lunes, 29 de abril de 2013

CAPITULO III "La escuela"


          

      D. Amadeo García Belloso, director de la escuela nacional "San Andrés", dirigía, visiblemente enorgullecido, el saludo marcial matutino. A su condición de preboste escolar unía la dignidad de comisario-secretario de la Falange en la localidad. Llevaba siempre una camisa púrpura, llamada hábito, anudada al cuello por un cordón de hilos blancos y negros entrelazados y con flecos en sus extremos. Era el distintivo de los que, habiendo rogado una intervención divina, hacían la promesa de no quitarse esa vestimenta si el Altísimo escuchaba su súplica. D. Amadeo  explicaba que había realizado esta ofrenda, en julio del 36, a cambio de que España fuera liberada de las garras del estalinismo y la anarquía,  aunque, en realidad, el no había hecho mucho por la causa.
 

Pasó toda la guerra en Sevilla, lejos del frente, ejerciendo de ordenanza de un capitán de intendencia, tío suyo, encargado del abasto del ejército del General Varela, que en su marcha hacia Madrid, se encontraba en plena "guerra de columnas" tratando de acabar con pequeñas unidades republicanas dispersas. Mientras, en retaguardia, el capitán emérito encomendó a su sobrino la exclusiva responsabilidad de que los envíos de Oporto al generalato no se interrumpieran, trasladándose él mismo a Rosal de la Frontera cuando algún cargamento quedaba inmovilizado por las autoridades aduaneras portuguesas, lo cual solía solventarse aligerando algo el peso de los camiones.
 

                La máxima que guiaba sus acciones, y que a menudo gustaba repetirnos, era: "El deber es lo más hermoso y el sacrificio en el intento de cumplirlo lo más grande". El deber era hacernos buenos hombres y buenos españoles, por ello trataba con la máxima severidad el desliz más inocente. Era partidario de aplicar castigos colectivos incluso para faltas individuales, de este modo, quería inculcar los sentimientos de lealtad y respeto hacia los compañeros en la consecución de la causa común. A estos ideales apelé yo el día que una pelota perdida rompió un cristal de su despacho, y me negué a responder a la inquisición sobre el responsable del destrozo. Ello me costó ración doble de palos y un mes sin salir al recreo. Don Amadeo  era todo un virtuoso en el manejo de la regla como arma de castigo, desconozco si algún día le dió uso como instrumento de medición. Era uno de aquellos listones de madera que marcaban 40 cm. Se alabeaba notablemente, con la flexibilidad e inspiración de una fusta, infringiendo un considerable dolor y enrojecimiento en la palma de la mano. Allí donde pueden consultarse las líneas que desvelan el futuro, pero cuyos relieves y vaguadas habían sido borrados del mapa a fuerza de golpes, como negando el porvenir.

 
      Pero lo peor fueron las cuatro semanas de reclusión: ¡Cómo sufría viendo a mis amigos jugar en el patio!. Era curioso observar cómo aquella pléyade de niños, de distinta edad pero igual desbordante energía, se entrecruzaban atendiendo a sus actividades (la pelota, las canícas, el churro- media manga- manga entera) sin, aparentemente, estorbarse, como un ejército de hormigas perfectamente adiestrado que cruza sus trayectorias siguiendo un plan previsto, como un mecanismo de relojería.

Lleno de hastío miraba por la ventana, tintando de vaho el cristal con mi aliento triste y dibujando sobre él los contornos de la melancolía. Maldiciendo mi suerte y mi conciencia, pues allí estaba Carlitos, libre y despreocupado, chutando a la pelota, cuando él había sido el causante del destrozo. Entonces entró Don Manuel en la clase, y al verme así, se sentó a mi lado y me habló haciéndome compañía. En medio de la conversación me preguntó:

                - ¿Qué querrás ser de mayor?.

       Yo que nunca me había planteado tal cosa, pues no pensé que fuera algo que se pudiera elegir, me quedé extrañado por la pregunta (¿Cómo si no podían haber escogido los hombres del pueblo ganarse la vida doblando el torso eternamente y batiéndose con la tierra con la innoble defensa de un azadón?).

                - Guerrillero, quiero ser guerrillero.

      Fue lo único que se me ocurrió decir para no decepcionarle, mi principal diversión era jugar a la guerra con mis amigos, junto a las ruinas del castillo, entre sus desvencijados lienzos y murallas mutiladas.   


                Él sonrió paternalmente por mi manifiesta inocencia pero luego sus ojos se ensombrecieron y dijo, (con una voz cansada pero profunda, como la de los profetas):

                - "La guerrilla es la guerra más justa: la guerra por la supervivencia. Pero has de saber que no sólo hay que derrotar al enemigo, sino que también hay que escarmentar a los traidores y alentar el sacrificio. La guerrilla es la guerra del hombre contra la injusticia, las reglas militares quedan extravasadas y se busca la consecución de la paz por todos los medios, incluso por aquellos que rozan la inhumanidad." Cuando pronunció estas palabras no me hablaba a mí, no al menos al niño, sino quizá al hombre que sería algún día. Hablaba para sí mismo, hablaba al mundo entero. En su mente estaban los sangrientos acontecimientos que habían hecho, en numerosas ocasiones, del hermano un enemigo y del amigo un extraño. Una guerra incivil que había sembrado España con los mejores corazones, para conseguir, al fin, una estéril cosecha de cruces.
 

                Se quedó en silencio unos instantes, como hipnotizado por sus propios pensamientos. Luego salió sin decir nada para volver en breve con un libro en sus manos.

                - "Toma, para que te entretengas mientras dura el castigo". Se trataba de "Juan Martín. El Empecinado" de Benito Pérez Galdós. ¡Cómo me sedujo aquel relato! Aquellas dispares batallas y gestos gloriosos. La osadía en la lucha y la camaradería en el descanso. El pueblo arrostrándose con biernos y hoces al francés invasor. A este fueron sucediendo otros episodios nacionales que me iba facilitando D. Manuel. A él le debo, entre otras cosas, el amor por la lectura y la pasión por la historia.

 
                Años después, releyendo esta novela, remarqué unas líneas que explicaban de un modo clarividente el devenir histórico de esta tierra: "Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional: son nuestro cuerpo y nuestra alma; son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje". Galdós sabía calar, diestramente, en el meollo de las cosas, tanto las cotidianas como las épicas. Galdós fue uno de esos escritores, tan infrecuentes en nuestros días, que haciendo prosa hacen patria.

 

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