Mi primer recuerdo de la Huerta, en Cardiel, siendo
niño, es
una montaña de sandías inmensa que
mi abuelo y mis tíos habían recogido y habían apilado en la parte alta
de la finca, donde mejor se cultivaban. Mientras, en la caseta, el gigante
motor diésel Tamborini, traído desde Italia en los años 50, sacaba agua
haciendo un ruido ensordecedor, como el de una moto con el tubo de
escape roto. Se regaban los tomates, las patatas, la “vertualla” (como llamaba
mi padre a las verduras) y a mí me encantaba verle como iba abriendo los surcos
con el azadón mientras el agua corría. Era como jugar a hacer presas y cuando
me dejaba hacerlo a mí me resultaba divertidísimo y me sentía importante.
Luego, de adolescente, me fastidiaba un poco la huerta. Me
fastidiaba tener que levantarme a las 7 de la mañana para llevar el burro de mi
Tío Dionisio ,desde Bayuela a Cardiel , para empezar pronto a arar, antes de
que hiciera calor . Lo peor no era madrugar sino que un día, cuando lo traía de
vuelta, a la hora de comer, me encontré a la altura de la Caseta con mis amigas
Esther y Marga, conducían sus ciclomotores, una
Puch X 30 amarilla y un Vespino
gris , mientras yo montaba , con muy poca dignidad, un jumento cárdeno de una sola velocidad. Me saludaron
con gran simpatía pero yo me moría de vergüenza. Me fastidiaba tener que ayudar
a mi padre a arrancar las patatas y que
me llamara la atención cuando mordía alguna con el azadón. Yo le decía que se
me metía el sudor en los ojos y que no veía bien y él me contestaba con sorna
“Tienes más cuento que el buey limón que cucaba con la luna” y añadía como reflexión “si volviera
otra vez la guerra ya verías ”, que era una muletilla que utilizaba a
veces cuando no me apetecía hacer algo o
no me gustaba una comida, para recordarme que tenía una vida regalada y que no
debía quejarme. Yo lo veía como un
comentario de persona mayor, ideas de otra época, pero ahora que estamos viviendo
tiempos convulsos y que el mundo lo gobiernan locos como Trump o Putin, no
descarto que algún día tengamos que volver todos al pueblo a vivir otra vez de
la tierra.
Más tarde cuando ya me hice adulto empecé a entender a mi
padre. Podía resultar sorprendente verle tan contento mientras doblaba el
espinazo para quitar las malas hierbas, pero después de una semana de duro
trabajo en la fábrica, un trabajo monótono y repetitivo, la huerta le daba la
oportunidad de hacer algo creativo, algo que producía vida (durante la semana
era un esclavo, el fin de semana un Dios). Frente a la frialdad y grisura de la
cadena de montaje y sus piezas para coches se le ofrecía el calor y variedad
del surco y sus plantas. Ya no me importaba ayudarle y le pasaba la mula
mecánica (que sustituyó al burro de mi tío
Dionisio) y cortaba la maleza con
la desbrozadora (que remplazó a la hoz de mi abuelo Demetrio). No es que me
entusiasmara pero me permitía hacer ejercicio al aire libre y me daba la oportunidad de pasar más tiempo
con mi padre.
Cuando murió, hace unos años, tuve la necesidad de seguir su
labor, sentir que esa parte no moría con él. Me consta que otras personas que,
como yo, no estaban especialmente interesadas en cultivar un huerto también cogieron el relevo de su padre cuando
este les faltó. Cuanto me alegro de
haber tomado esa decisión, pues yo, de naturaleza impetuosa, que estoy siempre
de acá para allá, he aprendido con la
huerta a estar quieto, a mantener los pies pegados a la tierra , a tener
paciencia, a observar sin más como van ocurriendo las cosas. La Huerta me ha hecho también estar más cerca
de la naturaleza, sentir que formo parte de su proyecto global aunque sea con
un pequeño papel, igual que una hormiga . La Huerta me ha ayudado a comer de
manera más sana pues en verano, con las neveras a tope de calabacines,
pimientos y tomates, no dejo de comer gazpacho, pisto y ensaladas. Y podría
continuar exponiendo las excelencias de tener un huerto, pero de todas las
razones la más fuerte, la más profunda es volverme a sentir un niño que juega con
el agua a hacer presas.
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