martes, 4 de junio de 2013

CAPITULO XV “El pendiente “




 

Un día de otoño, a media tarde,  estaba yo sentado en los poyos de la plaza, solo y aburrido, pues había terminado pronto las tareas de la escuela y estaba esperando a que llegara mi amigo Manuel para ir a jugar a las “lancheras”. Estas eran un improvisado parque infantil de la época (cuando todavía no sabíamos  qué era un parque infantil), que un día se convertía en un inexpugnable “Fuerte Apache” en medio del Oeste  y otro en una pista de aterrizaje en pleno ataque a “Pearl Harbor”.

La gente, como de costumbre, iba de acá para allá hacia sus obligaciones  diarias pero hicieron un alto al escuchar el sonido tonante del cornetín del alguacil. Luego se fueron congregando a su alrededor mientras  escuchaban el pregón. Aquel día no estaba anunciando nada interesante, por lo menos para un niño de 12 años, pero justo al final  dijo “se ha perdido un pendiente de oro con una perla en forma de lágrima a la hija del señor Ramiro, por el camino de las Callejas, entre las Cruces y el puente de los Pilones. Se gratificará su devolución”. Todos los niños de mi edad escarrancharon sus ojos ante la perspectiva de poder ganar unas pesetas y salieron disparados en su búsqueda.  Aquellos eran años de estrecheces, no había dinero,  y un chaval sólo podía conseguir algunas monedas el día de Reyes o en algún bautizo muy señalado en el que un padrino rumboso tirara algunas perra chicas. Yo también pensaba que era una gran ocasión que me presentaba el destino, pero no para llenar mi pobrísima hucha sino para agradar a la hija de D, Ramiro “el Señorito” por la que bebía los vientos desde que llegó al pueblo unos meses antes. Al parecer el pendiente fue un regalo de su padrino, el Conde de Salvaterra para su décimo cumpleaños y tenía gran valor sentimental (y económico). Como varios muchachos ya habían salido corriendo en su búsqueda por el camino de las Callejas, yo fui a casa a buscar la bicicleta de mi padre para empezar por el final del trayecto y así tener más posibilidades de encontrarlo. Adelanté a dos o tres muchachos que miraban hacia el suelo rebuscando entre las hierbas y luego fui  mirando a uno y otro lado mientras pedaleaba.

 
Mientras seguía avanzando por aquel camino de tierra lleno de baches, que  sorteaba milagrosamente mientras apretaba los dientes y no paraba  de pedalear, me sentía como  el griego Heracles llevando a cabo uno de sus 12 trabajos, un héroe dispuesto a cumplir su destino  labrándose así su propia fortuna.  Una energía que hasta ese momento desconocía  me hacía avanzar en aquella pesada bicicleta de hierro como si fuera a lomos de un ligero corcel. Llegué exhausto al “Puente de los Pilones” y paré sin aliento, desanimado por no haber encontrado el preciado pendiente y fatigado por el esfuerzo. Puse la bicicleta contra el pretil del puente y miré resignado el agua que pasaba debajo,  que formaba allí un remanso antes de continuar su turbulento viaje  hacia el “puente romano”. Entre la desidia y el desencanto tiré una piedra al agua viendo como las ondas dibujaban una diana sobre la superficie. Transcurrido un instante y cuando la superficie volvió a calmarse observé con asombro que en el centro de aquel remolino que yo mismo había creado, justo en el fondo, parecía brillar algo blanco y dorado. Quizá solo fuese una piedrecita más en el cauce del arroyo  pero me acerqué más y miré atentamente. Quedé  atónito  pues creí descubrir el pendiente y sin perder un instante me quité las alpargatas, me remangué los pantalones y me metí en las aguas frías  del arroyo. Efectivamente allí estaba el pendiente, no podía creer en mi suerte. La señorita Alicia seguramente se habría inclinado a ver las aguas del arroyo, igual que había hecho yo, y se le habría caído sin darse cuenta. El destino se había conjurado para que yo lo encontrara, era una señal que quería decir algo, un golpe de suerte que solo podía indicar una  cosa: ¿y si ella había visto también en mí, entre tanto pedrusco, algo brillante y especial?
 

Cogí la bicicleta y salí disparado hacía el hotel, la casa  de Don Ramiro. Cuando llegué toqué impaciente la campanilla que había a la entrada y al poco rato salió una criada a abrirme la puerta. Le expliqué el motivo de mi visita y que quería ver a la señorita Alicia para entregarle el pendiente, ella  me dijo que esperara un momento y cerró tras de si la puerta. En el umbral de aquella noble casa de piedra pulida  y ladrillo, tan diferente de las otras casas del pueblo, hechas de adobe y  enjalbegadas (como una  vieja solterona que  va siempre maquillada para ocultar su decadencia), yo estaba inquieto  y mi espíritu agitado pero intenté adoptar una postura  distinguida y firme, las piernas abiertas en compás,  un brazo estirado pegado al cuerpo y  el otro  flexionado agarrándole firmemente , como había visto hacer a John Wayne en “La legión invencible”.  Ya imaginaba sus ojos profundos que me brillaban y sus labios finos esbozando una sonrisa en agradecimiento a mi hazaña. Ya fantaseaba pensando en  que me cogería de la mano y me invitaría a pasar.
 

Se me hizo eterno el tiempo que estuve esperando, pero al fin se abrió la puerta y ví que salía alguien ( mi corazón también intentaba abrir una puerta para salirse del pecho), pero quedé totalmente defraudado al ver que era su madre que lucía un gesto serio en la cara subrayado por una mirada altiva. Sin ni siquiera darme las gracias me dijo que le entregara el pendiente y me extendió  un billete de 5 pesetas. Le insistí en que me gustaría dárselo personalmente a Alicia, pero me contestó con un tono agrio y desabrido “tu no tienes nada que hablar con ella”. Sin comprender muy bien su actitud le entregué el pendiente y rechacé el billete. Descorazonado  y  humillado  monté en la bici y  salí velozmente de allí, cuesta abajo, a toda velocidad, mientras el viento  golpeaba mis ojos esparciendo las lágrimas por el aire y cayendo luego al suelo como lluvia de  tristeza. 
 

Alguna vez, en momentos de apuro, me arrepentí de no haber cogido aquel billete, fortuna esquiva,   pero luego siempre me reconfortaba pensar que aquel día no puse precio a mi orgullo ni  vendí mi dignidad.

 

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