De adolescente el colegio
fue una cárcel para mí. Yo era movido, soñador, inconstante y no podía soportar pasar tantas
horas sentado en el mismo sitio. Los
pupitres eran dobles y los alumnos
parecíamos bueyes unidos en una yunta,
condenados a arar todo el día la misma
tierra, nuestro cerebro. Quizá ese era
el único camino de adquirir cultura pero a mí me parecía que siempre íbamos por
el mismo surco. A ello se unía el
fastidio que me producía vivir en
Madrid, añoraba cada instante los campos sembrados y las calles empinadas de Bayuela .
Cuando el resto de mis compañeros seguían en el libro las
líneas que leía el profesor, yo miraba por la ventana los cables de la luz, que
me parecían renglones, y los pájaros que se posaban en ellos eran signos de puntuación esperando palabras para poder volar. Más allá de los
edificios, más allá de los ladrillos barnizados de humo y los cristales grises, veía unas nubes lejanas e imaginaba que en ese momento
sobrevolaban Bayuela y eso me hacía sentir algo mejor.
Un día, en clase de matemáticas, mientras Don Leovigildo
desarrollaba un problema en la pizarra, y yo estaba absorto en estos
pensamientos, alguien cogió sus gafas de la mesa y las pasó al compañero de
atrás, y así fueron pasando
sucesivamente de pupitre en pupitre , pero luego la cosa se fue animando y pasaban de una fila
otra cruzando el cielo de la clase describiendo parábolas imposibles . En uno
de los vuelos llegaron hacia donde yo estaba y al intentar
cogerlas, para que no se cayeran, me quedé con una patilla en la mano. Toda la
clase estalló en una risa estruendosa y cuando el profesor se dio la vuelta me
pilló, como a un pasmarote, con sus gafas en una mano y con la patilla amputada
en la otra.
Aunque le dije que yo no había sido, D. Leovigildo me
castigó sin remisión a estar sin recreo
una semana, y como era hermano salesiano además de profesor de matemáticas, me
obligó a copiar con buena letra el “Levítico”, el libro más aburrido del Antiguo
Testamento. Aquellos días se me hicieron
insufribles pues yo necesitaba
correr y estar al aire libre, y sin embargo estaba allí enterrado en vida. Sentía agobio
y tristeza a partes iguales y la pizarra me parecía el muro lóbrego de una prisión donde pintaba rayas con tiza por cada
día de encierro, como si fuera el Conde de Montecristo.
Pero el viernes, cuando por fin sonó el timbre a las 5 de la
tarde, me pareció escuchar las campanas de la torre llamando a arrebato. Salí
disparado hacia la puerta del colegio, donde me estaban esperando mis padres,
en el pequeño SEAT 850 especial, con todo
preparado para ir al pueblo. A medida que íbamos saliendo de Madrid se
iba liberando el peso que me oprimía el
pecho y al cruzar el límite de la provincia, donde una gran espada custodiaba
el cartel “ Bienvenido a Toledo “ me sentí como un exiliado que volviera a su patria después de un largo
destierro.
Maqueda y su castillo eran para mí el anuncio de que Bayuela estaba ya cerca. Mi
padre solía parar allí a echar gasolina, pero
yo no quise bajar ni a hacer pis para no demorar ni un minuto la
partida. Continuamos el viaje y cuando por fin llegamos al cruce y dejamos “la
general” mi corazón se desbocó al enfilar hacia la Sierra de San Vicente. Al
pasar por el puente del río Alberche le pedí a mi padre que me dejara
allí, como si fuera un “espalda
mojada” que volviera a cruzar el río
Colorado, de vuelta a casa, decepcionado
por el sueño americano. Desde allí fui corriendo hasta Bayuela, necesitaba
desfogarme, sentirme libre otra vez ,
contemplar la línea de horizonte sin interrupciones de edificios ni coches,
tan solo encinas y unas vacas pastando a su sombra.
Cuando tienes 13 o 14 años , con una energía desbordante y
un mundo maravilloso que está ahí para
descubrirlo, se hace difícil estar sometido a
tantas horas de disciplina y magisterio, a la monotonía del horario de clase y al reducido espacio de un aula escolar. Por eso, ahora que soy
profesor, cuando estoy en clase y veo a un alumno despistado, con la mirada
perdida en el cielo, no le regaño ni afeo su conducta sino que me da gana de abrirle la ventana para que pueda echar a
volar.
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