martes, 4 de junio de 2013

CAPITULO XVI “Luz”



 
 
Nunca olvidaré aquel verano de 1943: la luz llegó al pueblo.  Cuesta creer, desde la perspectiva actual, que hubiera un tiempo en que la gente pudiera  vivir sin electricidad pues apenas hay un acto en nuestra vida cotidiana que no dependa de este flujo radiante: afeitarse, tomar la comida de la nevera, bajar en el ascensor... pero cuando yo era niño todo era distinto. Entonces, utilizábamos las mismas energías que nuestros antepasados de la prehistoria: la fuerza física o la de los animales para el trabajo y el fuego de una lumbre  para dar calor y cocinar, y en cuanto a la luz tres cuartos de lo mismo.
 
Hace unos cincuenta mil años, el hombre de Cro-Magnon descubrió que una mecha fibrosa alimentada con grasa animal seguía ardiendo después de encendida y  desde entonces se utilizó el mismo principio. Hasta que en el siglo XIX se dispuso de aceite mineral y queroseno, inodoro y de combustión relativamente limpia, se quemaba cualquier materia que resultara barata y se encontrara en abundancia. La grasa animal hedía, y el aceite de pescado producía una llama más brillante, pero también resultaba ofensiva para el olfato. Las lámparas de aceite presentaban además otro problema: las mechas no se autoconsumían, y habían de estirarse regularmente y recortarles los extremos quemados. Recuerdo cuando se iba apagando la mecha del candil que mi madre me decía : hijo, saca la “retorcía” (se llamaba así  porque se hacía de un trozo de lienzo viejo que se retorcía y se empapaba en aceite) , y yo me levantaba muy dispuesto,  pues ella sabía que me encantaba  mangonearlo todo , y si  no encontraba las pinzas , ella tomaba   una horquilla del pelo y me la daba para que lo hiciera.
 

También estaban las velas pero eran más costosas que el candil, las más bastas estaban hechas de sebo, y por tanto eran comestibles (abundan los relatos acerca de soldados que, acosados por el hambre, devoraron sin titubear sus raciones de velas). Las velas de cera eran tres veces más caras que las de sebo, pero  ardían con una llama más viva. Sólo la Iglesia podía permitirse el lujo de los cirios de cera, y la gente muy rica los empleaba para las grandes ocasiones.

 
                Por eso siempre recordaré aquel verano del 43, porque me pareció el fenómeno más asombroso que había contemplado en mi vida. Por primera vez  aquellas  calles, que cuando llegaba la noche se volvían atezadas y tenebrosas, manifestaban, de repente, una belleza insospechada, y surgían fascinantes sombras doradas y siluetas escondidas. Las gentes, aquel día,  sacaron bebidas a las calles, vibraron los vasos y se escucharon canciones, el pueblo entero parecía estar en fiestas. Y aunque aquellas bombillas brillaban todavía con  una  luz tenue, me  parecía que  alumbraban una nueva edad para el hombre. Ahora dudo de que aquel “tiempo nuevo” fuera todo lo bueno que yo esperaba.

 
En la actualidad cuando, en  raras ocasiones,  se marcha la  luz de la casa, quedamos  al principio desconcertados, como si el mundo de repente se parara y también  nosotros quedáramos paralizados, un silencio incontestable se impone por toda la casa y afuera  enmudece la calle. Pero pasados unos instantes, nos vamos poco a poco  acostumbrando a la oscuridad y alguien trae una vela metida en una botella de refresco ( ¿quién tiene en su casa ahora un candelabro o tan siquiera  una simple palmatoria?), se pone encima de la mesa y los miembros de la  familia se van concentrando  en torno a ella,  viniendo de cada rincón. El silencio se va rompiendo y, tras mostrar en primer lugar  contrariedad, alguien  recuerda  alguna historia pasada (quizás de otra ocasión en que se fue la luz), y se crea de repente una inexplicable complicidad. Por primera vez, desde hace mucho tiempo, no hay otra cosa que hacer que hablar y hacerse compañía, sin que la televisión, el ordenador o cualquier otro  aparato distraiga  nuestra atención. Por eso cuando vuelve la luz hay  sentimientos encontrados: alivio porque todo vuelve a estar como siempre (el hombre es un animal de costumbres) pero también cierta tristeza porque se ha roto la magia creada. 

 En esos momentos pienso en todas las cosas que tenemos por necesarias y que realmente no lo son. Creo que estamos asistiendo, sin darnos cuenta,  a la rebelión de los electrodomésticos, creo que han dejado de estar “domesticados”, es decir, de estar al servicio del hombre, para pasar a ser nuestros amos. El hombre se ha convertido en un periférico  (un subordinado) del ordenador y de la televisión: controlan nuestro tiempo, dirigen nuestras vidas, ocupan el lugar preeminente de nuestros hogares (como altares donde sacrificamos nuestro genio). A veces pienso que sería bueno que se produjera un apagón general en el planeta, un colapso de la red eléctrica en las entrañas del mundo,  ¡Qué se apague el motor de las máquinas para que vuelva a brillar el corazón del hombre!. 

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