sábado, 14 de septiembre de 2013

VOLVER


Yo vivía feliz en Castillo de Bayuela, satisfecho en mi pequeño mundo, convencido de no querer estar en otro lugar, pero en 1981 un primo de mi padre, que había emigrado a América durante la dictadura, le ofreció un trabajo muy bien pagado en una prospección petrolífera de Venezuela. Lo que iba a ser una campaña de un año de duración, se convirtió en un empleo de por vida. Yo tenía 16 años, desde entonces no he vuelto al pueblo.

Dicen que la adolescencia es la patria de todo hombre, pues bien, desde entonces me consideré un apátrida, un bayolero errante y hoy, 30 años después vuelvo a casa, entusiasmado pero lleno de añoranzas, ilusionado pero con miedo de sentirme un extraño, de no ser reconocido, como Ulises de regreso a Itaca. Lo peor del paso del tiempo no es encontrar cambiado un lugar en que viviste sino comprobar que quién más ha cambiado eres tu.

Por la moderna autovía A-5, que entonces era una carretera de sólo dos carriles más conocida como la general, tomo el desvío y me enfrento al "sky-line" del pueblo formado por la sierra de San Vicente y el Cerro y las pulsaciones del mi corazón empiezan a acelerarse, como cuando era un chaval y veía de lejos la chica que me gustaba. Cuando pasé el cruce de Garciotún sentí que se abría una puerta en el tiempo y que, en ese mismo momento, cruzaba el umbral de la memoria, donde habitaban mis recuerdos más lejanos y también los más queridos.

La cuesta ya no tenía las curvas de antaño, algunas de las cuales todavía se podían apreciar en el margen izquierdo, como el meandro de un río que hubiera quedado fuera del cauce. El asfalto, que entonces era rugoso y lleno de baches, ahora era firme y liso como si la carretera se hubiera hecho un lifting, Estaba preparado para ver las cosas cambiadas pero aún no había entrado en el pueblo y ya eché en falta la caseta de los camineros. Aquel edificio de piedra, rematado en sus esquinas de ladrillo, había sido siempre la primera construcción que anunciaba la población, y aunque ya la conocí abandonada y fui testigo de como su techo se rendía, lentamente, cayendo las tejas como lágrimas, era un punto importante en el mapa sentimental de mi adolescencia. Aquel era un lugar habitual para ir de paseo por la noche y detrás de sus muros fumé mi primer cigarrillo, un celtas cortos sin boquilla, el más barato que pudimos comprar en el estanco. Era un tabaco negro de sabor áspero y olor amargo que sólo fumaban los hombres mayores del pueblo, pero entonces nos daba igual porque no nos tragábamos el humo. También allí, jugando a verdad o condición, di mi primer beso, que fue corto en el tiempo pero largo en el recuerdo.

Comprendí que para asimilar todo lo que me esperaba tenía que ir más despacio así qué aparqué el coche en el espacio donde otrora se levantaba la caseta y decidí continuar andando. Al entrar por fin al pueblo vi la casa de Antonio Tofiños, el auxiliar, que estaba tal como la recordaba, sólo faltaba, aparcado a la puerta, el R-12 ranchera de color blanco con que llevaba a misa a sus hijas, tan bellas, tan encantadoras, que a mi aquel Renault en vez de un coche me parecía una carroza real. Yo las espiaba desde la báscula de camiones que estaba enfrente, ahora ya marchita y oxidada. Desde su techo, en las noches de verano, contemplaba sus ventanas y cuando apagaban la luz me tumbaba, miraba al cielo y avistaba las estrellas fugaces deslizándose por el firmamento como gotas de agua sobre el cristal.

Las calles conservaban su trazado y algunas casas permanecían, pero las más antiguas, aquellas de adobe y piedra encaladas de blanco habían desaparecido y habían sido sustituidas, con mayor o menor fortuna, por construcciones de ladrillo o simplemente revocadas, cubiertas con otros colores, entre el amarillo y el ocre.

La plaza también había cambiado, hasta el ayuntamiento era distinto, sólo quedaba un dintel de piedra de la antigua construcción, que a su vez era un recuerdo del concejo primitivo. Sólo el rollo se mantenía imperturbable, testigo de muchos cambios, como una marcapáginas de piedra que se deja en el libro de la historia para saber por donde seguir leyendo. Recordaba los poyos donde Tío Blas, desde primera hora de la mañana, silbaba sus alegres canciones y saludaba con cariño a los vecinos, como si fuera el heraldo del nuevo día, el profeta de lo cotidiano.



En la plazuela me sorprendió ver al verraco rodeado de una valla, como si estuviera encerrado en una cochiquera. En mis tiempo estaba sólo, rotundo, elevado sobre un podio por el que los niños escalábamos con difícultad hasta cabalgarlo. Había una manera arriesgada que consistía en ir corriendo y subir del impulso, de ese modo, un día, taloné mal y estrellé mi cabeza contra sus testículos de piedra, un chichón enorme recordó todo el verano mi osadía y más tiempo aún las risas de los demás.

Miles de recuerdos se agolpaban en mi mente pero me costaba encajarlos en ese nuevo escenario. Empecé a tener una sensación extraña, como si fuera un intruso en aquel lugar, como si ya nada tuviera que hacer allí, y pensé que quizá Joaquín Sabina tenía razón al cantar "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Decidí marcharme, sin que nadie me viera, para no volver jamás, pero ya que iba a ser la última vez, subiría al cerro como despedida.

Por el camino de la Fuente Arriba, quebrado y antiguo, jalonado de piedras poderosas y alcornoques fornidos, pensé que el hombre envejece y se arruga mientras los pueblos se modernizan y rejuvenecen, corriendo en direcciones opuestas, pero la naturaleza siempre está ahí, permanente, invariable , metáfora de la eternidad , y empecé a sentirme más confortado, más seguro, arropado por imágenes que reconocía y que no habían cambiado desde mi infancia: la sillita de la reina, el faratón del moro, la fuente sarmiento... Coroné el cerro y atravesé murallas milenarias que me hablaban de pueblos antiguos que existieron mucho antes que yo, y la Torre Castilla, vieja pero orgullosa, alzada por árabes y cristianos para que yo ahora la viera, me decía que yo también pertenecía a ese lugar.

Desde las lancheras, bandera de musgo y piedra, que ondea sobre Bayuela, contemplé las casas apiñadas y las calles torcidas, los campos desnudos y los caminos vacíos y sentí que todo seguía igual. Desde aquella distancia el pueblo parecía el mismo y en mi corazón no habían pasado los años, y entonces volví a sentirme bayolero, y volví a sentirme un chaval.





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