He sido fumador ocasional, me podía pasar semanas
enteras sin probar un cigarrillo, pero a lo mejor un sábado, con los amigos, me
fumaba un par de ellos. Sé que es malo y desaconsejo hacerlo, pero he de
reconocer que el tabaco ha tenido
siempre en mi vida un atractivo
estético, un encanto poético.
La primera vez que fumé, con 10 u 11 años, no fue un
cigarrillo, sino una caña que cortamos dos o tres amigos del pueblo, al lado
del Canto de los Enamorados. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero teníamos
ganas de experimentar y sentirnos mayores. Había que aspirar mucho para sacar
humo y daba un picor horrible en la
garganta. Como la experiencia no fue muy exitosa, dimos un paso más en nuestra
escalada hacia el vicio y la perdición, fuimos al estanco, que entonces estaba
en la Calle Larga y compramos un paquete de Celtas Cortos. Era el más barato,
pero cómo no nos tragábamos el humo daba igual su calidad, lo malo era que al
no tener boquilla se te pegaban las
hebras a la lengua.
Me pareció divertido y pensé que cuando fuera mayor
iba a fumar. No entendía mucho del tema, tenía la idea peregrina de que el
tabaco negro lo fumaban solo los hombres, mientras que el rubio se había
inventado después, para que pudieran
fumar las mujeres, pero decidí que fumaría “Rex” como mi profesor Don Ángel de
6º de EGB o “3 Carabelas” porque tenía un diseño muy bonito con los tres barcos
en dorado sobre un fondo rojo. Luego fui descubriendo otras marcas, pero sin
duda las más seductoras eran el Palmeiras, que tenía el papel oscuro con un
ribete dorado en la boquilla, y sobre todo
el More, fino, alargado y de color caoba, la aristocracia de los
cigarrillos.
Como era difícil encontrar estos pitillos en el
estanco y además eran caros, la única
manera de conseguirlos era como
trofeos tirando con las
escopetillas en las fiestas de Bayuela. No
vayan a pensar que era una barraca de feria con su mostrador y todo, la
cosa era mucho más artesanal, de andar
por casa. En la plaza, en la puerta de los cosiles, se ponía un hombre mayor
con una especie de maleta gigante sobre unas patas de metal. Los blancos eran
cigarrillos pinchados en un palillo, tapones
con anillos de bisutería y bolas de chicle de diferentes colores, que le daban
algo más de vistosidad al puesto. Y allí de pie, si poder apoyarse en ningún
sitio disparábamos como podíamos, a
veces se cruzaba gente por delante, como si estuviéramos en un Saloon del Oeste. Tras conseguir el botín, lo llevábamos
de medio lado en la comisura de la boca, como si fuéramos unos dandis, luciéndolo con chulería delante de las
chicas.
Y es que, en
mi caso, estaba muy relacionado el acto de fumar con que hubiera chicas
delante. Me sentía más seguro, menos azorado
si tenía un cigarrillo en la mano. Recuerdo a María, una chica atractiva
y distante, cuando quería fumar me pedía que me encendiera un cigarrillo, ella
solo quería darle unas caladas, luego me lo devolvía y cuando mis labios se
posaban en la boquilla todavía quedaba sabor de su boca, aquello me parecía un
ejercicio de sensualidad sublime, una acto de complicidad maravilloso. Esos
cigarrillos fumados a medias eran como besos a través de una carta donde se imprimen los labios pintados con carmín, como
acariciarse con la ropa puesta. Nunca tuvimos nada, pues yo no jugaba en su liga, pero aquello
inflamaba mi pasión y hoy aviva mi
nostalgia.
Como dije al principio, he sido un fumador social,
encenderme un cigarrillo era una manera
de festejar momentos especiales en la
vida, como lanzar cohetes en las fiesta
del pueblo. Los cigarrillos que más he
disfrutado han sido en una buena charla con amigos, viendo partidos de
futbol o jugando al mus, donde dar una
calada te daba la pausa necesaria para pensar la jugada y luego cuando
exhalabas el humo creabas un halo de misterio que envolvía a tus contrincantes,
y que aprovechaba, muchas veces, para
pasar seña. Cuando prohibieron fumar en los bares dejé de jugar al Mus.
Y ahora ya no fumo, pero mientras escribo esto tengo
en la boca un cigarrillo de plástico, de esos de mentira que saben a mentolado
y venden en las farmacias. Me hago la
ilusión de que echo humo, aunque en realidad
es el vapor de los recuerdos.
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