y desazón le atenazaban debido a la significada responsabilidad que le aguardaba. Se le pasó por la cabeza, incluso, pedir el relevo al vicario. El desasosiego, no mitigado con la oración, le hacía reflexionar penosamente: ¿Será esta misión un designio del cielo?, ¿Estará poniendo a prueba Dios el verdadero valor de mi promesa ecuménica?, ¿Seré capaz de llegar al sacrificio supremo como lo fue Cristo por su iglesia? ¿O como lo fue Don Dimas por la suya?

                Pero entonces pensó en lo que había sido su vida y esto le serenó: nació en una familia humilde, era el menor de 6 hermanos. Su madre había muerto en el parto, así que su padre, que era pastor de ovejas, viudo y ausente la mayor parte del tiempo de su hogar, pensó que la mejor solución para la cría del más pequeño era enviarle al seminario de Pamplona. Allí, interno con los padres dominicos, podría tener cuidados y una buena formación hasta la edad en que, si su inteligencia y disposición  lo hacían posible, estudiaría teología y, una vez ordenado, vestiría los hábitos.

                 Cuando llegó con 9 años a la puerta del colegio-seminario para infantes "Santo Domingo", a las afueras de la ciudad, junto a la carretera empedrada que lleva hasta Estella, se sintió convicto de una pena no conocida ni consentida. Aquellas pulcras y simétricas naves, los espaciosos comedores, los ordenados dormitorios sólo le parecían una cárcel camuflada, una prisión oculta. Añoraba su sencilla cabaña de madera  y adobe, en ella vivía con la pobreza, pero esta era bien aceptada al ser compartida con el calor de la familia y el cantar de las perdices, que, encerradas en jaulas, aguardaban la cacería que organizaba anualmente el nombrado prócer para invitados y amigos. Pero aunque, durante mucho tiempo, su actitud distante y enigmática, así como ciertas ausencias, no convencían del todo al prior, ni a él tampoco, sobre su vocación, el tiempo y la lectura le fueron afirmando en la creencia de que el servicio a Dios, a más de ser un buen remedio para apaciguar el propio espíritu, era el mejor, del que podía servirse él, para reconfortar y aliviar el alma de sus semejantes, y por primera vez, se le ocurrió pensar que, con su vida, podía hacer algo verdaderamente importante.

 


CAPÍTULO V “La quema de la iglesia”



                 Era casi medianoche, una "calima" agónica se había instalado durante el día consintiendo una noche ardorosa y densa. Las gentes se encontraban en la calle, sentadas en sus sillas de espadaña, conjurando su conversación a la brisa más ligera. Algún otro, tumbado sobre una áspera manta de Pedro Bernardo, caía en una especie de modorra transitoria en la sombra de la charla de sus convecinos. De improviso, el cielo se tintó del color del Apocalipsis y el aire comenzó a machacar con el saña el dorso de las tejas y ululaba salvaje por entre las rendijas. Un primer rayo deslumbró la tierra y se desplegó intratable, hundiendo sus raíces en las simas de la atmósfera. Un segundo rayo restalló diestramente, como un látigo de luz inmenso, sobre el transepto de la iglesia, que se encontraba, respetuosamente sitiada, en el lugar cimero, ahijando al resto de las construcciones. Atronó como un hiperbólico coro de timbales y un brutal escalofrío removió los maderos y adobes de las casas. Después, el más absoluto silencio lo abarcó todo, y en un instante, el bisbiseo de las primeras gotas de lluvia se confundió con los gritos de: ¡Fuego!, ¡Fuego!.
 

 Un fuego extrañamente azul, que chisporroteaba como una higuera ardiente, iba arreciando al tiempo de la lluvia, como si esta, en lugar de sofocar el incendio lo alentara, como cuando mi padre derramaba el resto de una copa de anís sobre la lumbre y esta, soliviantada, mostraba su enojo desprendiendo bruscas llamas amenazantes. Una flamante columna de humo y fuego fue ganando altura hasta parecer la sombra ardiente del espigado campanario. Todo el mundo se echó a la calle con baldes y cubos, pero la gran elevación de la falsa bóveda hacía imposible cualquier acción de extinción, así que, alertados por la voz del sacristán, centraron sus esfuerzos en la salvación de las reliquias e imágenes sagradas.
 
Don Dimas, el cura, asistía enmudecido y como extraviado a la anárquica procesión de figuras de vírgenes inmaculadas y santos piadosos, que atropellándose, eran sacados por la ojiva de la cara oeste. Allí estaba San Roque, con su afectado sombrero y una calabaza auténtica colgando de su cayado, se dejaba llevar inútil, dando bandazos, sobre los hombros de aquellos labriegos que en tantas ocasiones le habían rezado. A sus pies, su inseparable compañero, desconsolado, parecía responder a la letanía de aullidos que por doquier resonaban. Un apolíneo San Sebastián, tallado en madera, al tiempo de ver su cuerpo florido de dardos, sufría el doble martirio de tener quemadas sus piernas; uno de los travesaños encendidos había caído a los pies del cadalso sobre el que se erigía y había sido rescatado justo a tiempo; unos instantes después se desplomaba el resto de la cubierta, produciendo un estruendoso chasquido que fue el preludio de un delirante espectáculo de formas y luces infernales.