lunes, 8 de julio de 2013

El beso

 
Amelia ,la hija del tío Requejo,  la solterona , nunca besó a un hombre.

 En la infancia, jugando en la calle  con los niños, a veces alguno más atrevido daba  un beso furtivo a una de sus amigas, y esta, sintiéndose afrentada,  se marchaba a su casa mostrando gran enfado aunque la mirada le brillaba y la boca le sabía a turrón. Ella, sin embargo, nunca tuvo esa suerte.

Luego, de jovencita, ningún mozo mostró interés por ella, y tuvo que conformarse con imaginar historias  de amor  en las hojas gastadas de novelitas románticas. ¡Cómo anhelaba aquellos besos largos y profundos que contenían sus páginas!.  Lo que más le seducía no era el aspecto carnal del beso, sino una especie de curiosidad intelectual, por conocer al otro, al hombre, un ser al que desconocía como si fuera un extraterrestre. Un beso sería como poner en contacto dos mundos distintos, como un encuentro en la 3º fase.

Un día, rayando ya los 30 años,  en la  boda  su prima Teresa ( 9 años más joven que ella y la última que quedaba por casar), contemplaba desde una segunda fila de sillas como se iban formando la parejas de baile en el salón del convite. Observaba la escena como si estuviera en el cine, como un espectador que  sabe que está en  un mundo paralelo. Ya se había hecho a la idea de no pisar jamás  el país el amor, ni tan siquiera  de alcanzar su frontera invisible: el beso; se había resignado  a conocerlo sólo por  imágenes, como en postales de turistas. Por eso se sorprendió sobremanera, cuando un  buen muchacho, de nombre Gregorio, le sacó a bailar mientras le sonreía. Él le hablaba bajito y apenas le apretaba pero ella sentía con gran fuerza  su mano en la cadera y sus palabras en el corazón. 

 A partir de aquel día le cortejó, Gregorio se mostraba siempre serio y respetuoso, tan serio y respetuoso que nunca hizo un ademán de besarla (aunque ella lo deseaba) y cuando le acompañaba a casa la mayor muestra de cariño que se permitía era una caricia en el brazo y un afectuoso adiós. Una tarde de verano de 1936, paseando por la carretera de Cardiel,  pararon en el Canto de Tio Matias buscando la sombra, ella le hizo una confidencia y él le sonrió, le agarró por la cintura y se acercó más que nunca, Amelia cerró los ojos esperando un beso pero en ese momento se oyó un  grito, una mujer voceaba por la calle con tono de lamento. Debía ser algo  importante pues los vecinos  salían de sus casas y escuchaban con gran atención. La pareja se acercó a enterarse de lo que pasaba  y pudieron  escuchar  lo que exclamaba: ¡Guerra, va a estallar la guerra!. La radio había dado  la noticia de que en la noche del 17 de Julio se había producido un pronunciamiento militar en el Protectorado Español en Marruecos  . Gregorio, un falangista de primera hora y hombre decidido (aunque no en el amor) le pidio que le esperara  y se fue corriendo en busca de sus camaradas, quería  estar el primero en esas  horas decisivas  del golpe de estado. Unas semanas después murió en el alto de los Leones y con él la esperanza de  Amelia de  besar algún día a un hombre. 

 La Posguerra fue un  tiempo difícil, pero especialmente para una  mujer soltera a la que se le acababa  la juventud. Había carencia de alimentos pero también de hombres: muchos murieron y otros se marcharon al exilio o estaban en la cárcel y los que volvieron fueron objeto de una dura rivalidad entre las chicas casaderas del pueblo. Amelia, triste y resignada, ni compitió.

 Amelia volcó toda su capacidad de amor en la religión y todos sus afectos fueron para  la Iglesia: acudía siempre a misa (donde pasaba el cestillo), impartía catequesis, visitaba a los enfermos y era la encargada de tener limpio el templo y  de adecentar  las imágenes y objetos sagrados necesarios para el culto. Un Domingo de Resurreción, en la procesión, los Quintos habían realizado un Judas gigantesco que más parecía el muñeco de Michelín, orondo y alegre, que aquel discípulo traidor y enjuto que describe la Biblia. El monigote, hecho de trapos y paja,  estaba preñado de cohetes y pólvora y tal fue la detonación, la más grande que se recuerda, que cubrió el cielo de plaza  de polvo y pavesas, y luego, como una lluvia de humo, cayó sobre los que allí estaban congregados, haciendo a los viejos  toser y a los niños llorar. 

 Cuando la procesión regresó a la Iglesia, y una vez que todos se habían marchado, Amelia comenzó a limpiar la  imagen del Jesús crucificado, tiznada por la nube de cenizas que se cernió sobre la plaza. Con un pañuelo humedecido empezó a limpiar el torso, las costillas marcadas sobre la piel barnizada, la herida en el pecho como una insignia de sangre. Luego  emocionada, recordando su agonía, volvió a mojar el pañuelo, esta vez en sus lágrimas, y le limpió la melena, la frente ensangrentada festoneada de espinas, y luego los labios, delicados, enrojecidos por la pasión. Sin pensar en  lo que hacía  se fue inclinando hasta rozarlos con sus labios y luego los besó, en ese momento la fría pintura se volvió cálida y húmeda, y la madera tomó la suavidad de la carne, fueron tan sólo unos segundos pero le pareció sentir el temblor de la lengua y el escalofrío de la boca.

 Sobrecogida,  bajó de las andas y se arodilló,  una mezcla de sentimientos, entre el miedo y la ternura, inundaban su cuerpo,  su mente se debatía entre el gozo y el arrepentimiento, no sabía que pensar: ¿Había  sido aquello un milagro o tan sólo fruto de su imaginación? . Se quedó rezando durante horas,  las lágrimas le caían como cuentas de un  rosario y en su pecho el corazón se movía de un lado al otro, como el péndulo de un reloj.

Y así, Amelia, la solterona, la mujer que nunca besó a un hombre, quizás besó a Dios.




 

                 

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