lunes, 6 de mayo de 2013

CAPÍTULO VI “El padre Cristobal”


 
 

                El padre Cristóbal fue el sacerdote elegido como  sustituto de Don Dimas. Cuando llegó a Castillo de Bayuela contaba 26 años y estaba casi recién salido del seminario. Había pasado 8 meses como coadjutor en la iglesia-ermita de la Virgen del Prado en Talavera de la Reina, y que, por sus desusadas dimensiones para lo que era su función original de lugar de refugio y descanso de la venerada imagen, era tenida como la más grande del mundo cristiano. Su período de aprendizaje se vió interrumpido, antes de lo previsto, por la desgraciada vacante producida en un pueblo cercano, (que aún lo sería más en su corazón), perteneciente a la archidiócesis. Y he aquí que, sin apenas haber tomado conciencia de la nueva tarea encomendada, se encontró ante la doble y ardua misión de hacer iglesia, no sólo en el sentido místico y pastoral sino en el más puro sentido físico. Durante las primeras horas que pasó en el pueblo una gran angustia y desazón le atenazaban debido a la significada responsabilidad que le aguardaba. Se le pasó por la cabeza, incluso, pedir el relevo al vicario. El desasosiego, no mitigado con la oración, le hacía reflexionar penosamente: ¿Será esta misión un designio del cielo?, ¿Estará poniendo a prueba Dios el verdadero valor de mi promesa ecuménica?, ¿Seré capaz de llegar al sacrificio supremo como lo fue Cristo por su iglesia? ¿O como lo fue Don Dimas por la suya?

                Pero entonces pensó en lo que había sido su vida y esto le serenó: nació en una familia humilde, era el menor de 6 hermanos. Su madre había muerto en el parto, así que su padre, que era pastor de ovejas, viudo y ausente la mayor parte del tiempo de su hogar, pensó que la mejor solución para la cría del más pequeño era enviarle al seminario de Pamplona. Allí, interno con los padres dominicos, podría tener cuidados y una buena formación hasta la edad en que, si su inteligencia y disposición  lo hacían posible, estudiaría teología y, una vez ordenado, vestiría los hábitos.

                 Cuando llegó con 9 años a la puerta del colegio-seminario para infantes "Santo Domingo", a las afueras de la ciudad, junto a la carretera empedrada que lleva hasta Estella, se sintió convicto de una pena no conocida ni consentida. Aquellas pulcras y simétricas naves, los espaciosos comedores, los ordenados dormitorios sólo le parecían una cárcel camuflada, una prisión oculta. Añoraba su sencilla cabaña de madera  y adobe, en ella vivía con la pobreza, pero esta era bien aceptada al ser compartida con el calor de la familia y el cantar de las perdices, que, encerradas en jaulas, aguardaban la cacería que organizaba anualmente el nombrado prócer para invitados y amigos. Pero aunque, durante mucho tiempo, su actitud distante y enigmática, así como ciertas ausencias, no convencían del todo al prior, ni a él tampoco, sobre su vocación, el tiempo y la lectura le fueron afirmando en la creencia de que el servicio a Dios, a más de ser un buen remedio para apaciguar el propio espíritu, era el mejor, del que podía servirse él, para reconfortar y aliviar el alma de sus semejantes, y por primera vez, se le ocurrió pensar que, con su vida, podía hacer algo verdaderamente importante.

 



                Al recordar todo esto, se afianzó en el padre Cristóbal la idea de que las cosas en la vida no se suelen elegir, sino que, inexorables, se presentan sin atender súplicas ni ruegos, y que, una vez surgen, sólo nos quedan dos caminos: o las afrontamos con templanza, arrostrándonos animosamente a los problemas, dejando impresa nuestra huella, o nos mostramos pusilánimes y permitimos, con indolencia, que sean las cosas las que nos dejen marcada su señal. Además su mayor incertidumbre cuando era novicio, y pensaba en su futuro, no era imaginar si estaría preparado para arengar desde el púlpito a una asamblea de cristianos, lo cual atemorizaba a alguno de sus hermanos, sino el no ser capaz de llevar eficientemente las cuestiones burocráticas y administrativas, inherentes al funcionamiento habitual de una parroquia. Por su personalidad despistada, y hasta a veces de un reprobable ensimismamiento, temía cometer errores en la realización de campañas de donativos o en la organización de los actos y horarios de los distintos grupos que se integraban bajo su dirección como, por ejemplo, la catequesis, los cabildos de las cofradías de Semana Santa, las reuniones de las hijas de María o las meriendas con las damas del patronato para la defensa de la piedad y las buenas costumbres, si la localidad a la que era destinado era de cierta importancia. También le preocupaba el que, debido a su naturaleza solitaria (que le valió el apelativo no siempre cariñoso de "el eremita"), no llegara a las gentes dada su inexperiencia en el trato del día a día y los secretos de lo superficial, y que por ello fuera mal aceptado y criticado en comparación con las posibles bondades y simpatía de su antecesor en el cargo. Pero, en la situación en la que había llegado, no era precisamente la infraestructura parroquial, (que se había desmoronado por completo), ni la observancia de los pequeños detalles, lo que merecía su atención, sino acometer por completo la reorganización de los servicios y concitar en su rebaño la idea de que, como en los primeros tiempos de los cristianos, una comunidad es iglesia independientemente del lugar de reunión. Y en lo referente a un posible parangón con su predecesor tampoco había cuidado, pues Don Dimas había sido elevado a la categoría de mártir dentro de la particular y sensible hagiografía popular y, por tanto, no había lugar para el demérito o el menoscabo, pues éste siempre estaría muy por encima de cualquier cura o seglar con el que se quisiera comparar.

 
                De este modo, sólo le quedaba encomendarse al Altísimo, y sin dilación, ponerse manos a la obra. Lo primero era desescombrar y al mismo tiempo planificar el levantamiento del edificio, y así, se le pudo ver, a los poco días de su llegada, y con apenas tiempo para haberse establecido, en el cuerpo a cuerpo con su feligresía, retirando tablones o acarreando esportillos, compartiendo el esfuerzo y haciéndose cómplice en el descanso, descubriendo la camaradería del queso en aceite y el vino, y la poética del cigarro. Y fue esto y el hecho de acostumbrarse a verle sin el negro faldón ni la gola blanca, lo que le hizo ser acogido como jamás hubiera esperado. Porque más allá del respetado representante de la jerarquía secular, conocieron en él al hombre que tiende la mano como hombre; no una mano delicada y fina acostumbrada al tacto de los finos lienzos y ricos minerales, sino una mano que se encallece y agrieta, y que, en el saludo, transmite solidaridad y vida.


                Los domingos, después de la misa concelebrada en los bajos de la casa consistorial, preparaba las herramientas y disponían el material necesario para la semana, y a veces apilaban los bloques de piedra y reparaban los andamios, y si alguien le compartía la duda sobre la conveniencia de faltar a la recomendación de descansar en el día del Señor, él le respondía: "Ésto no puede ser considerado como trabajo, sino que, junto a la ofrenda del pan y el vino como símbolos de la carne y la sangre de Cristo, estas actividades lo son de la fuerza y sudor de nuestro Salvador. Y si las primeras fueron derramadas en el sacrificio supremo de la última jornada, las segundas lo fueron durante todos sus días; y, como yo pienso, es más fácil morir por alguien que vivir por él".                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                
                Y así, Don Cristóbal de Echevarría, cura párroco de Castillo de Bayuela, demostró una gran fuerza física y moral, pues a veces se mantenía, incluso solo, a pie de obra, mientras los hombres tenían necesariamente que atender el ganado y las mujeres el puchero; y si alguna ocasión ésta se detenía, era por falta de presupuesto, lo que intentaba solventar con insistentes visitas y largas esperas en el despacho del prelado en Toledo, y así se iban capeando las dificultades. Y de este modo, a los cuatro años y tres meses del inicio de su reconstrucción, la iglesia pudo ser consagrada, para lo cual vino el mismísimo cardenal de la ciudad cercada por el Tajo, con todo su granado séquito, para bendecir las nuevas estancias erigidas. Aunque, lo que allí verdaderamente se había construido, escapara a su entendimiento y, desde su nacimiento, estuviera ya bendito.

 

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