jueves, 25 de abril de 2013

CAPITULO II "Don Gabriel"


     





                Cuando era joven la vida parecía acabarse con el verano, pero ahora que la vista se confunde y se nublan algunos recuerdos, ahora que mis manos parecen sarmientos sin el dulce humor, ahora amo el invierno.
 

                Niños y animales, hombres y frutos se recogen, y aunque la artrosis no tuviera mis rodillas como un San Sebastián, saeteadas por los pinchazos, tampoco podría andar senderos y brincar portillos en busca del tomillo que da fragancia a la casa y, cuando se seca, gusto a las aceitunas. El frío y la lluvia hacen rasero de las edades, igualan sus horas y ritmos, democratizan la vida. Los niños van al colegio, después de comer, con sus gruesos abrigos y bufandas, festoneadas como banderas, tapando sus orejas; lejos están aquellos tabardos ásperos y chalinas de indefinible color, pero no les envidio; la escuela siempre me enseñó cosas a mi pesar, igual que la vida, además me esperan en la taberna de Frutos, para echar una partida de dominó con una copa de coñac o tal vez una palomita. 

                El único maestro que recuerdo con cariño es a D. Gabriel. Había sido secretario personal del gobernador civil de Pontevedra con tan sólo 23 años y se esperaba de él una fulgurante carrera que, sin duda, finalizaría en Madrid, como alto cargo de algún ministerio de relevancia como el de Guerra o el de Agricultura. Entonces lucía un bigote perfecto que subrayaba sus labios finos de gran atractivo.

 En una fiesta organizada por el comandante militar de la zona centro, con motivo de la conmemoración del alzamiento nacional, fue presentado a Florita, la hija menor del conde de Humelos. Tenía unos ojos chispeantes y orientales, acentuados por la raya pintada alargando el ojo al modo egipcio. Le dedicó una sonrisa que  le pareció demasiado abierta para ser simple cortesía, así que, tras conversar un buen rato, mostrándose decidido, le  invitó a bailar. Bailaron el resto de la velada y cuando la orquesta anunciaba su última pieza musical sintió una mano en su hombro que le retenía y una voz que, con un deje agresivo, decía:

                - "Si es tan amable de soltar a mi hija". Su madre, una señora decorosa y decimonónica, chincheteada de joyas, miraba desaprobadoramente a Florita, como no advirtiendo la presencia del joven Gabriel, aunque el mensaje había sido incuestionablemente dirigido a él.

                - "Pero mamá, únicamente bailábamos, este joven ha sido muy cortés". Interpeló ella con tono desconsolado.

-"¡Sé digna de tu posición y de tu casa y no oses contradecirme!", le reconvino enérgicamente su progenitora, y acto seguido se la llevaba, fuertemente cogida de la mano, desapareciendo por entre la sala, que estaba a rebosar de parejas justo en el momento que atacaban a la última canción. Un calor irrefrenable y volcánico recorrió desde las extremidades hasta sus sienes, y no se debía a las altas temperaturas del verano ni al impermeable frac alquilado.

                 
El fuego de esa noche se convirtió en fiebre a la semana siguiente, hasta que por fin se decidió a escribir unas líneas de amor a su Dulcinea palatina, y los pliegos de papel hicieron la función de cataplasma que disiparon su mal en unos ardientes versos que rimaban ABBA. Florita quiso responder a sus sentimientos, pero su madre interceptó la candorosa misiva escrita en cuartilla holandesa (perfumada con sedimentos de jazmín). Así acabó el particular romance y también el personal "cursus honorum" del atrevido secretario, pues el duque de Humelos, padrino del ministro de Gobernación, se encargó de ello personalmente. No podía permitirse emparentar con el hijo de una familia de la pequeña burguesía provinciana, tan reprochada por los grandes de España desde el tiempo de los Austrias. Y así fue arrojado al ostracismo de una plaza de maestro rural en la ruda y rectilínea meseta castellana, lejos de aquellos altos prados, atestados de clorofila, de su querida tierra gallega.

                En D. Gabriel se enquistó una furia incontrolable contra la aristocracia, que le incluyó, de por vida, en las filas del socialismo planetario y el anarquismo doméstico. El bigote atildado se trocó en barba y, como era harto difícil adquirir una formación política revolucionaria en la España del racionamiento, se convirtió en un autodidacta de la revolución. Comenzó leyendo todos los libros de cuentos autores rusos caían en sus manos (y que no estaban en la lista prohibida del censor general de literatura y prensa): Pushkin y Tolstoi, en un principio, más adelante se apasionó con la lectura de Dostoyeski, que auguraba, en cada una de sus voluminosas y bíblicas novelas, la decadencia de Occidente y la muerte de una civilización caduca. Además se sentía fuertemente identificado con muchos de los personajes de sus obras, que como él, eran criaturas atormentadas que luchaban contra su destino. En su época sus utopías tenían el mismo crédito que las fantasías de su contemporáneo Julio Verne ( un siglo después, muchas de las premoniciones técnicas y científicas del francés se han visto ampliamente superadas mientras que apenas se ha avanzado en los ideales humanitarios del ruso). Pero cuando su espíritu se convulsionó verdaderamente fue con la lectura de "La madre" de Máximo Gorki. Sin necesidad de conocer la retórica teorizante de Engels y Marx, se afirmó en él la más pura conciencia obrera.

                Casi siempre se las arreglaba para ausentarse, a primera hora de la mañana, cuando formábamos en el patio para entonar el Cara al sol, antes de comenzar las clases. Los chicos, desde nuestro lado de la tapia, cantábamos el himno con toda la potencia de que eran capaces los pulmones, para tapar así el tono agudo y gritón proveniente del lado de las niñas y dejar constancia, desde el principio, de nuestra superioridad y dominio. Seguramente esto sería tomado, por el señor director, como la muestra del ardor y lealtad, que los hijos de la triunfante nación, agradecidos, ofrecían a sus guías de la nación. (Durante algún tiempo, al oir hablar de la Santísima Trinidad, creí que se trataba de Franco, Cristo y José Antonio, pues de hecho, este era la iconografía repetida y venerada en las aulas y demás espacios públicos).





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