viernes, 18 de octubre de 2019

CIGARRILLOS


He sido fumador ocasional, me podía pasar semanas enteras sin probar un cigarrillo, pero a lo mejor un sábado, con los amigos, me fumaba un par de ellos. Sé que es malo y desaconsejo hacerlo, pero he de reconocer que el tabaco ha  tenido siempre en mi vida  un atractivo estético, un encanto poético.
La primera vez que fumé, con 10 u 11 años, no fue un cigarrillo, sino una caña que cortamos dos o tres amigos del pueblo, al lado del Canto de los Enamorados. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero teníamos ganas de experimentar y sentirnos mayores. Había que aspirar mucho para sacar humo  y daba un picor horrible en la garganta. Como la experiencia no fue muy exitosa, dimos un paso más en nuestra escalada hacia el vicio y la perdición, fuimos al estanco, que entonces estaba en la Calle Larga y compramos un paquete de Celtas Cortos. Era el más barato, pero cómo no nos tragábamos el humo daba igual su calidad, lo malo era que al no tener boquilla  se te pegaban las hebras a la lengua.
Me pareció divertido y pensé que cuando fuera mayor iba a fumar. No entendía mucho del tema, tenía la idea peregrina de que el tabaco negro lo fumaban solo los hombres, mientras que el rubio se había inventado después,  para que pudieran fumar las mujeres, pero decidí que fumaría “Rex” como mi profesor Don Ángel de 6º de EGB o “3 Carabelas” porque tenía un diseño muy bonito con los tres barcos en dorado sobre un fondo rojo. Luego fui descubriendo otras marcas, pero sin duda las más seductoras eran el Palmeiras, que tenía el papel oscuro con un ribete dorado en la boquilla, y sobre todo  el More, fino, alargado y de color caoba, la aristocracia de los cigarrillos.
Como era difícil encontrar estos pitillos en el estanco y además eran caros, la única  manera de conseguirlos era como  trofeos  tirando con las escopetillas en las fiestas de Bayuela. No  vayan a pensar que era una barraca de feria con su mostrador y todo, la cosa era mucho más artesanal,  de andar por casa. En la plaza, en la puerta de los cosiles, se ponía un hombre mayor con una  especie de maleta gigante  sobre unas patas de metal. Los blancos eran cigarrillos pinchados en un  palillo, tapones con anillos de bisutería y bolas de chicle de diferentes colores, que le daban algo más de vistosidad al puesto. Y allí de pie, si poder apoyarse en ningún sitio disparábamos como podíamos,  a veces se cruzaba gente por delante, como si estuviéramos en un Saloon del  Oeste. Tras conseguir el botín, lo llevábamos de medio lado en la comisura de la boca, como si fuéramos unos dandis,  luciéndolo con chulería delante de las chicas.
 Y es que, en mi caso, estaba muy relacionado el acto de fumar con que hubiera chicas delante. Me sentía más seguro, menos azorado  si tenía un cigarrillo en la mano. Recuerdo a María, una chica atractiva y distante, cuando quería fumar me pedía que me encendiera un cigarrillo, ella solo quería darle unas caladas, luego me lo devolvía y cuando mis labios se posaban en la boquilla todavía quedaba sabor de su boca, aquello me parecía un ejercicio de sensualidad sublime, una acto de complicidad maravilloso. Esos cigarrillos fumados a medias eran como  besos a través de una carta donde se imprimen los labios pintados con carmín, como acariciarse con la ropa puesta. Nunca tuvimos nada, pues  yo no jugaba en su liga, pero aquello inflamaba mi pasión y hoy  aviva mi nostalgia.
Como dije al principio, he sido un fumador social, encenderme un cigarrillo  era una manera de festejar  momentos especiales en la vida,  como lanzar cohetes en las fiesta del pueblo.  Los cigarrillos que más he disfrutado han sido en una buena charla con amigos, viendo partidos de futbol  o jugando al mus, donde dar una calada te daba la pausa necesaria para pensar la jugada y luego cuando exhalabas el humo creabas un halo de misterio que envolvía a tus contrincantes, y  que aprovechaba, muchas veces, para pasar seña. Cuando prohibieron fumar en los bares dejé de jugar al Mus.
Y ahora ya no fumo, pero mientras escribo esto tengo en la boca un cigarrillo de plástico, de esos de mentira que saben a mentolado y venden  en las farmacias. Me hago la ilusión de que echo humo, aunque en realidad  es el vapor de los recuerdos.

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