lunes, 29 de abril de 2013

CAPÍTULO IV "El Belén"



Llegó el solsticio de diciembre. El sol se retiró, allende los mundos, a sus cuarteles de invierno, al lugar lejano y vacío donde el silencio de las luces, lo cubre todo. Me levanto con los destellos albinos de la más tierna madrugada. Últimamente duermo poco y me despierto como confundido, abandono la cama con ansiedad (con lo que siempre me había gustado hacerme el remolón cuando mi madre llamaba), pero si en la juventud el sueño es la recreación de la vida, en la vejez es la premonición de la muerte.

 
                Bien abrigado y con apenas una manzanilla en el estómago, comienzo mi paseo de cada día. La mañana es fresca pero despejada, por lo que el campo se llena de unos brillos irisados que parpadean con el viento. Los predios y los lomos parecen azotados por olas de escarcha que rompen contra el musgo de los canchales. Me dirijo a la umbría del cerro, frente a la Parrablanca, donde coinciden los alcornoques y el musgo más vistoso; allí siempre han crecido las primeras y mejores hierbas que pastaban las vacas de mi padre ya desde la fiesta de Santiago Apóstol. Este lugar se convierte, todos los años, en el almacén natural de elementos ornamentales para belenes: el corcho rememora las montañas de Palestina y el liquen las verdes praderas de Belén, que espolvoreadas con harina, en algunas partes, simulaban las tierras nevadas, (más tarde, en los libros, descubrí que el próximo Oriente, lejano a la tundra, se compone de suelos áridos y desiertos pedregosos).

 
                Cada Navidad, con un rito ancestral, coloco con gran ceremonia cada figurilla, puente o casa del nacimiento. Esto me devuelve, (por encima de lo que el espejo, tan ecuánime como implacable, testifica) a otras épocas de mi vida, en que, con el mismo anhelo y dedicación, realizaba esta gratificante tarea. Una sensación candorosa y de bienestar me llena cuando finalmente lo termino; como si fuera lo único verdaderamente importante que hubiera hecho en la vida, lo único que de valor humano pudiera atribuírseme. Esta inquietud, a medio camino entre el gozo religioso y lo sentimental, entre lo trascendente y lo cotidiano, me la inculcó de la manera más sencilla y tierna, como sólo él sabía hacerlo, el padre Cristóbal de Echevarría. Cuando este navarro inquieto pero bonachón, humano a la vez que enérgico, llegó en 1924 tenía una tarea nada fácil por delante. Un año antes la iglesia había ardido, debido a una tormenta, quedando en su mayor parte arrasada.

CAPITULO III "La escuela"


          

      D. Amadeo García Belloso, director de la escuela nacional "San Andrés", dirigía, visiblemente enorgullecido, el saludo marcial matutino. A su condición de preboste escolar unía la dignidad de comisario-secretario de la Falange en la localidad. Llevaba siempre una camisa púrpura, llamada hábito, anudada al cuello por un cordón de hilos blancos y negros entrelazados y con flecos en sus extremos. Era el distintivo de los que, habiendo rogado una intervención divina, hacían la promesa de no quitarse esa vestimenta si el Altísimo escuchaba su súplica. D. Amadeo  explicaba que había realizado esta ofrenda, en julio del 36, a cambio de que España fuera liberada de las garras del estalinismo y la anarquía,  aunque, en realidad, el no había hecho mucho por la causa.
 

Pasó toda la guerra en Sevilla, lejos del frente, ejerciendo de ordenanza de un capitán de intendencia, tío suyo, encargado del abasto del ejército del General Varela, que en su marcha hacia Madrid, se encontraba en plena "guerra de columnas" tratando de acabar con pequeñas unidades republicanas dispersas. Mientras, en retaguardia, el capitán emérito encomendó a su sobrino la exclusiva responsabilidad de que los envíos de Oporto al generalato no se interrumpieran, trasladándose él mismo a Rosal de la Frontera cuando algún cargamento quedaba inmovilizado por las autoridades aduaneras portuguesas, lo cual solía solventarse aligerando algo el peso de los camiones.
 

                La máxima que guiaba sus acciones, y que a menudo gustaba repetirnos, era: "El deber es lo más hermoso y el sacrificio en el intento de cumplirlo lo más grande". El deber era hacernos buenos hombres y buenos españoles, por ello trataba con la máxima severidad el desliz más inocente. Era partidario de aplicar castigos colectivos incluso para faltas individuales, de este modo, quería inculcar los sentimientos de lealtad y respeto hacia los compañeros en la consecución de la causa común. A estos ideales apelé yo el día que una pelota perdida rompió un cristal de su despacho, y me negué a responder a la inquisición sobre el responsable del destrozo. Ello me costó ración doble de palos y un mes sin salir al recreo. Don Amadeo  era todo un virtuoso en el manejo de la regla como arma de castigo, desconozco si algún día le dió uso como instrumento de medición. Era uno de aquellos listones de madera que marcaban 40 cm. Se alabeaba notablemente, con la flexibilidad e inspiración de una fusta, infringiendo un considerable dolor y enrojecimiento en la palma de la mano. Allí donde pueden consultarse las líneas que desvelan el futuro, pero cuyos relieves y vaguadas habían sido borrados del mapa a fuerza de golpes, como negando el porvenir.

 
      Pero lo peor fueron las cuatro semanas de reclusión: ¡Cómo sufría viendo a mis amigos jugar en el patio!. Era curioso observar cómo aquella pléyade de niños, de distinta edad pero igual desbordante energía, se entrecruzaban atendiendo a sus actividades (la pelota, las canícas, el churro- media manga- manga entera) sin, aparentemente, estorbarse, como un ejército de hormigas perfectamente adiestrado que cruza sus trayectorias siguiendo un plan previsto, como un mecanismo de relojería.

Lleno de hastío miraba por la ventana, tintando de vaho el cristal con mi aliento triste y dibujando sobre él los contornos de la melancolía. Maldiciendo mi suerte y mi conciencia, pues allí estaba Carlitos, libre y despreocupado, chutando a la pelota, cuando él había sido el causante del destrozo. Entonces entró Don Manuel en la clase, y al verme así, se sentó a mi lado y me habló haciéndome compañía. En medio de la conversación me preguntó:

                - ¿Qué querrás ser de mayor?.

       Yo que nunca me había planteado tal cosa, pues no pensé que fuera algo que se pudiera elegir, me quedé extrañado por la pregunta (¿Cómo si no podían haber escogido los hombres del pueblo ganarse la vida doblando el torso eternamente y batiéndose con la tierra con la innoble defensa de un azadón?).

                - Guerrillero, quiero ser guerrillero.

      Fue lo único que se me ocurrió decir para no decepcionarle, mi principal diversión era jugar a la guerra con mis amigos, junto a las ruinas del castillo, entre sus desvencijados lienzos y murallas mutiladas.   


                Él sonrió paternalmente por mi manifiesta inocencia pero luego sus ojos se ensombrecieron y dijo, (con una voz cansada pero profunda, como la de los profetas):

                - "La guerrilla es la guerra más justa: la guerra por la supervivencia. Pero has de saber que no sólo hay que derrotar al enemigo, sino que también hay que escarmentar a los traidores y alentar el sacrificio. La guerrilla es la guerra del hombre contra la injusticia, las reglas militares quedan extravasadas y se busca la consecución de la paz por todos los medios, incluso por aquellos que rozan la inhumanidad." Cuando pronunció estas palabras no me hablaba a mí, no al menos al niño, sino quizá al hombre que sería algún día. Hablaba para sí mismo, hablaba al mundo entero. En su mente estaban los sangrientos acontecimientos que habían hecho, en numerosas ocasiones, del hermano un enemigo y del amigo un extraño. Una guerra incivil que había sembrado España con los mejores corazones, para conseguir, al fin, una estéril cosecha de cruces.
 

                Se quedó en silencio unos instantes, como hipnotizado por sus propios pensamientos. Luego salió sin decir nada para volver en breve con un libro en sus manos.

                - "Toma, para que te entretengas mientras dura el castigo". Se trataba de "Juan Martín. El Empecinado" de Benito Pérez Galdós. ¡Cómo me sedujo aquel relato! Aquellas dispares batallas y gestos gloriosos. La osadía en la lucha y la camaradería en el descanso. El pueblo arrostrándose con biernos y hoces al francés invasor. A este fueron sucediendo otros episodios nacionales que me iba facilitando D. Manuel. A él le debo, entre otras cosas, el amor por la lectura y la pasión por la historia.

 
                Años después, releyendo esta novela, remarqué unas líneas que explicaban de un modo clarividente el devenir histórico de esta tierra: "Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional: son nuestro cuerpo y nuestra alma; son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje". Galdós sabía calar, diestramente, en el meollo de las cosas, tanto las cotidianas como las épicas. Galdós fue uno de esos escritores, tan infrecuentes en nuestros días, que haciendo prosa hacen patria.

 

jueves, 25 de abril de 2013

CAPITULO II "Don Gabriel"


     





                Cuando era joven la vida parecía acabarse con el verano, pero ahora que la vista se confunde y se nublan algunos recuerdos, ahora que mis manos parecen sarmientos sin el dulce humor, ahora amo el invierno.
 

                Niños y animales, hombres y frutos se recogen, y aunque la artrosis no tuviera mis rodillas como un San Sebastián, saeteadas por los pinchazos, tampoco podría andar senderos y brincar portillos en busca del tomillo que da fragancia a la casa y, cuando se seca, gusto a las aceitunas. El frío y la lluvia hacen rasero de las edades, igualan sus horas y ritmos, democratizan la vida. Los niños van al colegio, después de comer, con sus gruesos abrigos y bufandas, festoneadas como banderas, tapando sus orejas; lejos están aquellos tabardos ásperos y chalinas de indefinible color, pero no les envidio; la escuela siempre me enseñó cosas a mi pesar, igual que la vida, además me esperan en la taberna de Frutos, para echar una partida de dominó con una copa de coñac o tal vez una palomita. 

                El único maestro que recuerdo con cariño es a D. Gabriel. Había sido secretario personal del gobernador civil de Pontevedra con tan sólo 23 años y se esperaba de él una fulgurante carrera que, sin duda, finalizaría en Madrid, como alto cargo de algún ministerio de relevancia como el de Guerra o el de Agricultura. Entonces lucía un bigote perfecto que subrayaba sus labios finos de gran atractivo.

 En una fiesta organizada por el comandante militar de la zona centro, con motivo de la conmemoración del alzamiento nacional, fue presentado a Florita, la hija menor del conde de Humelos. Tenía unos ojos chispeantes y orientales, acentuados por la raya pintada alargando el ojo al modo egipcio. Le dedicó una sonrisa que  le pareció demasiado abierta para ser simple cortesía, así que, tras conversar un buen rato, mostrándose decidido, le  invitó a bailar. Bailaron el resto de la velada y cuando la orquesta anunciaba su última pieza musical sintió una mano en su hombro que le retenía y una voz que, con un deje agresivo, decía:

                - "Si es tan amable de soltar a mi hija". Su madre, una señora decorosa y decimonónica, chincheteada de joyas, miraba desaprobadoramente a Florita, como no advirtiendo la presencia del joven Gabriel, aunque el mensaje había sido incuestionablemente dirigido a él.

                - "Pero mamá, únicamente bailábamos, este joven ha sido muy cortés". Interpeló ella con tono desconsolado.

-"¡Sé digna de tu posición y de tu casa y no oses contradecirme!", le reconvino enérgicamente su progenitora, y acto seguido se la llevaba, fuertemente cogida de la mano, desapareciendo por entre la sala, que estaba a rebosar de parejas justo en el momento que atacaban a la última canción. Un calor irrefrenable y volcánico recorrió desde las extremidades hasta sus sienes, y no se debía a las altas temperaturas del verano ni al impermeable frac alquilado.

                 
El fuego de esa noche se convirtió en fiebre a la semana siguiente, hasta que por fin se decidió a escribir unas líneas de amor a su Dulcinea palatina, y los pliegos de papel hicieron la función de cataplasma que disiparon su mal en unos ardientes versos que rimaban ABBA. Florita quiso responder a sus sentimientos, pero su madre interceptó la candorosa misiva escrita en cuartilla holandesa (perfumada con sedimentos de jazmín). Así acabó el particular romance y también el personal "cursus honorum" del atrevido secretario, pues el duque de Humelos, padrino del ministro de Gobernación, se encargó de ello personalmente. No podía permitirse emparentar con el hijo de una familia de la pequeña burguesía provinciana, tan reprochada por los grandes de España desde el tiempo de los Austrias. Y así fue arrojado al ostracismo de una plaza de maestro rural en la ruda y rectilínea meseta castellana, lejos de aquellos altos prados, atestados de clorofila, de su querida tierra gallega.

                En D. Gabriel se enquistó una furia incontrolable contra la aristocracia, que le incluyó, de por vida, en las filas del socialismo planetario y el anarquismo doméstico. El bigote atildado se trocó en barba y, como era harto difícil adquirir una formación política revolucionaria en la España del racionamiento, se convirtió en un autodidacta de la revolución. Comenzó leyendo todos los libros de cuentos autores rusos caían en sus manos (y que no estaban en la lista prohibida del censor general de literatura y prensa): Pushkin y Tolstoi, en un principio, más adelante se apasionó con la lectura de Dostoyeski, que auguraba, en cada una de sus voluminosas y bíblicas novelas, la decadencia de Occidente y la muerte de una civilización caduca. Además se sentía fuertemente identificado con muchos de los personajes de sus obras, que como él, eran criaturas atormentadas que luchaban contra su destino. En su época sus utopías tenían el mismo crédito que las fantasías de su contemporáneo Julio Verne ( un siglo después, muchas de las premoniciones técnicas y científicas del francés se han visto ampliamente superadas mientras que apenas se ha avanzado en los ideales humanitarios del ruso). Pero cuando su espíritu se convulsionó verdaderamente fue con la lectura de "La madre" de Máximo Gorki. Sin necesidad de conocer la retórica teorizante de Engels y Marx, se afirmó en él la más pura conciencia obrera.

                Casi siempre se las arreglaba para ausentarse, a primera hora de la mañana, cuando formábamos en el patio para entonar el Cara al sol, antes de comenzar las clases. Los chicos, desde nuestro lado de la tapia, cantábamos el himno con toda la potencia de que eran capaces los pulmones, para tapar así el tono agudo y gritón proveniente del lado de las niñas y dejar constancia, desde el principio, de nuestra superioridad y dominio. Seguramente esto sería tomado, por el señor director, como la muestra del ardor y lealtad, que los hijos de la triunfante nación, agradecidos, ofrecían a sus guías de la nación. (Durante algún tiempo, al oir hablar de la Santísima Trinidad, creí que se trataba de Franco, Cristo y José Antonio, pues de hecho, este era la iconografía repetida y venerada en las aulas y demás espacios públicos).