lunes, 6 de mayo de 2013

CAPÍTULO VII “Los titiriteros”


               Mañana será la noche de reyes y aún no he comprado los juguetes de mis nietos. Cuando lo hacía para mis hijos realmente me encantaba, la llegada de estas fechas me ilusionaba tanto o más que a ellos, pero ahora se ha convertido en una tarea fría e ingrata. Entonces disfrutaba pensando en la cara de felicidad que pondrían al abrir los paquetes, arrancando impacientes las cenefas que los envolvían y corriendo jubilosos a enseñárselos a su madre; y también, porque mi alma de niño se entusiasmaba terriblemente con todos aquellos prodigios de la mecánica y el juego, que yo nunca pude tener. Sin embargo los niños ahora tienen todo tipo de artilugios y muñecos, y ya pocas cosas le hacen ilusión, en cuyo caso, las desechan a los tres días para devolver su incondicional atención al aparato de televisión, que, por el magnetismo que en ellos produce, podríamos hablar del nuevo flautista de Hamelin.

               

                En mi infancia, los únicos regalos que recibíamos los escondía mi madre en la troje, y nosotros los buscábamos entre los numerosos intersticios que había entre la solera y el tejado, y eran unas pastas de harina, huevo, azúcar y manteca que había cocido al horno mi abuela o unas almendras bañadas en almíbar, y a veces, en alguna ocasión especial, un puñado de monedas de cobre. Entonces no se compraban juguetes, los juguetes se hacían. Por supuesto que eran más toscos y menos vistosos, pero curiosamente producían mayor diversión y entusiasmo. Tengo la impresión de que, en estos tiempos del suicidio del comunismo y la inmortalidad del consumismo, los hombres han sido arrebatados por los cantos de sirena de la publicidad y se han convertido a la nueva religión que profetizan los anunciantes. Se acaba con la fantasía, esa capacidad necesaria en el hombre de dar forma sensible a las cosas ideales, de idealizar las reales, y condenamos a nuestros hijos a la pena de creer que no se puede ser feliz sin adquirir más de lo que se tiene. Estamos terminando con la oportunidad de sorprenderse por las cosas, y esto no ocurriría si dejáramos que las descubrieran por ellos mismos, teniendo la posibilidad de conocer la realidad sin la mediatización de los intereses comerciales de las grandes empresas.

                 Y así en otras muchas áreas de entretenimiento que han subyugado a la humanidad desde sus comienzos, y que, ahora, parecen perderse en esa memoria atávica que nos define como especie. El teatro, la más antigua y apasionante manifestación del espíritu y el arte, que secularmente se ha repetido con la mayor admiración y deleite, en toda época y civilización, muere actualmente de inanición, causada entre otras cosas por la ansiedad de su hijo pródigo el cine. Los libros son arrojados, cada vez más, por la juventud, al ostracismo de las estanterías, pues prefieren la imaginería impuesta y estandarizada de los videojuegos que la que creamos, imaginativa y personal, cuando leemos una novela. Y que tristeza me produce observar las pobres y nada bulliciosas colas a la entrada del circo, recordando la excitación y algazara que nos confería la llegada de los titiriteros. Niños y mayores salíamos a las afueras del pueblo a recibirlos, y ellos correspondían a nuestra bienvenida con la música rimbombante y acerada de sus trompetas y la alegría y algarada de los platillos y panderetas, todo ello acompañado del son hueco y repetitivo del tambor.


Acudían puntualmente a su cita con la villa cada año, entorno al mes de abril, coincidiendo con la llegada de la primavera y tras el obligado parón por el recogimiento debido durante la cuaresma y el lógico rigor de la semana santa. Al atardecer, cuando el pueblo se encontraba aún entre dos luces, las calles se convertían en un fluir de personas, que con sillas y bancos, se dirigían prontos a la plaza para poder reservar luego un bueno sitio. Tras la cena, apresuraba nervioso a mis padres para dirigirnos a ocupar nuestro lugar y no perder ni un instante de tan esperado espectáculo. ¡Cómo me seducía aquel montaje!, unas grandes teas encendidas con astillas resinosas, que alumbraban a modo de hacha, enmarcaban el escenario, dándole una apariencia misteriosa y rutilante. El telón, que en algún tiempo habría tenido una apariencia suntuosa y rica, ahora presentaba un color indefinido, ajado por la insidiosa acción del tiempo y la farándula.

                 Un redoble impetuoso y metálico, que iba aumentando progresivamente su potencia y ritmo anunciaba el inicio de la función. En ese momento, aparecía el maestro de ceremonias, que con el torso desnudo, dorado turbante y un alfanje sarraceno colgando de la cintura, se dirigía con gran ceremonial al público diciendo:

                -"El gran circo oriental, llegado de las lejanas y tórridas tierras de Arabia y Berbería, tiene el placer de presentarles el más sorprendente y admirado espectáculo que en el orbe mundo jamás se haya visto. Hemos atravesado, de uno a otro confín, las anchurosas y encrespadas aguas de toda la mar océana, fondeado en las más maravillosas e ignotas islas, que la mente imaginar pueda, y salvado las escarpadas y nivosas cordilleras de los países andinos y el Asia. Y todo este aventurado periplo nos ha provisto de las más asombrosas historias y las más increíbles pericias, que ahora tenemos el gusto de ofrecerles".

                 El espectáculo comenzaba con la actuación de los volatineros, que daban impensables piruetas y arriesgados saltos, además demostraban su admirable equilibrio en un meritorio número de funambulismo en una estructura elevada 5 metros sobre el escenario. Los aplausos acompañaban cada acción y yo, boquiabierto, no perdía ni un detalle. A continuación le sucedía un fornido personaje, presentado como descendiente de los heraclidas, que con unos brazos descomunales doblaba barras de hierro, con total facilidad, como si fueran retamas, y levantaba inmensas pesas. Así se fueron siguiendo, no menos dignos de elogio, unos perritos pequineses amaestrados, un faquir que ingería espadas y escupía bolas de fuego, haciendo gala de una magnífica digestión, y unos histriones que se daban una incruenta paliza, que siempre terminaba con alguno de ellos cayendo aparatosamente y dando un gran golpe con las asentaderas en el suelo, lo que conseguía terribles carcajadas y regocijo, sobre todo entre los infantes.

Pero sin embargo, lo que a mí más me atraía era la actuación de un falso anciano, con luenga barba postiza, que a modo de romancero, vestía unos desastrados pantalones y unos lastimosos borceguíes, cuya función era dar tiempo para cambiar los decorados y prepararse los artistas, como el papel ingrato del entremés, narrando en verso increíbles historias e ilustrándolas con un puntero sobre unos pergaminos con viñetas que enrollaba sobre un caballete. En cierta ocasión, y tras haber relatado los atractivos monumentos y considerables beldades de lugares remotos y las maravillas de países feraces y venturosos, se bajo entre el público y acompasando el tono de su voz a sus palabras, creó un clima de complicidad y anuencia que hacía pensar a su audiencia que iba a revelar guardadísimos secretos o verdades superiores transmitidas, y entonces confesó:

                -"Pero de todas las naciones, de todos los imperios, emiratos, satrapías y repúblicas que yo haya conocido, es España la más admirable y digna de loores, la más feliz y deseada tierra que jamás alma mortal pudiera haber soñado. Su producción posible en plantas propias y exóticas, y en toda suerte de cereales y legumbres, sustanciosas y nutritivas, sobraría para mantener, al menos, un número de habitantes el doble del que ahora tiene. Júntese luego a esto sus innumerables y pingües viñedos, tan ricamente variados, sus campos y selvas de olivares, sus populosos naranjeros que al aire libre se levantan más altos que los cedros, sus limonares, sus limeros, sus afamados higuerales, sus bosques de castaños, sus nogueras colosales, sus paraísos de frutales, sus avellanos, sus almendros, sus palmeras y palmitos, sus espesos encinares de la edad dorada, sus madroños, , el moral y la morera, pasto gustoso y natural del preciado cerdo ibérico, Y que decir, amigos, del reino animal: en el ganado lanar aventaja España a las demás naciones por la excelencia de su lana; y los caballos, que traen su fama desde el tiempo de los romanos, por los cuales eran llamados hijos del viento, llevándose entre todos la palma los caballos andaluces, en cuanto a su finura, belleza, elegancia, agilidad y viveza”.

                Pronunció el romancero estas palabras tomado de una inspiración volcánica y arrebatadora, su voz guiada de un entusiasmo angélico, lejano de la afectación propia del comediante. Para la mayor parte de los allí presentes, aquello no dejó de ser el relato brillante de un cuentista ingenioso, la demostración esplendorosa de un tahúr de la palabra para quién una frase no es el mero atrezzo de una idea. Pero para algunos pocos, el fuego de su voz fue como una pavesa en el pasto seco de sus conciencias. Se alumbró una idea inquietante: "Si nuestra tierra no es peor que otras, ni nuestros hombres menos sabios y esforzados, ¿Porqué la nación padecía miseria y estrecheces?, una nación que tiene como libro de cabecera la cartilla de racionamiento y que fracciona la ilusión en cupones, una nación que entona penitentemente el miserere y nunca el "Gloria in excelsis Deo".


                 La exposición del comediante quitó la venda de la inocencia de los ojos del conocimiento, como el labrador que desembaraza la cepa de la tierra con la que la había abrigado, para dejarla en la libertad de su vida y de su fuerza.     Al terminar la representación, las gentes abandonaron la plaza alegres y resueltas, pero unos pocos quedaron en sus asientos, como viendo los títulos de crédito en el interior de su corazón, representando el sueño de una España ubérrima. Don Manuel, el maestro, se acercó a las bambalinas y se quedó hablando durante largo tiempo con el actor. Me hubiera gustado acercarme a su lado para escucharles, pero mi padre ya me había agarrado la mano y me conducía a casa, en la otra portaba una silla (y no sabía cual de los dos era más trasto).

      A la mañana siguiente, en el colegio, aguantaba el aburrimiento como podía. Al fastidio que ya de por sí me producían las clases, se unía el atontamiento producto de la falta de sueño. Pasé gran parte de la noche recordando cada detalle del espectáculo, en mi cabeza giraban, como en un caleidoscopio, las imágenes de la función confundidas con las de exóticos lugares y mares sin techo. Pensé, por primera vez, en que sería mi vida: ¿Permanecería siempre en el universo minifundista de mi pueblo, como mi padre, o llegaría a descubrir, alguna vez, la cara oculta de la tierra?.

 
      Estaba en medio de estas abstracciones y el sopor de la lección recitada, cuando sonó la puerta. Todos mirábamos expectantes siempre que esto ocurría, la experiencia nos decía que detrás de la puerta siempre había algo que rompía la monotonía y el tedio, y cualquier distracción, por breve que esta fuera, se convertía en motivo de fiesta. Pero ni nuestras más fantasiosas y lúdicas mentes infantiles podían imaginar lo que nos aguardaba. Don Manuel entreabrió la puerta y, con sonrisa de satisfacción, entró compañado del titiritero y, para nuestro asombro, estaba ataviado con el mismo disfraz de ciego romancero que había vestido la noche anterior. Don Manuel le había convencido para que compusiera una serie de romanzas como las que acostumbraba a cantar, con ese soniquete característico que alarga las últimas sílabas del cuarto verso. Pero esta vez, en lugar de narrar sucesos y chismes(muy del gusto de los convecinos ,sobre todo de algunas mujeres de naturaleza murmuradora) debía tratar sobre hechos de la historia de España, para provecho y deleite de los estudiantes. Comenzó con la unidad de los reinos católicos y terminó con la guerra de liberación contra los franceses, cuatro siglos de gestas y penuria, de hazañas y pobreza.

      Estoy convencido de que si, aún hoy, preguntaran a los supervivientes de aquel curso sobre nuestra edad moderna, sabrían dar respuesta a muchas cuestiones, y todo eso gracias a la seducción de aquellos dibujos y la sonoridad de las palabras. Todavía recuerdo como comenzaban aquellos versos:

 

               Don Fernando e Isabel

               reúnen en sus banderas

               a castillos y leones

               las barras aragonesas.

  

               Pierde el moro cuantas plazas

               aún en España conserva,

               y luego en las Alpujarras

               nuevo escarmiento le espera.

 

               De moriscos y judíos

               libre la española tierra,

               en tranquilidad ganó

               lo que en riqueza perdiera.

 

               Celo por su religión

               los dos esposos demuestran,

               si como justos castigan

               como magnánimos premian.           

 

 

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