El hotel era una construcción de
tres plantas, la única de esa altura en el pueblo, pues el resto , a lo sumo,
contaba con planta baja y pajar. También
se diferenciaba en su aspecto exterior, frente a las acostumbradas casas
encaladas que ocultaban muros de pedruscos y adobe, esta se adornaba con un
zócalo de piedras perfectamente cortadas y una pared de ladrillos pequeños y
uniformes, que sobresalían escalonadamente entorno a las ventanas formando una
especie de dosel, como los que enmarcan
las imágenes en el retablo de la iglesia. Y su cubierta no era la
tradicional de tejas de barro cocido, parduzcas y terrosas, que había que restituir
con el tiempo y que tantas veces fueron pista de pruebas para gorriones
inexpertos, sino un tejado biselado con una teja de pizarra plana y perfilada
que siempre ví en inmejorable estado.
Pero tanto como el tamaño de la
casa, lo que llamaba la atención era el sólido y alto muro que la rodeaba, que
ni el más alto de los mozos brincando llegaba a ver lo que ocurría dentro. De
este modo, dicho muro parecía guardar un mundo secreto, con una vida distinta, reservada a unos pocos que hacía
del hotel un lugar enigmático y exclusivo.
El señorito
en realidad todo un señor, de
nombre D. Antonio Macera Vinuesa, casado y
con cinco hijos, seguía recibiendo este apelativo por costumbre de su
época de soltero, cuando más tiempo pasó en la casa de campo, y más famosas
fueron sus correrías . Yo no le había visto nunca, apenas venía, y cuando lo
hacía era para dar una batida con sus perros por sus vastas pertenencias, de
más de doscientas hectáreas, y volver en el mismo día a Madrid ; sin embargo había oído contar
innumerables historias sobre él. Sabía, por ejemplo, que, cuando él vivió en el
hotel, ninguna chica del pueblo quería servir en su casa, sobre todo las bien parecidas, pues el señorito las
perseguía sin tregua, por todas las habitaciones, intentando conseguir sus favores. Al parecer aprovechaba el momento en
que estas componían la cama, golpeando con todo su empeño el colchón para desapelmazar y repartir la lana, y
entonces, cuando las veía agotadas por el esfuerzo, las acometía por detrás
haciendo presa fácil, como el azor al conejo,
que se lanza a su caza cuando este ya está exhausto de correr por el monte. Mas
cuando el señorito faltaba no se puede decir que las criadas sintieran alivio,
quedaba un peligro mayor aún: los caprichos vehementes de su madre.
Doña
Leonor era famosa por su desprecio hacia la servidumbre, a la que sometía a un
estricto ceremonial, propio de una corte
bizantina. Toda actividad en el que ella estuviera presente, hasta la más
cotidiana, debía seguir un ritual
estricto, en el que cada paso estaba supeditado a su asentimiento. Fue
muy comentado el día en que, como acostumbraba, pidió el desayuno en la
cama; la criada, entrando en la
habitación con la bandeja, se quedó firme en el umbral, con el hieratismo de una
estatua oferente, esperando su señal,
Doña Leonor, como si no hubiera advertido su presencia, cogió un libro que
tenía encima de la mesilla y comenzó a leerlo. La pobre muchacha se quedó ahí
parada, atónita, sin atreverse a mover un solo músculo, por nada del mundo
quería importunar a su señora; pero el
tiempo fue pasando y aquella bandeja, que apenas tenía unas pocas piezas de
cerámica y unos bollos tiernos, parecía pesar como un costal de trigo. Más aún
pesaba la indiferencia que estaba sufriendo y cuyo fin no comprendía, y así,
habiendo pasado dos horas en la misma posición, cayó desmayada con gran
estruendo. Al día siguiente fue despedida por haber malogrado una vajilla, que
además de costosa, tenía en gran
estima la señora.
En
el lugar donde habían sucedido cosas como estas, en ese mundo que, como una
moneda, tenía dos caras, y en cuyo estrecho canto, como en la cuerda floja,
habían quedado muchas familias tras la guerra civil, era en el que iba yo a penetrar por primera
vez en la vida.
Por
lo que me había contado Manuel, teníamos que ayudar a su padre a descargar una
camioneta llena de cajas, maletas y demás enseres que llegarían esa misma
tarde. Al parecer la mujer de D.
Anto
ra
severo, con un traje negro de corte sobrio aunque no exento de cierta vanidad
como demostraban las puñetas de encaje
que asomaban orgullosas por la
bocamanga. Entramos por el portal cargados de bultos, siguiendo a la mujer de
negro que nos conducía a las habitaciones en donde debíamos dejarlos.
Atravesamos el hall y un gran salón, los muebles, tapados con sábanas, daban a la
casa la apariencia de un cementerio de elefantes. Subimos las escaleras y ella
se detuvo ante una habitación llamando a la puerta. Pasados unos instantes
podría pensarse que allí no había nadie, pero la mujer esperó ceremoniosamente,
sin mostrar un ápice de duda o impaciencia. Así estuvimos un buen tiempo,
Manuel y yo nos mirábamos sin comprender, hasta que por fin se abrió la puerta
y apareció una señora de unos 50 años, aunque quizá por sus ojos apagados y movimientos lánguidos aparentaba más.
-“¿Qué quieres Ofelia?”
- “¿Dónde desea la señora que
pongamos estas cosas?”
-“No sé, no sé, dispón de todo
como creas más conveniente” Y diciendo esto con un tono fatigoso volvió a cerrar la puerta, su
apariencia era de un cansancio eterno.
Seguimos
a la señora de negro, llamada Ofelia, que dedujimos era la ama de llaves o algo
similar por la familiaridad y confianza con que le había hablado la que parecía
ser la señora de la casa. Al finalizar el pasillo señaló una habitación
indicándole a Manuel que dejara ahí las cosas, a mí, abriendo, otra puerta, me dijo:
-“Y tú mételas ahí”.
Entré
en la habitación mirando al suelo y haciendo un último esfuerzo, pues llevaba
un buen rato cargado y estaba deseando soltar las maletas, mas cuando levanté
la cabeza para ver donde las dejaba, miré hacia la ventana y se me cayeron de
repente de las manos . Allí estaba,
ella, frágil como una madonna de Fray Angélico, enmarcada por el cristal
como pan de oro. Aquella niña ,la misma que
por vez primera vi esa misma mañana, miraba distraída hacia fuera y al
oírme se volvió. Me observó con cierta sorpresa, pero no me dijo nada; yo , que
me quedé como alelado, tampoco dije nada. Así estuvimos unos instantes,
reconociéndonos con la mirada. Sentí que la conocía de toda la vida, era esa
misma sensación de reconocer un lugar en el que nunca antes has estado pero que quizá conociste en sueños. Notaba
una formidable familiaridad en su apostura , como la geografía de una tierra ,
quizá olvidada, pero cuyo mapa hubiera quedado grabado en lo más profundo.
Estaba en pleno ensimismamiento cuando fui devuelto a la realidad por la voz
de Manuel que entró en la habitación
y espetó:
-“¡Vamos hombre que nos están esperando
abajo!
Salí
de la habitación y bajé las escaleras siguiendo a Manuel. Continuamos descargando
la camioneta durante al menos una hora, pero ese día ya no la volví a ver.
Quise preguntarle cómo se llamaba. Quise preguntarle lo qué hacía. Quise
quererla para siempre.
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