miércoles, 3 de julio de 2013

Capítulo XXI "Aquella tarde en el rio"



Cuando era niño los  veranos en Bayuela podían resultar  muy  duros. Por el día el calor era sofocante y había que buscar  el interior de las casas, esperando que sus gruesos muros ahuyentaran la flama. De noche, por el contrario,  la gente salía a la calle  aguardando la llegada de la  brisa con resignación, como el que espera  en la estación un tren que ya se fue. Pese al bochorno, recuerdo con cariño aquellas noches cálidas de Agosto, se regaban con un cubo las calles secas  y los vecinos sacaban las sillas de espadaña  haciendo corrillos donde se charlaba de cualquier cosa, para los niños se extendían en el suelo mantas de “Pedro Bernardo” donde poder tumbarnos. Yo me quedaba escuchando las conversaciones y con aquel tono cadencioso de  voz, el que se utiliza cuando se habla de noche,  me iba quedando dormido apaciblemente. Creo que  fue entonces cuando cogí la manía de dormirme escuchando hablar y ahora no puedo meterme en la cama sin poner la radio.

En aquellos veranos ardientes y pegajosos la única manera de combatir la canícula era cobijarse del sol  bajo una morera o refrescarse en un arroyo,  pero estos se agostaban la mayoría de las veces y apenas podías mojarte en alguna de las charcas que hubieran quedado con agua como la que estaba bajo el “puente romano” o la que había junto al molino del arroyo Guadamora. Por eso el mayor lujo que uno  podía permitirse en aquellos días era bajar al río a bañarse. No ocurría muchas  veces, pues siempre había alguna tarea que hacer en el campo y además se tardaba más de una hora yendo en carro o en caballería, pero cuando por fin se emprendía el camino aquello era una fiesta para pequeños y mayores. Tras cruzar el secarral en que se convierte el campo en verano y a medida que te acercabas al río notabas que  llegabas a un nuevo mundo, el suelo empezaba a cubrirse de verde y entonces aparecía la pradera, que  crecía vigorosa uniéndose con el río. Los chopos en las orillas jaleaban el paso del agua como la multitud anima  a los ciclistas, mientras que los sauces, más elegantes y ensimismados, con sus ramas jóvenes, sedosas, y sus hojas plateadas se entretenían  acariciando el viento. Junto a la exhibición vegetal estaba el espectáculo humano: los niños correteaban alocadamente chapoteando sobre el agua y las mujeres, que acudían de Cardiel para hacer la colada, extendían las sábanas sobre la hierba para que se secaran,  como lienzos pintados por la luna y las camisas relucientes, colgadas sobre los juncos, daban un ambiente festivo como de banderas  en los balcones el día del Corpus.

Recuerdo una tarde del verano de 1949, mi padre decidió que bajáramos al río, quería ver como iban las obras del puente que se habían iniciado un año antes y que, según decían, había hecho grandes progresos en los últimos meses. Su construcción  era un grandísimo acontecimiento, no en vano los puentes más cercanos para cruzar el Alberche estaban lejos, uno llegando a Talavera en el paraje conocido como El Cristo y otro en Escalona donde el río forma un meandro  que rodea al castillo medieval. El único medio para cruzar el río, en este lugar, era mediante  una barcaza que el tío Feliciano de Cardiel movía con la sola ayuda de una pértiga. Era impresionante la facilidad con que atravesaba la corriente, sobre todo teniendo en cuenta que muchas veces transportaba no solo personas sino también animales o carros, parecía una hoja movida por el viento.

La obra que se estaba realizando allí era sorprendente,  ya se habían construido dos arcos, uno a cada orilla,  y entre ambas había una pasarela con láminas de madera que iba de un lado otro permitiendo el trabajo y el  paso de los obreros. Como era Domingo  las obras estaban paradas y un grupo de chicos, la mayoría  de Cardiel, estaban jugando y   bañándose al pie de las cepas del puente recién levantadas. Nos acercamos mi hermano y yo y vimos como se tiraban desde la pasarela al río, las chicas desde la orilla reían y animaban a los muchachos para que se lanzaran al agua,  entre ellas  había una chica menuda y morena, sus ojos eran brillantes y  vivos, como destellos del río, y a diferencia de sus amigas, que llevaban el pelo recogido, ella lucía su melena al viento (parecía que corrieran toros por su pelo). Yo no podía dejar de mirarla y ella se daba cuenta, pasado un rato ella me miró también y tras hacer una mueca llena de gracia se dirigió a mi con tono burlón: “¿Porqué no te tiras?, ¿No te atreves o es verdad lo que dicen que los de Bayuela no sabéis nadar?”.

Aquello me dolió en el alma, primero porque había  aprendido de bien chico, en la alberca  del tío José,  y  me encantaba  nadar (quizá porque es la sensación  más cercana a volar a que puede aspirar el hombre)    y en segundo lugar porque tenía 16 años, y con esa edad, en la frontera entre el niño y el hombre, escuece que duden en que lado estás. Espoleado por sus palabras y más aún por sus ojos negros, no tarde en quitarme la ropa y subir a la pasarela, habría unos 7 u 8 metros hasta la superficie, y desde arriba la altura parecía mayor. Una vez allí ya no podía volverme atrás, demostrando así que no podía lograr lo que ya habían conseguido otros, pero además el amor propio me empujaba a hacer algo que aún incluso les superara. Los chicos se tiraban de pié, batiendo los brazos como para frenar la caída, así que yo decidí arriesgar más y tirarme de cabeza. No pensé en la  profundidad que podía tener esa parte del cauce ni si  el fondo estaba tapizado de arena o por el contrario cubierto de  piedras, pero el hombre, cuando se sabe observado por una mujer, siempre se ha decantado por la acción en lugar de por la reflexión.  Cogí una profunda bocanada de aire y salté con decisión  hacia las aguas serpenteantes y algo turbias debido a la fuerza de la corriente, gracias a ella se frenó un poco el ímpetu de  mi zambullida y aunque golpeé con las manos en el fondo no me hice daño. Cuando salí a la superficie escuché aplausos y silbidos, al parecer el salto les había impresionado, el agua estaba fría pero yo sentía fuego en el cuerpo. Mientras nadaba hacia la orilla la buscaba entre el grupo, pasado un momento por fin la divisé, ella aplaudía entusiasmada y me dedicó una sonrisa que nunca olvidaré, 11 años después me casé con ella.

Dicen que Abderramán III redactó una especie de diario en el que hizo constar los días en que fue realmente feliz, llama la atención que aquel hombre poderoso y decidido sólo pudo reseñar 14 días de verdadera y pura felicidad,  esa que te llena de júbilo sin saber porqué y que te hace sentir eufórico y radiante.  Pues bien,  no  sabría decir cuantos días de esos he sumado en mi vida, quizá no muchos más, pero entre ellos estaría sin duda aquella tarde en el río.

 

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