miércoles, 3 de julio de 2013

CAPÍTULO XVIII "Canciones de mi vida""




Próximo a cumplir los 80 años la mayor parte de mis pensamientos están relacionados con el pasado. Supongo que es normal porque a mi edad pesan más los recuerdos que las esperanzas, y mientras lo que ya he vivido ocuparía un volumen grueso con letra pequeña, mi futuro más lejano lo podría resumir con una revista TP y los programas que veré en la televisión la próxima semana.

 
No trato de hacer una reflexión pesimista de la vejez simplemente es que la vida es así. Lo importante es que esos recuerdos hayan sido felices y que el presente, si llega el momento, pudiera ser un gran fin. Yo me siento contento de mi existencia y no me quejo de lo que tengo ¿Qué más puedo pedir?. Si rastreo en la memoria, que es como un desván de los sentimientos, encuentro un montón de tesoros con los que sentirme dichoso, son historias vividas al lado de personas que me quisieron mucho, mi familia, mis amigos.
Muchos de esos buenos momentos tienen la imagen de mi madre y la banda sonora de sus canciones, pues más allá de acontecimientos relevantes como una boda o las fiestas del pueblo, mi madre sabía hacer especiales las situaciones más corrientes y convertía en mágicos los hechos más cotidianos, para ello contaba con dos armas maravillosas: su inagotable ternura y su cálida voz.

A su lado la vida era como un musical de Broadway, o si se prefiere como una zarzuela en el Teatro Español y, al igual que en esos espectáculos, bastaba una palabra suelta o un hecho intrascendente para que mi madre entrara en escena y se pusiera a cantar. Solía valerse para ello del repertorio completo de Quintero, León y Quiroga, que eran sus autores preferidos y para mí el trío más importante que ha dado la historia de la música española. Que mi padre, por ejemplo, decía que los limones en lugar de amarillos estaban verdes pues ella se arrancaba con “Ojos verdes, verdes como, la albahaca. Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón”, que mi hermana pequeña lloraba desconsolada pues ella entonaba “¿Qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones?”, que yo la abrazaba meloso porque quería conseguir algo: “Te quiero más que a mis ojos, te quiero más que a mi vía, más que al aire que respiro y más que a la mare mía.”Todos mis recuerdos se confunden con sus canciones: cuando era pequeño me daba miedo subir a la troje, y si tenía que hacerlo porque mi padre necesitaba alguna herramienta o mi madre me había mandado a buscar unos ajos, ella se quedaba al pié de la escalera y cantaba, en voz alta, para que supiera que estaba allí (que siempre iba a estar allí) y eso conjuraba mis recelos y me infundía valor. Del mismo modo, al acostarme, me arrullaba con “Mi niño se va a dormir , su mamá le va a cantar, para que cuando venga la loba esté dormidito ya” ahuyentando los fantasmas y desnudando a la oscuridad. En mi cumpleaños siempre me despertaba con “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David, hoy por ser día de tu santo te las cantamos a ti. …” que se ha convertido para mí en un himno al amor más absoluto (el de una madre hacia su hijo), pues era como un recordatorio de que quien me dio la vida un día, daría, en cualquier momento, la suya por mi.

Pero si había un lugar donde resaltaba esta afición suya por cantar era en la iglesia, pues a su gusto por la música unía su amor a Dios. Si una canción era la mejor manera de expresar sus sentimientos, una canción de misa era para ella la forma más bella de oración, la manera más sublime de comunicarse con Dios, y cuando cantaba, parecía transfigurarse en uno de esos serafines que dirigen los coros de los ángeles y que tan gratos son al Padre Celestial, y por eso, hasta el órgano, con su tono profundo y su sonido vibrante, parecía sentir celos de su interpretación. Todavía hoy cuando escucho a las mujeres cantar en los oficios de Semana Santa “ Pange, lingua, gloriosi Córporis mystérium…”cierro los ojos y me parece oír su voz

No hay comentarios:

Publicar un comentario