lunes, 6 de mayo de 2013

CAPÍTULO V “La quema de la iglesia”



                 Era casi medianoche, una "calima" agónica se había instalado durante el día consintiendo una noche ardorosa y densa. Las gentes se encontraban en la calle, sentadas en sus sillas de espadaña, conjurando su conversación a la brisa más ligera. Algún otro, tumbado sobre una áspera manta de Pedro Bernardo, caía en una especie de modorra transitoria en la sombra de la charla de sus convecinos. De improviso, el cielo se tintó del color del Apocalipsis y el aire comenzó a machacar con el saña el dorso de las tejas y ululaba salvaje por entre las rendijas. Un primer rayo deslumbró la tierra y se desplegó intratable, hundiendo sus raíces en las simas de la atmósfera. Un segundo rayo restalló diestramente, como un látigo de luz inmenso, sobre el transepto de la iglesia, que se encontraba, respetuosamente sitiada, en el lugar cimero, ahijando al resto de las construcciones. Atronó como un hiperbólico coro de timbales y un brutal escalofrío removió los maderos y adobes de las casas. Después, el más absoluto silencio lo abarcó todo, y en un instante, el bisbiseo de las primeras gotas de lluvia se confundió con los gritos de: ¡Fuego!, ¡Fuego!.
 

 Un fuego extrañamente azul, que chisporroteaba como una higuera ardiente, iba arreciando al tiempo de la lluvia, como si esta, en lugar de sofocar el incendio lo alentara, como cuando mi padre derramaba el resto de una copa de anís sobre la lumbre y esta, soliviantada, mostraba su enojo desprendiendo bruscas llamas amenazantes. Una flamante columna de humo y fuego fue ganando altura hasta parecer la sombra ardiente del espigado campanario. Todo el mundo se echó a la calle con baldes y cubos, pero la gran elevación de la falsa bóveda hacía imposible cualquier acción de extinción, así que, alertados por la voz del sacristán, centraron sus esfuerzos en la salvación de las reliquias e imágenes sagradas.
 
Don Dimas, el cura, asistía enmudecido y como extraviado a la anárquica procesión de figuras de vírgenes inmaculadas y santos piadosos, que atropellándose, eran sacados por la ojiva de la cara oeste. Allí estaba San Roque, con su afectado sombrero y una calabaza auténtica colgando de su cayado, se dejaba llevar inútil, dando bandazos, sobre los hombros de aquellos labriegos que en tantas ocasiones le habían rezado. A sus pies, su inseparable compañero, desconsolado, parecía responder a la letanía de aullidos que por doquier resonaban. Un apolíneo San Sebastián, tallado en madera, al tiempo de ver su cuerpo florido de dardos, sufría el doble martirio de tener quemadas sus piernas; uno de los travesaños encendidos había caído a los pies del cadalso sobre el que se erigía y había sido rescatado justo a tiempo; unos instantes después se desplomaba el resto de la cubierta, produciendo un estruendoso chasquido que fue el preludio de un delirante espectáculo de formas y luces infernales.



                 Cinco horas duró todavía el sacrificio pagano del santo lugar. El fuego sólo se detuvo ante el testero, parecía no querer profanar el santísimo sacramento oculto en un refinado sagrario forrado de pan de oro. En realidad el ábside, de un fingido estilo gótico, era la única parte de la construcción enteramente realizada en piedra y, por tanto, la llamas no pudieron nada contra el cuerpo impávido de los sillares y la testarudez de las dovelas. Hombres y mujeres asistían a la clausura de la tragedia ausentes e inmóviles, con la cara tiznada y los ojos brillantes, exactamente el mismo aspecto y ademán que las estatuas religiosas, que entremezcladas con sus fieles, compartían hombro con hombro su desdicha.
 
                El incendio terminó, mas continuaron allí largo tiempo, en un estado de semiinconsciencia, hipnotizados por los rescoldos y las cenizas. Luego, con las primeras luces del día, algunos empezaron a reaccionar y evaluaban la situación; alguien preguntó: ¿Dónde está Don Dimas?, todos se miraron escrutando la respuesta, y el silencio expectante fue roto por el llanto de una mujer al que siguieron más llantos y lamentos. Algunos comentaban haberle visto al inicio del incendio, al lado del baptisterio, señalando a uno y otro lado de la iglesia, como un sonámbulo, sin lograr articular palabra alguna ni poder avanzar en una dirección determinada. Entre el desconcierto una mujer recordó verle de rodillas, juntas las manos en definido gesto de oración. Así fue encontrado más tarde, entre las vigas abrasadas y los negros escombros. Tenía 68 años y había pasado 33 de ellos como cura párroco de esta iglesia de San Andrés, durante los cuales había parcheado y renovado, con el mimo de un coleccionista, cada rincón y cada grieta. Desconcertado e inerme ante el daño irreparable que estaba sufriendo, sólo le cupo ponerse a rezar para lograr el milagro que la salvara, pero el milagro no llegó, y como el capitán de un barco desahuciado y hundido, se había mantenido hasta el fin en el particular puente de mando de un reclinatorio.

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