viernes, 18 de octubre de 2019

EVASIÓN





De adolescente el colegio  fue  una cárcel para mí. Yo  era movido, soñador,   inconstante y no podía soportar pasar tantas horas  sentado en el mismo sitio. Los pupitres eran dobles  y los alumnos parecíamos bueyes unidos en  una yunta, condenados  a arar todo el día la misma tierra, nuestro cerebro. Quizá ese  era el único camino de adquirir cultura pero a mí me parecía que siempre íbamos por el mismo surco.  A ello se unía el fastidio que me producía  vivir en Madrid,  añoraba cada instante  los campos sembrados  y las calles empinadas de Bayuela .
Cuando el resto de mis compañeros seguían en el libro las líneas que leía el profesor, yo miraba por la ventana los cables de la luz, que me parecían renglones, y los pájaros que se posaban en ellos eran  signos de puntuación esperando palabras  para poder volar. Más allá  de  los edificios, más allá de los ladrillos barnizados de humo  y los cristales grises, veía unas nubes  lejanas e imaginaba que en ese momento sobrevolaban Bayuela y eso me hacía sentir algo mejor.
Un día, en clase de matemáticas, mientras Don Leovigildo desarrollaba un problema en la pizarra, y yo estaba absorto en estos pensamientos, alguien cogió sus gafas de la mesa y las pasó al compañero de atrás, y así fueron pasando  sucesivamente de pupitre en pupitre , pero luego  la cosa se fue animando y pasaban de una fila otra cruzando el cielo de la clase describiendo parábolas imposibles . En uno de los vuelos  llegaron  hacia donde yo estaba y al intentar cogerlas,  para que no se cayeran,  me quedé con una patilla en la mano. Toda la clase estalló en una risa estruendosa y cuando el profesor se dio la vuelta me pilló, como a un pasmarote, con sus gafas en una mano y con la patilla amputada en la otra. 
Aunque le dije que yo no había sido, D. Leovigildo me castigó sin remisión a estar sin  recreo una semana, y como era hermano salesiano además de profesor de matemáticas, me obligó a copiar con buena letra  el  “Levítico”, el libro más aburrido del Antiguo Testamento. Aquellos días se me hicieron   insufribles pues  yo necesitaba correr y estar al aire libre, y sin embargo estaba allí enterrado en vida.  Sentía agobio  y tristeza a partes iguales y la pizarra me parecía el muro lóbrego  de una prisión donde pintaba rayas con  tiza por cada  día de encierro, como si fuera el Conde de Montecristo.
Pero el viernes, cuando por fin sonó el timbre a las 5 de la tarde, me pareció escuchar las campanas de la torre llamando a arrebato. Salí disparado hacia la puerta del colegio, donde me estaban esperando mis padres, en el pequeño SEAT 850 especial, con todo  preparado para ir al pueblo. A medida que íbamos saliendo de Madrid se iba liberando el peso que me oprimía  el pecho y al cruzar el límite de la provincia, donde una gran espada custodiaba el cartel “ Bienvenido a Toledo “ me sentí como un exiliado  que volviera a su patria después de un largo destierro.
Maqueda y su castillo eran para mí  el anuncio de que Bayuela estaba ya cerca. Mi padre solía parar allí a echar gasolina, pero  yo no quise bajar ni a hacer pis para no demorar ni un minuto la partida. Continuamos el viaje y cuando por fin llegamos al cruce y dejamos “la general” mi corazón se desbocó al enfilar hacia la Sierra de San Vicente. Al pasar por el puente del río Alberche le pedí a mi padre que me dejara allí,  como si fuera un “espalda mojada”  que volviera a cruzar el río Colorado, de vuelta a casa,  decepcionado por el sueño americano. Desde allí fui corriendo hasta Bayuela, necesitaba desfogarme, sentirme libre otra vez  , contemplar la línea de horizonte sin interrupciones de edificios ni coches, tan  solo    encinas y unas vacas pastando a su sombra.
Cuando tienes 13 o 14 años , con una energía desbordante y un mundo maravilloso que está ahí  para descubrirlo, se hace difícil estar sometido a  tantas horas de disciplina y magisterio, a la monotonía  del horario de clase  y al reducido espacio  de un aula escolar. Por eso, ahora que soy profesor, cuando estoy en clase y veo a un alumno despistado, con la mirada perdida en el cielo, no le regaño ni afeo su conducta sino que me da gana   de abrirle la ventana para que pueda echar a volar.

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