martes, 4 de junio de 2013

CAPÍTULO XII “El hotel”



 
                El hotel es como se conocía en el pueblo a la casa de campo del señorito. Estaba a las afueras, en la media legua, lugar que recibía su nombre de la distancia a la que se encontraba del pueblo, y que coincidía con un cruce de caminos en el cordel. El cordel era una de esas vías centenarias  que se utilizaban desde siempre, desde los tiempos de la Mesta , para conducir al ganado ovino, al llegar el verano, desde Extremadura y la Mancha , ya sedientas, hasta los pastos de montazgo de León y el norte de Castilla. Recuerdo aquellos inmensos rebaños, cubiertos de polvo y desidia, parsimoniosos, como ejércitos vencidos en busca del destierro. No sé por qué , pero las ovejas siempre me han transmitido una profunda tristeza, como si, resignadas, se dirigieran a un destino que supieran terrible pero al mismo tiempo insoslayable; mientras que con las vacas me ocurre lo contrario,  al verlas moviendo el rabo con descuido y relamiéndose gustosas, diría que van siempre de excursión.
 
                El hotel era una construcción de tres plantas, la única de esa altura en el pueblo, pues el resto , a lo sumo, contaba con planta baja  y pajar. También se diferenciaba en su aspecto exterior, frente a las acostumbradas casas encaladas que ocultaban muros de pedruscos y adobe, esta se adornaba con un zócalo de piedras perfectamente cortadas y una pared de ladrillos pequeños y uniformes, que sobresalían escalonadamente entorno a las ventanas formando una especie de dosel, como los que enmarcan  las imágenes en el retablo de la iglesia. Y su cubierta no era la tradicional de tejas de barro cocido, parduzcas y terrosas, que había que  restituir  con el tiempo y que tantas veces fueron pista de pruebas para gorriones inexpertos, sino un tejado biselado con una teja de pizarra plana y perfilada que siempre ví en inmejorable estado.

                Pero tanto como el tamaño de la casa, lo que llamaba la atención era el sólido y alto muro que la rodeaba, que ni el más alto de los mozos brincando llegaba a ver lo que ocurría dentro. De este modo, dicho muro parecía guardar un mundo secreto, con una vida  distinta, reservada a unos pocos que hacía del hotel un lugar enigmático y exclusivo.

                El  señorito   en realidad  todo un señor, de nombre D. Antonio Macera Vinuesa, casado y  con cinco hijos, seguía recibiendo este apelativo por costumbre de su época de soltero, cuando más tiempo pasó en la casa de campo, y más famosas fueron sus correrías . Yo no le había visto nunca, apenas venía, y cuando lo hacía era para dar una batida con sus perros por sus vastas pertenencias, de más de doscientas hectáreas, y volver en el mismo día a  Madrid ; sin embargo había oído contar innumerables historias sobre él. Sabía, por ejemplo, que, cuando él vivió en el hotel, ninguna chica del pueblo quería servir en su casa, sobre todo las  bien parecidas, pues el señorito las perseguía sin tregua, por todas las habitaciones, intentando conseguir sus  favores. Al parecer aprovechaba el momento en que estas componían la cama, golpeando con todo su empeño el colchón  para desapelmazar y repartir la lana, y entonces, cuando las veía agotadas por el esfuerzo, las acometía por detrás haciendo presa fácil, como el azor  al conejo, que se lanza a su caza cuando este ya está exhausto de correr por el monte. Mas cuando el señorito faltaba no se puede decir que las criadas sintieran alivio, quedaba un peligro mayor aún: los caprichos vehementes de su madre.

                Doña Leonor era famosa por su desprecio hacia la servidumbre, a la que sometía a un estricto ceremonial,  propio de una corte bizantina. Toda actividad en el que ella estuviera presente, hasta la más cotidiana, debía seguir un ritual  estricto, en el que cada paso estaba supeditado a su asentimiento. Fue muy comentado el día en que, como acostumbraba, pidió el desayuno en la cama;  la criada, entrando en la habitación con la bandeja, se quedó firme en el umbral, con el hieratismo de una estatua oferente,  esperando su señal, Doña Leonor, como si no hubiera advertido su presencia, cogió un libro que tenía encima de la mesilla y comenzó a leerlo. La pobre muchacha se quedó ahí parada, atónita, sin atreverse a mover un solo músculo, por nada del mundo quería  importunar a su señora; pero el tiempo fue pasando y aquella bandeja, que apenas tenía unas pocas piezas de cerámica y unos bollos tiernos, parecía pesar como un costal de trigo. Más aún pesaba la indiferencia que estaba sufriendo y cuyo fin no comprendía, y así, habiendo pasado dos horas en la misma posición, cayó desmayada con gran estruendo. Al día siguiente fue despedida por haber malogrado una vajilla, que además de costosa,  tenía en gran estima  la señora.

                 De este modo no es de extrañar que Doña Leonor tuviera problemas para encontrar servidumbre, y es por ello que utilizaba un sistema casi feudal para reclutar nuevas chicas: buscaba a las hijas de sus aparceros bajo amenazas de quitarles las tierras si no accedían a servirla. Se dio el caso de que una de ellas tuvo que aplazar su boda, de la que ya se habían hecho  incluso las amonestaciones en la iglesia, porque la señora se encaprichó con ella.  

                En el lugar donde habían sucedido cosas como estas, en ese mundo que, como una moneda, tenía dos caras, y en cuyo estrecho canto, como en la cuerda floja, habían quedado muchas familias tras la guerra civil,  era en el que iba yo a penetrar por primera vez en la vida.

                Por lo que me había contado Manuel, teníamos que ayudar a su padre a descargar una camioneta llena de cajas, maletas y demás enseres que llegarían esa misma tarde. Al parecer la mujer  de D. Anto                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                ra severo, con un traje negro de corte sobrio aunque no exento de cierta vanidad como demostraban las puñetas  de encaje que asomaban  orgullosas por la bocamanga. Entramos por el portal cargados de bultos, siguiendo a la mujer de negro que nos conducía a las habitaciones en donde debíamos dejarlos. Atravesamos  el hall y un gran salón,  los muebles, tapados con sábanas, daban a la casa la apariencia de un cementerio de elefantes. Subimos las escaleras y ella se detuvo ante una habitación llamando a la puerta. Pasados unos instantes podría pensarse que allí no había nadie, pero la mujer esperó ceremoniosamente, sin mostrar un ápice de duda o impaciencia. Así estuvimos un buen tiempo, Manuel y yo nos mirábamos sin comprender, hasta que por fin se abrió la puerta y apareció una señora de unos 50 años, aunque quizá por sus ojos apagados  y movimientos lánguidos aparentaba más.

                -“¿Qué quieres   Ofelia?”

                - “¿Dónde desea la señora que pongamos estas cosas?”

                -“No sé, no sé, dispón de todo como creas más conveniente” Y diciendo esto con un tono fatigoso volvió a cerrar la puerta, su apariencia era  de un cansancio eterno.

                Seguimos a la señora de negro, llamada Ofelia, que dedujimos era la ama de llaves o algo similar por la familiaridad y confianza con que le había hablado la que parecía ser la señora de la casa. Al finalizar el pasillo señaló una habitación indicándole a Manuel que dejara ahí las cosas, a mí,  abriendo, otra puerta, me dijo:

                -“Y tú mételas ahí”.

                Entré en la habitación mirando al suelo y haciendo un último esfuerzo, pues llevaba un buen rato cargado y estaba deseando soltar las maletas, mas cuando levanté la cabeza para ver donde las dejaba, miré hacia la ventana y se me cayeron de repente  de las manos . Allí estaba, ella,  frágil como  una madonna  de Fray Angélico, enmarcada por el cristal como pan de oro. Aquella niña ,la misma que  por vez primera vi esa misma mañana, miraba distraída hacia fuera y al oírme se volvió. Me observó con cierta sorpresa, pero no me dijo nada; yo , que me quedé como alelado, tampoco dije nada. Así estuvimos unos instantes, reconociéndonos con la mirada. Sentí que la conocía de toda la vida, era esa misma sensación de reconocer un lugar en el que nunca antes has estado  pero que quizá conociste en sueños. Notaba una formidable familiaridad en su apostura , como la geografía de una tierra , quizá olvidada, pero cuyo mapa hubiera quedado grabado en lo más profundo. Estaba en pleno ensimismamiento cuando fui devuelto a la realidad por la voz de  Manuel que entró en la habitación y  espetó:

                -“¡Vamos hombre que nos están esperando abajo!

                Salí de la habitación y bajé las escaleras siguiendo a Manuel. Continuamos descargando la camioneta durante al menos una hora, pero ese día ya no la volví a ver. Quise preguntarle cómo se llamaba. Quise preguntarle lo qué hacía. Quise quererla para siempre.

 

 

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