“Tierra”
era una perra canela y sola que se
encontró mi padre un día en la carretera
de Cardiel. Era pequeña y algo feúcha pero tenía una mirada tan dulce y
profunda que le hacía parecer humana. Debía llevar varios días perdidas pues
estaba delgada y sucia, posiblemente se despistó de su antiguo dueño o, quizá, algún cazador desalmado la había abandonado porque no cazaba como
antes.
Desde el
principio supo granjearse el cariño de
todos, sobre todo el de mi madre que desde que la vio, tan triste y necesitada, le ganó el corazón y
convenció a mi padre para que la dejara en
casa. Del mismo modo “Tierra”
mostró también hacia mi madre toda su predilección y siempre estaba a su lado,
con el agradecimiento de un naufrago rescatado
por un barco, con la fidelidad
de un cautivo liberado por los
mercedarios, y es que, además, ambas se
parecían mucho , las dos eran sabias y
buenas.
Si en casa “Tierra” era la
sombra de mi madre, pues la seguía a todas partes y la escoltaba
inalterable mientras vigilaba el puchero
en la lumbre o colgaba la ropa en el patio, en la calle “Tierra” era mi camarada
inquebrantable, mi compañera de juegos y paseos... mía y de cualquiera que tuviera la intención de
salir a dar un paseo, y así, cuando mi hermano cogía las lecheras para
llevar la leche a Don Claudio, el farmaceútico , o la pequeña Lucía se peinaba
antes de salir a jugar a la plazuela, ella ponía las orejas listas y movía el
rabillo como si fuera una hélice, como si de la alegría en cualquier instante
se pudiera echar a volar (podría
asegurar que alguna vez llegó a despegar un palmo del suelo).
Resulta curioso que con lo
que le gustaba corretear por las calles
y husmear por el campo, sólo lo hiciera cuando iba con uno de nosotros y
nunca en solitario, como si necesitara de un cómplice que admirara sus piruetas
y riera sus gracias, o quizás, porque temiera que si un día salía sola no
encontrara a nadie al volver y de nuevo se convirtiera en una perra abandonada
y sola.
Dicen que los gatos, al
observar como su amo les mima, cuida y
alimenta piensan: “Debo ser un Dios, pues tan bien me tratan”, mientras que los
perros al tener esas mismas atenciones piensan : “Mi amo debe ser un Dios, pues
todo se lo debo a su providencia”. Sólo quién ha tenido un perro puede comprender en toda su
extensión esta verdad. Basta una mirada, un gesto, para que conozcan tu estado de ánimo, para
que solícitos atiendan tus deseos, haciéndote sentir tan necesario, tan importante, como nunca una persona lo puede lograr. Si
los ángeles de la guarda tuvieran que
reencarnarse en algún ser de la creación seguro que lo harían en perro.
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