jueves, 4 de julio de 2013

MADRID (1ª parte)



Nunca  olvidaré la primera vez que vi  Madrid, fue en 1952,  llegaba a la gran ciudad para cumplir el servicio militar. Bajaba el autobús de línea por el paseo de Extremadura,  a un lado quedaba la Casa de Campo,  a otro una hilera de casas antiguas junto a la Puerta del Angel y un poco más allá otras en construcción en lo que sería la avenida de Portugal. Entonces alcé la vista y en el horizonte, en  lo alto de  una  colina, apareció el Palacio Real, grandioso, refulgiendo  con sus sillares plateados por la luz de  la tarde, engarzado como una alhaja en el Campo del  Moro.  Aquello me pareció una visión sublime, como una  revelación.  Cuando crucé el Manzanares  por el puente de Segovia sentí que atravesaba una frontera que me iba a cambiar, no entraba solo en  un nuevo lugar, sino en un nuevo tiempo. Para bien o para mal, la vida que había llevado hasta ese momento había terminado,  después de Madrid ya nada sería igual.

 
Luego, subiendo la cuesta de San Vicente, con la cara pegada al cristal como un niño en un escaparate,   intentaba no  perderme  detalle. Los edificios me parecían castillos y los policías municipales, con sus cascos blancos y sus cananas cruzadas, caballeros  medievales que dirigían a los coches como si  fueran sus huestes. Por las aceras las gentes andaban aprisa, con  paso decidido y marcial,  en lugar de caminar   parecían  estar desfilando. Desde entonces me ha dado la sensación de que Madrid se encuentra siempre en estado de sitio, como si estuviera en constante preparación para la  batalla (para muchos de los que nos criamos en un pueblo ir a la capital era como ir a la  guerra).
 

Me acompañaban en el autobús mis quintos Eusebio y Juan  de Bayuela y Nasta de Cardiel,   nos había tocado hacer el campamento en  el Pardo e íbamos juntos en esta aventura. Asombrados como yo, contemplaban todo con la máxima curiosidad y hacía rato que no hablaban. Sentados en la fila abatible del pasillo, sin saber decidirse, miraban a izquierda y derecha como si vieran un partido de tenis. Cuando ya  íbamos a torcer por  la calle de Bailén, en dirección a la estación, paramos en un semáforo y entonces me sorprendí al ver a lo lejos una construcción gigantesca, la más grande que había visto en mi vida. De repente, como si estuviera poseído, le imploré al conductor que abriera las puertas y nos dejará bajar, consintió con desgana y poco después  atravesaba la Plaza de España con la maleta a cuestas, andando ligero y decidido, como un visionario, algunos pasos atrás me seguían mis paisanos a regañadientes,  quejándose  de la marcha  que llevábamos, pero es que yo me sentía como Moisés guiando al pueblo de Israel y no podía parar.
 

Al llegar al final de la plaza miré hacia arriba hasta que  el cuello ya  no me daba más, el Edificio España, recién inaugurado, con sus 25 plantas y sus mil ventanas, era algo nunca visto, de hecho se había convertido en  el edificio más alto de Europa. Viendo pasar las nubes por su fachada  parecía que el edificio se echaba encima, una sensación  de vértigo recorría mi cuerpo y aún mi alma vacilaba más.

Hasta ese día la construcción más grande que había contemplado era la  catedral de Toledo  pero ahora  la recordaba  pequeña e inocente en comparación. En el flanco izquierdo de la plaza se estaba iniciando la construcción de otro edificio que sería aún más alto, la Torre de Madrid. Pensé que  las iglesias góticas  iban a sentirse tristes, sus piedras nunca podrían igualar la ligereza  del hierro y  el hormigón, y   los hombres iban a dirigir ahora su atención  a estas catedrales civiles que son los rascacielos.

 Conmocionados aún por la visión del Edificio España,  subíamos por la Gran Vía como si pisáramos otro planeta, con una sensación de euforia y asombro similar a la de los tripulantes del Apolo XI en su llegada a la Luna. Los cines parecían palacios, con sus columnas clásicas y sus paredes de mármol, pero aún me llamaba más la atención los carteles gigantes que anunciaban las películas  en sus fachadas, estaban pintados a mano y me parecieron más bellos y laboriosos que los cuadros del Museo del Prado ( que conocería más adelante en un día de permiso). De entre todos  ellos me quedé fascinado con el que anunciaba la película “Mogambo” en el cine Avenida: sobre una imagen de la Sabana africana se encontraba  Clark Gable franqueado por Grace Kelly y Ava Gardner, dos mujeres de una  belleza infinita aunque diferente: una rubia  con aire frágil y dulce y la otra morena con apariencia  volcánica y turgente. El cartel evocaba pasión y aventura y quise ser como aquel hombre. Fue entonces cuando decidí dejarme bigote, lo cual sirvió de diversión para  mis amigos  y de aflicción para mi madre. Fue el primer signo de cambio de mi paso por Madrid aunque no  duró mucho, sin embargo otras  huellas más profundas pero menos visibles  quedaron para siempre en mi corazón.

 

(Continuará)

 

 

 

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