No leas estas líneas si estás triste o has cumplido más de 60.
No leas este artículo si estás afligido o te sientes viejo, pero tampoco si eres joven y feliz…
…NO SIGAS LEYENDO.
Con este párrafo en blanco te he dado la oportunidad de que lo dejaras y siguieras ojeando
tranquilamente el “Aguasal”. No quiero
amargarte la existencia. Todavía estás a tiempo de leer el artículo de
Robert que siempre te contagia su buen
humor (Roberto hace pan también con las palabras pues todo lo que dice tiene
mucha miga). O si prefieres puedes leer el artículo de Gogar pues sus pensamientos
destilan un deseo juvenil de cambiar el mundo. Porque
yo suelo escribir de la adolescencia, ese lugar feliz a donde vuelan los sueños pero no anidan las penas. Pero hoy no me da la
gana, m e he levantado cruzado y voy a hablar de la vejez y la muerte.
Cuando yo era niño, había un abuelo que se sentaba todos los
días del año en los poyos del ayuntamiento, con la cabeza apoyada sobre la garrota
y la mirada perdida en el horizonte de las agujas de la calle de Prisco. Permanecía
en esa postura horas y horas, y cuando alguien pasaba por delante y le
saludaba, le devolvía el saludo levantado
ligeramente la cabeza pero sin mover ningún
otro músculo de su cuerpo. Se podría
decir que no dormía ni comía pues a
cualquier hora le podías encontrar allí, como una estatua.
Un día me senté a su lado, y pasado un rato en el que parecía no haber advertido mi
presencia, le pregunté porque nunca se movía, él me contestó: “Estoy viejo y cansado, hijo, sólo tengo
fuerzas para soplar las velas de los cumpleaños
y enterrar a mis amigos”
Creo que no se movía para
burlar a la muerte, como queriendo mostrarle que su vida era insignificante y que no le
merecía la pena llevárselo. Pienso que
se camuflaba en los poyos para que la muerte le confundiera con la sombra del rollo, aunque el rollo se mostraba siempre
recto y orgulloso y él cada día más encorvado y abatido.
Un verano volví y no lo encontré. Esperé que tan sólo
estuviera pachucho y que cuando mejorara volvería a ocupar su lugar en la
plaza, pero pasados unos días, temiéndome lo peor, pregunté por él y me confirmaron que había
fallecido . Por desgracia la muerte nunca olvida, nunca se despista, nunca
perdona. Como oí decir a Apolonio un día
en la barra del bar: “Los jóvenes también mueren, pero es que los viejos no
queda ni uno” .Durante un tiempo la plaza se me hizo extraña sin él, como
cuando quitan los entablados después de las fiestas.
Si comparamos la vida
de un hombre con el periodo de tiempo de una semana, podríamos decir que la
Tercera Edad es como un Domingo, es el final de todo, un tiempo de descanso y vacío. A mí nunca me gustaron los domingos, ni
en vacaciones, porque es un día en que
todo lo emocionante ya ha pasado (el
viernes, el sábado) y desde que te
levantas tienes una sensación de resaca,
por el alcohol o por los recuerdos, que ratifica
la idea de que todo lo bueno se termina.
La vejez es un
domingo por la tarde y la muerte un lunes eterno.
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