martes, 4 de junio de 2013

CAPÍTULO XVII “Fuego”







 
 
Verano de 1946, tenía 13 años, era una tarde calurosa y soñolienta, las calles, con la boca seca, carraspeaban al pasar los carros, mientras el pueblo callaba y   dormía la siesta. Tumbado en la cama  y aburrido (mi madre me obligaba a estar en la habitación aunque no me durmiera) dejaba  pasar el tiempo hasta que me dieran permiso para salir a jugar. Resignado, miraba por la ventana.

El cielo inmenso tenía un velo oscuro, pensé que era la calima, una especie de tormenta de polvo y arena proveniente de Africa que solía aparecer con el estío, pero había algo  que resultaba extraño. Una especie de nubes negras  se deshilachaban a lo lejos y al mismo tiempo un olor vegetal perfumaba el aire. Escuché voces afuera, primero fue un murmullo,  luego se oyeron gritos, y después no quedó duda, las campanas de la iglesia  empezaron a cabecear enloquecidas mientras decían: ¡Fuego!

 
Me levanté de la cama y fui a la habitación  a buscar a  mi padre, él ya se había percatado de la situación  y luchaba nervioso por subirse  los pantalones, mientras mi madre lloraba. Cada vez que había fuego, mi madre sentía una grandísima angustia, era una mezcla  de temor por lo que les podía pasar a los hombres  y de tristeza por lo que les estaba ocurriendo a los árboles. Ella sentía el mismo apego por el hombre que por la naturaleza, y tenía un sentimiento fraterno y profundo hacia todo lo que la rodeaba ya fueran  perros, flores, rocas o hierbas. Recuerdo que en un viejo  libro suyo de lomos gastados  y hojas antiguas, el Cántico de las criaturas de  San Francisco de Asís,  tenía subrayadas los siguientes versos: “Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento/y por el aire y la nube y el cielo sereno /Alabado seas, mi Señor,/por la hermana nuestra madre tierra,/la cual nos sostiene, da vida y contenta”. Yo he heredado de ella ese  amor parejo  por los hombres  que por  la naturaleza, y me duele igual un incendio que una guerra.

 
Mi padre me dijo que le siguiera y nos fuimos a toda prisa hacia las Callejas, donde se encontraba el incendio. Allí teníamos la huerta donde acababa de comprar un motor diesel para sacar agua del pozo, en el se  había gastado todo el dinero que tenía ahorrado  y aún  más que tuvo que pedir prestado. Aunque lo normal era sacar agua  mediante una noria, este procedimiento era lento y además servía para terrenos llanos o que estuvieran por debajo del pozo, pero él quería poner en explotación una gran extensión de terreno que había por encima cuyo desnivel sólo un motor podía salvar. Había sido una apuesta de futuro, arriesgada para el tradicional  recelo que sienten  los hombres de campo por las novedades y  ahora  todo se podía ir al traste por las llamas.

 
El motor estaba dentro de una caseta con un depósito espigado en forma de chimenea y el fuego se le acercaba ávido de cobrar una nueva presa. Con la única ayuda unos pañuelos mojados en la nariz para defendernos del humo y de unas retamas en las manos para luchar contra las llamas arrostramos sin vacilación alguna el paisaje infernal que nos rodeaba. Varias encinas ardían y las hierbas secas conducían el fuego hacia la caseta  como olas de un  mar homicida, el calor era muy fuerte y la angustia insoportable, mi padre, como poseído,  sacaba cubos de agua a una velocidad endiablada y yo mientras, arrebatado por la flama,  sudoroso por el esfuerzo,  golpeaba con las retamas  a ras de suelo y el fuego  huía como si le dolieran los golpes. Fueron unos minutos de guerra sin cuartel, de lucha cuerpo a cuerpo en la que daba golpes en todas direcciones, como un boxeador borracho, en alguna ocasión pareció estar todo perdido pero finalmente se extinguieron las llamas y durante unos instantes la quietud reinó.

 
Cuando todo pareció estar sofocado mi padre me preguntó si me encontraba bien, yo asentí con la cabeza pues no me quedaba resuello para pronunciar una sola palabra. Él se iba a ayudar a otros lugares donde aún duraba el incendio y me pidió que me quedara vigilando, por si el fuego se reanimaba. Me dijo que echara agua en las hierbas quemadas y tierra encima de los troncos prendidos, me echó un cubo de agua por la cabeza y luego me abrazó. Apoyado contra la pared del motor,  con las manos sucias pero el corazón resplandeciente, con los ojos irritados pero  la mirada orgullosa sentí la satisfacción del deber cumplido y  por primera vez en la vida me sentí un hombre.
 

Con el paso de los años las cosas no han mejorado, todo lo contrario, aunque contamos con más medios (hidroaviones, camiones cisterna, etc)  la realidad es que hay muchísimos más incendios, lamentablemente la  mayoría  intencionados. Antes  casi toda  la gente  vivía en los pueblos y sentían el campo como una parte de su hogar, como una extensión de su vida y no era extraño ver a algún segador que, tomándose un descanso, fumaba un cigarrillo y luego escupía en la mano para apagarlo,  tal era su cuidado y conocimiento. Ahora la mayoría de las personas  viven en la ciudad y allí el campo es tan solo una foto en un folleto de  agencia de viajes y un incendio  algo que ocurre en sus pantallas y no en sus fincas  . Un bosque en llamas es visto como una curiosidad, como un espectáculo, como un capítulo más en la historia de la destrucción del planeta a la que asistimos sin hacer nada.

Este mundo no me gusta, quizá  tendría que venir   un gran fuego que inflamara las conciencias, un incendio general que quemara las malas hierbas en el corazón de los hombres, una quema que arrasara los rastrojos del alma.

 

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