Un día de otoño, a media tarde, estaba yo sentado en los poyos de la plaza,
solo y aburrido, pues había terminado pronto las tareas de la escuela y estaba
esperando a que llegara mi amigo Manuel para ir a jugar a las “lancheras”.
Estas eran un improvisado parque infantil de la época (cuando todavía no
sabíamos qué era un parque infantil),
que un día se convertía en un inexpugnable “Fuerte Apache” en medio del Oeste y otro en una pista de aterrizaje en pleno
ataque a “Pearl Harbor”.
La gente, como de costumbre, iba de
acá para allá hacia sus obligaciones
diarias pero hicieron un alto al escuchar el sonido tonante del cornetín
del alguacil. Luego se fueron congregando a su alrededor mientras escuchaban el pregón. Aquel
día no estaba anunciando nada interesante, por lo menos para un niño de 12
años, pero justo al final dijo “se ha perdido un pendiente de oro con una
perla en forma de lágrima a la hija del señor Ramiro, por el camino de las
Callejas, entre las Cruces y el puente de los Pilones. Se gratificará su
devolución”. Todos los niños de mi edad escarrancharon sus ojos ante la
perspectiva de poder ganar unas pesetas y salieron disparados en su
búsqueda. Aquellos eran años de
estrecheces, no había dinero, y un
chaval sólo podía conseguir algunas monedas el día de Reyes o en algún bautizo
muy señalado en el que un padrino rumboso tirara algunas perra chicas. Yo
también pensaba que era una gran ocasión que me presentaba el destino, pero no
para llenar mi pobrísima hucha sino para agradar a la hija de D, Ramiro “el
Señorito” por la que bebía los vientos desde que llegó al pueblo unos meses
antes. Al parecer el pendiente fue un regalo de su padrino, el Conde de
Salvaterra para su décimo cumpleaños y tenía gran valor sentimental (y
económico). Como varios muchachos ya habían salido corriendo en su búsqueda por
el camino de las Callejas, yo fui a casa a buscar la bicicleta de mi padre para
empezar por el final del trayecto y así tener más posibilidades de encontrarlo.
Adelanté a dos o tres muchachos que miraban hacia el suelo rebuscando entre las
hierbas y luego fui mirando a uno y otro
lado mientras pedaleaba.
Mientras seguía avanzando por aquel camino de tierra lleno
de baches, que sorteaba milagrosamente
mientras apretaba los dientes y no paraba
de pedalear, me sentía como el
griego Heracles llevando a cabo uno de sus 12 trabajos, un héroe dispuesto a
cumplir su destino labrándose así su
propia fortuna. Una energía que hasta
ese momento desconocía me hacía avanzar
en aquella pesada bicicleta de hierro como si fuera a lomos de un ligero
corcel. Llegué exhausto al “Puente de los Pilones” y paré sin aliento,
desanimado por no haber encontrado el preciado pendiente y fatigado por el
esfuerzo. Puse la bicicleta contra el pretil del puente y miré resignado el
agua que pasaba debajo, que formaba allí
un remanso antes de continuar su turbulento viaje hacia el “puente romano”. Entre la desidia y
el desencanto tiré una piedra al agua viendo como las ondas dibujaban una diana
sobre la superficie. Transcurrido un instante y cuando la superficie volvió a
calmarse observé con asombro que en el centro de aquel remolino que yo mismo
había creado, justo en el fondo, parecía brillar algo blanco y dorado. Quizá
solo fuese una piedrecita más en el cauce del arroyo pero me acerqué más y miré atentamente.
Quedé atónito pues creí descubrir el pendiente y sin perder
un instante me quité las alpargatas, me remangué los pantalones y me metí en
las aguas frías del arroyo.
Efectivamente allí estaba el pendiente, no podía creer en mi suerte. La
señorita Alicia seguramente se habría inclinado a ver las aguas del arroyo,
igual que había hecho yo, y se le habría caído sin darse cuenta. El destino se
había conjurado para que yo lo encontrara, era una señal que quería decir algo,
un golpe de suerte que solo podía indicar una
cosa: ¿y si ella había visto también en mí, entre tanto pedrusco, algo
brillante y especial?
Cogí la bicicleta y salí disparado hacía el hotel, la
casa de Don Ramiro. Cuando llegué toqué
impaciente la campanilla que había a la entrada y al poco rato salió una criada
a abrirme la puerta. Le expliqué el motivo de mi visita y que quería ver a la
señorita Alicia para entregarle el pendiente, ella me dijo que esperara un momento y cerró tras
de si la puerta. En el umbral de aquella noble casa de piedra pulida y ladrillo, tan diferente de las otras casas
del pueblo, hechas de adobe y
enjalbegadas (como una vieja
solterona que va siempre maquillada para
ocultar su decadencia), yo estaba inquieto
y mi espíritu agitado pero intenté adoptar una postura distinguida y firme, las piernas abiertas en
compás, un brazo estirado pegado al
cuerpo y el otro flexionado agarrándole firmemente , como
había visto hacer a John Wayne en “La legión invencible”. Ya imaginaba sus ojos profundos que me
brillaban y sus labios finos esbozando una sonrisa en agradecimiento a mi
hazaña. Ya fantaseaba pensando en que me
cogería de la mano y me invitaría a pasar.
Se me hizo eterno el tiempo que estuve esperando, pero al
fin se abrió la puerta y ví que salía alguien ( mi corazón también intentaba
abrir una puerta para salirse del pecho), pero quedé totalmente defraudado al
ver que era su madre que lucía un gesto serio en la cara subrayado por una
mirada altiva. Sin ni siquiera darme las gracias me dijo que le entregara el
pendiente y me extendió un billete de 5
pesetas. Le insistí en que me gustaría dárselo personalmente a Alicia, pero me
contestó con un tono agrio y desabrido “tu
no tienes nada que hablar con ella”. Sin comprender muy bien su actitud le
entregué el pendiente y rechacé el billete. Descorazonado y
humillado monté en la bici y salí velozmente de allí, cuesta abajo, a toda
velocidad, mientras el viento golpeaba
mis ojos esparciendo las lágrimas por el aire y cayendo luego al suelo como
lluvia de tristeza.
Alguna vez, en momentos de apuro, me arrepentí de no haber
cogido aquel billete, fortuna esquiva,
pero luego siempre me reconfortaba pensar que aquel día no puse precio a
mi orgullo ni vendí mi dignidad.
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