Verano de 1946,
tenía 13 años, era una tarde calurosa y soñolienta, las calles, con la boca
seca, carraspeaban al pasar los carros, mientras el pueblo callaba y dormía la siesta. Tumbado en la cama y aburrido (mi madre me obligaba a estar en
la habitación aunque no me durmiera) dejaba
pasar el tiempo hasta que me dieran permiso para salir a jugar.
Resignado, miraba por la ventana.
El cielo inmenso
tenía un velo oscuro, pensé que era la calima, una especie de tormenta de polvo
y arena proveniente de Africa que solía aparecer con el estío, pero había
algo que resultaba extraño. Una especie
de nubes negras se deshilachaban a lo
lejos y al mismo tiempo un olor vegetal perfumaba el aire. Escuché voces
afuera, primero fue un murmullo, luego
se oyeron gritos, y después no quedó duda, las campanas de la iglesia empezaron a cabecear enloquecidas mientras
decían: ¡Fuego!
Me levanté de la
cama y fui a la habitación a buscar
a mi padre, él ya se había percatado de
la situación y luchaba nervioso por
subirse los pantalones, mientras mi
madre lloraba. Cada vez que había fuego, mi madre sentía una grandísima angustia,
era una mezcla de temor por lo que les
podía pasar a los hombres y de tristeza
por lo que les estaba ocurriendo a los árboles. Ella sentía el mismo apego por
el hombre que por la naturaleza, y tenía un sentimiento fraterno y profundo
hacia todo lo que la rodeaba ya fueran
perros, flores, rocas o hierbas. Recuerdo que en un viejo libro suyo de lomos gastados y hojas antiguas, el Cántico de las criaturas de San
Francisco de Asís, tenía subrayadas los
siguientes versos: “Alabado seas, mi
Señor, por el hermano viento/y por el aire y la nube y el cielo sereno /Alabado
seas, mi Señor,/por la hermana nuestra madre tierra,/la cual nos sostiene, da
vida y contenta”. Yo he heredado de ella ese amor parejo
por los hombres que por la naturaleza, y me duele igual un incendio
que una guerra.
Mi padre me dijo
que le siguiera y nos fuimos a toda prisa hacia las Callejas, donde se encontraba el incendio. Allí teníamos la huerta
donde acababa de comprar un motor diesel para sacar agua del pozo, en el
se había gastado todo el dinero que
tenía ahorrado y aún más que tuvo que pedir prestado. Aunque lo
normal era sacar agua mediante una
noria, este procedimiento era lento y además servía para terrenos llanos o que
estuvieran por debajo del pozo, pero él quería poner en explotación una gran
extensión de terreno que había por encima cuyo desnivel sólo un motor podía
salvar. Había sido una apuesta de futuro, arriesgada para el tradicional recelo que sienten los hombres de campo por las novedades y ahora
todo se podía ir al traste por las llamas.
El motor estaba
dentro de una caseta con un depósito espigado en forma de chimenea y el fuego
se le acercaba ávido de cobrar una nueva presa. Con la única ayuda unos
pañuelos mojados en la nariz para defendernos del humo y de unas retamas en las
manos para luchar contra las llamas arrostramos sin vacilación alguna el
paisaje infernal que nos rodeaba. Varias encinas ardían y las hierbas secas
conducían el fuego hacia la caseta como
olas de un mar homicida, el calor era muy
fuerte y la angustia insoportable, mi padre, como poseído, sacaba cubos de agua a una velocidad
endiablada y yo mientras, arrebatado por la flama, sudoroso por el esfuerzo, golpeaba con las retamas a ras de suelo y el fuego huía como si le dolieran los golpes. Fueron
unos minutos de guerra sin cuartel, de lucha cuerpo a cuerpo en la que daba
golpes en todas direcciones, como un boxeador borracho, en alguna ocasión
pareció estar todo perdido pero finalmente se extinguieron las llamas y durante
unos instantes la quietud reinó.
Cuando todo pareció
estar sofocado mi padre me preguntó si me encontraba bien, yo asentí con la
cabeza pues no me quedaba resuello para pronunciar una sola palabra. Él se iba
a ayudar a otros lugares donde aún duraba el incendio y me pidió que me quedara
vigilando, por si el fuego se reanimaba. Me dijo que echara agua en las hierbas
quemadas y tierra encima de los troncos prendidos, me echó un cubo de agua por
la cabeza y luego me abrazó. Apoyado contra la pared del motor, con las manos sucias pero el corazón
resplandeciente, con los ojos irritados pero
la mirada orgullosa sentí la satisfacción del deber cumplido y por primera vez en la vida me sentí un
hombre.
Con el paso de los
años las cosas no han mejorado, todo lo contrario, aunque contamos con más
medios (hidroaviones, camiones cisterna, etc)
la realidad es que hay muchísimos más incendios, lamentablemente la mayoría
intencionados. Antes casi
toda la gente vivía en los pueblos y sentían el campo como
una parte de su hogar, como una extensión de su vida y no era extraño ver a
algún segador que, tomándose un descanso, fumaba un cigarrillo y luego escupía en la mano para apagarlo, tal era su cuidado y conocimiento. Ahora la
mayoría de las personas viven en la
ciudad y allí el campo es tan solo una foto en un folleto de agencia de viajes y un incendio algo que ocurre en sus pantallas y no en sus fincas . Un bosque en llamas es visto como una
curiosidad, como un espectáculo, como un capítulo más en la historia de la
destrucción del planeta a la que asistimos sin hacer nada.
Este
mundo no me gusta, quizá tendría que
venir un gran fuego que inflamara las conciencias,
un incendio general que quemara las malas hierbas en el corazón de los hombres,
una quema que arrasara los rastrojos del alma.
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