lunes, 19 de octubre de 2015

MIEDO





Sé exactamente el día que perdí el miedo: fue un 22 de Julio de 1976, día de  la Malena. Tenía entonces 11 años.
Antes de esta fecha yo tenía miedo, como todos los niños supongo. Tenía miedo, por ejemplo,  a subir a la troje y cuando mi madre me mandaba a por unas cabezas de ajos o a por unas patatas, yo subía con  mucho recelo  pues a cada paso los tablones de madera crujían y el viento se colaba entre las tejas y aullaba como una fiera. Me daba miedo también entrar en el sótano y sacar agua del pozo pues de  pequeño mi Tío Dionisio  me había dicho , seguramente para que no me acercara, que dentro moraba S. Miguel ,  y cada vez que hundía el cubo en la oscuridad del pretil  las ondas que hacía el agua distorsionaban mi reflejo y me parecía ver al santo varón haciéndome gestos.
Pero aquel día de la Malena aquello cambió.  Manuel y yo bajamos en bicicleta a Garciotún, no habíamos dicho nada a nuestras madres, por si no nos dejaban. A la entrada del pueblo, junto a la puerta de la mayordoma, hombres maduros, con sabiduría en sus manos,  construían el ramo con sarmientos y  ramas y lo adornaban con panes y banderas, las mujeres cantaban canciones antiguas y se repartía limonada. En el aire se respiraba alegría y tradición, se celebraba la  vida y la historia.
Desde la casa de la mayordoma  seguimos a la comitiva y pasamos por una calle estrecha donde se repartían cucuruchos de tostones  y un haz de albahaca. Manuel y yo hicimos dos veces cola por lo que llevábamos los bolsillos de los pantalones manchados de cal pero atestados de garbanzos. Todo era júbilo y conmemoración  pero  Manuel se empezó a sentir  mal. Se había atracado de tostones y  había bebido 4 vasos de sangría. Dice el dicho “La limonada no emborracha pero agacha” pero a Manuel directamente le había tumbado. Le acompañé a casa de su tía Francisca, una prima de su padre que vivía  en Garciotún,  y allí subieron la bici a la parte de atrás  de una furgoneta “4 L” y le llevaron a Bayuela. Yo  no me quise ir  pues, a diferencia de Manuel, la sangría me había animado mucho y tenía ganas de bailar y seguir la fiesta. En el arco de entrada de la  iglesia, donde los mozos del pueblo paseaban el pesado ramo haciendo exhibición de su  fuerza, yo también me sentía capaz de acarrearlo.  Las mujeres les animaban con cánticos y palmas y cuando se había llegado al éxtasis  algunas de ellas  rompieron  las  panderetas mostrando que todo había acabado.
Fue entonces fue  cuando me di cuenta de lo  tarde que era, el sol se estaba poniendo y, me tenía que ir enseguida. Para venir habíamos bajado por la carretera, pero pensé que la vuelta sería más rápida por el camino del “Puente Romano”, cuando lo crucé ya era casi de noche . Miré  el agua estancada y oscura que había debajo y recordé la historia  sobre un  niño que  se había ahogado allí  muchos años atrás. Un escalofrío  recorrió todo mi cuerpo, sentí que un miedo profundo   me paralizaba pero ya era tarde para volver  atrás.
Los sonidos de la naturaleza  que de día son tan idílicos y transmiten serenidad, por la noche suenan siniestros y  producen  turbación. Los grillos me hostigaban  con sus chirridos agudos, como si tocaran violines metálicos, las ramas  movían sus  pámpanos con un ademán amenazante y la cadena oxidada de mi bicicleta sonaba a cada pedalada como un gemido.
Cuando subía la cuesta de los Molinos, en mitad del camino, vi  un mastín gigantesco que  venía hacia mí con no muy buenas intenciones, ladrando con un sonido ronco y profundo. En ese momento me vino a la mente  una historia que  me había contado mi padre: Cuando era novio de mi madre, una noche que volvía en bicicleta  hacia Cardiel, vio un lobo  al bajar la cuesta del “Reguero Hondo” y  entonces se puso a pedalear cuesta abajo a toda prisa y cuando pasó a su lado éste no le atacó, al día siguiente aparecieron 4 ovejas muertas en una finca cercana. Pero mi situación era distinta pues yo subía andando la cuesta, empujando mi pesada BH celeste, exhausto por el cansancio y el miedo.  Apenas me quedaba aire en los pulmones, pero sabía que no hay que demostrar temor ante los perros y ni corto ni perezoso me puse a tararear una canción, en ese momento la primera que me salió fue una de los payasos de la tele “Un barquito de cáscara de nuez”. El perro continuó ladrando con grandísima potencia, como el tañido de una campana, podía ver su saliva cayendo entre los colmillos y pensé que iba a devorarme, entonces empecé a cantar a viva voz. Increíblemente el perro  enmudeció y perdió interés en mí y se fue andando con total desdén en otra dirección.
Por fin  pude respirar pero me seguía encontrando en una total oscuridad, en aquella época la corriente eléctrica iba a 125 w y las farolas del pueblo eran mortecinas y apenas refulgían en la noche. Cuando coroné  la cuesta del Cucarabacho, a la altura del caño, vi por fin una luz, era el reloj del campanario, iluminado  en medio de la noche , guiándome a casa como un faro en medio de la tormenta. Estaba salvado.

Llegué a casa empapado en sudor y cansado pero orgulloso de haberlo conseguido. Sentí que había vencido la adversidad como un hombre.  Después de aquella noche ya no volví a tener miedo. Y si alguna vez lo tuve se desvanecía cuando empezaba a tararear:  “Navegar sin temor/ en el mar es lo mejor,/no hay razón de ponerse a temblar./Y si viene negra tempestad/reír y remar y cantar.”


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