Nunca olvidaré
aquel verano de 1943: la luz llegó al pueblo.
Cuesta creer, desde la perspectiva actual, que hubiera un tiempo en que
la gente pudiera vivir sin electricidad
pues apenas hay un acto en nuestra vida cotidiana que no dependa de este flujo
radiante: afeitarse, tomar la comida de la nevera, bajar en el ascensor... pero
cuando yo era niño todo era distinto. Entonces, utilizábamos las mismas energías
que nuestros antepasados de la prehistoria: la fuerza física o la de los
animales para el trabajo y el fuego de una lumbre para dar calor y cocinar, y en cuanto a la
luz tres cuartos de lo mismo.
Hace unos cincuenta mil años, el hombre de Cro-Magnon descubrió que una mecha fibrosa alimentada con grasa animal seguía ardiendo después de encendida y desde entonces se utilizó el mismo principio. Hasta que en el siglo XIX se dispuso de aceite mineral y queroseno, inodoro y de combustión relativamente limpia, se quemaba cualquier materia que resultara barata y se encontrara en abundancia. La grasa animal hedía, y el aceite de pescado producía una llama más brillante, pero también resultaba ofensiva para el olfato. Las lámparas de aceite presentaban además otro problema: las mechas no se autoconsumían, y habían de estirarse regularmente y recortarles los extremos quemados. Recuerdo cuando se iba apagando la mecha del candil que mi madre me decía : hijo, saca la “retorcía” (se llamaba así porque se hacía de un trozo de lienzo viejo que se retorcía y se empapaba en aceite) , y yo me levantaba muy dispuesto, pues ella sabía que me encantaba mangonearlo todo , y si no encontraba las pinzas , ella tomaba una horquilla del pelo y me la daba para que lo hiciera.
También
estaban las velas pero eran más costosas que el candil, las más bastas estaban
hechas de sebo, y por tanto eran comestibles (abundan los relatos acerca de
soldados que, acosados por el hambre, devoraron sin titubear sus raciones de
velas). Las velas de cera eran tres veces más caras que las de sebo, pero ardían con una llama más viva. Sólo la
Iglesia podía permitirse el lujo de los cirios de cera, y la gente muy rica los
empleaba para las grandes ocasiones.
Por eso siempre recordaré aquel verano del 43, porque
me pareció el fenómeno más asombroso que había contemplado en mi vida. Por
primera vez aquellas calles, que cuando llegaba la noche se
volvían atezadas y tenebrosas, manifestaban, de repente, una belleza
insospechada, y surgían fascinantes sombras doradas y siluetas escondidas. Las
gentes, aquel día, sacaron bebidas a las
calles, vibraron los vasos y se escucharon canciones, el pueblo entero parecía
estar en fiestas. Y aunque aquellas bombillas brillaban todavía con una
luz tenue, me parecía que alumbraban una nueva edad para el hombre.
Ahora dudo de que aquel “tiempo nuevo” fuera todo lo bueno que yo esperaba.
En
la actualidad cuando, en raras
ocasiones, se marcha la luz de la casa, quedamos al principio desconcertados, como si el mundo
de repente se parara y también nosotros
quedáramos paralizados, un silencio incontestable se impone por toda la casa y
afuera enmudece la calle. Pero pasados
unos instantes, nos vamos poco a poco
acostumbrando a la oscuridad y alguien trae una vela metida en una
botella de refresco ( ¿quién tiene en su casa ahora un candelabro o tan
siquiera una simple palmatoria?), se
pone encima de la mesa y los miembros de la
familia se van concentrando en
torno a ella, viniendo de cada rincón.
El silencio se va rompiendo y, tras mostrar en primer lugar contrariedad, alguien recuerda
alguna historia pasada (quizás de otra ocasión en que se fue la luz), y
se crea de repente una inexplicable complicidad. Por primera vez, desde hace
mucho tiempo, no hay otra cosa que hacer que hablar y hacerse compañía, sin que
la televisión, el ordenador o cualquier otro
aparato distraiga nuestra
atención. Por eso cuando vuelve la luz hay
sentimientos encontrados: alivio porque todo vuelve a estar como siempre
(el hombre es un animal de costumbres) pero también cierta tristeza porque se
ha roto la magia creada.
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