martes, 4 de junio de 2013

CAPITULO XIII "Las cartas"






    

                La  vida es como el mus. Así es, Dios baraja y da las  cartas, mejores o peores, pero  tú eres quien las juega. A veces crees que son buenas pero otro te gana por la mano, mas en otras ocasiones son mediocres y sin embargo te son favorables por estar en el lugar justo en el momento adecuado. En el mus, como en la realidad, nada es lo que parece y si en la vida diaria ,a menudo, decimos una cosa y pensamos otra, aquí hay un peligro añadido: el pensamiento  puede manifestarse en forma de guiño o de mueca. Pero ,sobre todas las cosas, el mus nos muestra el poder de la amistad:  la victoria nunca se consigue solo.

 
                La vida es como el mus y el destino a veces reparte los naipes con muy mala hostia. ¡Qué soberbia la de quienes desprecian a otros ,que tuvieron menos suerte, envanecidos por sus actos!. Como dijo el poeta: “Nadie escapa a la determinación de los astros/ confiados a su esfuerzo,/ni su sentencia azul borrarse puede,/ tan sólo esperar clemencia de las nubes/ que la oculten con su sombra./ Naturaleza ardiente que deslumbra mientras muere,/ esa es la suerte de los elegidos.”


                Y yo, en aquel momento, en las postrimerías de la infancia, presto a adentrarme por  el pórtico de la vida, comencé a sentir que tenía una partida que jugar. Ahora, llegando a los setenta ,sólo espero el recuento de las bazas.


                Fue mi padre quién me enseñó a jugar las cartas. Un día, que venía de Talavera de vender unos chotos, yo, como otras veces, le esperaba en la cuesta del enebrillo. Como eran pocas las ocasiones en que se iba a la ciudad, aprovechaba para comprar algunas cosas que  necesitaba mi madre y casi siempre me traía algo a mí también, aunque en los últimos tiempos era mi hermano pequeño el agraciado. Mi padre me decía que yo ya era un hombre, pero esto a mí no me convencía, aunque intuía que cuando mi hermanita Sofía, que ahora sólo contaba  un año, creciera un poco, mi hermano Mario también pasaría al club de los desheredados.

 
                Le vi de lejos, montado en su yegua torda, con el paso alegre y bamboleante que ella tenía. Agité mis brazos como en un remolino , y me contestó haciendo un gesto con la cabeza, adusto, así era él. Corrí a su encuentro, y al llegar a su altura le pregunté:

                -“¡Hola padre!, ¿Qué me has traido?”,Sin bajarse de la yegua, me aupó a la grupa  y me sentó con una pierna por cada lado de la silla, a esparranjones como los hombres.

                -“No sabes hacer nada más que pedir, galopo. ¿A que llevas aquí toda la tarde esperándome en lugar de ayudar a tu madre?. ¡Ay, te está criando como un acebuche!”. Me reconvino en un tono cariñoso.

                -“Que no padre, he cerrado a la vaca que va a parir en la portalera, luego he ido a echar de comer a las gallinas y he llevado los huevos a madre.”

                -“Vale , vale, muy bien. Anda toma”. Y sacó del bolsillo interior de su chaqueta  un pequeño paquetillo envuelto en papel de estraza. Lo desenvolví nervioso y grité alborozado:

                -“¡Una baraja de cartas!, gracias padre ... ¡Una baraja de cartas!.

                -“¿ Qué, te gusta?”.

                -“ Claro que sí, bien lo sabes, padre”.

                Y es que llevaba una semana mareándole para que me enseñara a jugar a las cartas. El Domingo anterior estuvo jugando en casa con unos amigos, a mi padre no le gustaba  jugar en el bar, y  yo estuve viéndole durante dos horas, muy atentamente, pero sin entender lo más mínimo. Cualquier juego para el no iniciado, no sólo para un niño, resulta bastante incompresible, como el que oye un idioma extranjero, pero cuando además se trata del mus a ese idioma necesita de  la cábala. Así, en cuanto llegamos a casa, le arrastré de la mano hasta la mesa, y le senté para que me enseñara.

                -“Bien hijo, antes que nada quiero que sepas que las cartas deben servir para pasarlo bien con los amigos, y no estos para poder jugar a las cartas, hay gente que hace raros compañeros de camino en las mesas de juego”. Mi padre, utilizando conceptos de nuestro tiempo,  quería decirme que las cartas deben ser un medio y no un fin. “ Y sobre todo tienes que ser prudente cuando ganes y digno cuando pierdas. Hay un refrán que dice "En la mesa y en el juego se conoce al caballero", aunque, a decir verdad, a la mayor parte de las personas que he conocido con muy buenos modales en la mesa,  luego no se portan muy bien con el prójimo”.

                Mi padre me estaba dando realmente una lección sobre la vida que he intentado cumplir siempre. Y si alguna vez en la derrota no fui del todo amigable, siempre fui discreto en la victoria. Pero no eran esas las explicaciones que un niño quería oír, sino que me interesaban más las cuestiones prácticas del juego. Con paciencia, el resto de la tarde, hasta la cena, estuvo explicándome el valor de las cartas en el tute, el cual no me fue difícil de comprender, al fin y al cabo no eran mas que un reflejo de la sociedad, con una jerarquía estricta y cerrada  a la que había que respetar. Por la noche intenté enseñar a mi hermano Mario lo que había aprendido, pero él pobre tenía sólo siete años y únicamente logramos jugar a los montones.

 
                Hoy, los viejos pasan la mayor parte de su tiempo sobre un tapete. Se diría que las cartas están hechas a nuestra medida. Yo, sin embargo, ya apenas juego, me parece perder un tiempo precioso en algo que no lleva a un sitio concreto. Las cartas te distraen, efectivamente, pero yo ahora no quiero distraerme, al contrario, quiero concentrarme., quiero poner toda mi atención en  aquellas cosas ,que por una razón u otra, no hice a lo largo de la vida. Cuando era joven, bien es verdad, me encantaba jugar, pero entonces (¡Qué ufano es el hombre!) la vida parecía larguísima y había que buscar algo con que matar el tiempo, cómo iba a saber que es el tiempo quién te mata a ti.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario