Seguimos subiendo la Gran Vía y dejamos atrás el Cine Capitol ,con su forma apuntada parecía un barco atracando en la Plaza de Callao. Allí, mis quintos y yo (Nasta de Cardiel, y Eusebio y Juan de Bayuela) cruzamos de acera y llegamos a la calle Preciados, jalonada de tiendas que brillaban en el atardecer de Madrid con sus luces y vidrieras. Recorrimos esta arteria comercial emocionados y en silencio, como si compusiéramos una procesión pagana donde las imágenes sagradas hubieran sido sustituidas por los maniquíes de los escaparates y el Corte Inglés y Galerías Preciados fueran las iglesias de una nueva religión basada en el extraperlo. La posguerra había sido dura y todavía sufríamos estrecheces, pero siempre habría ricos, y se paseaban por allí como sumos sacerdotes del derroche, con sus trajes hechos a medida y sus sombreros de fieltro ligeramente inclinados.
Me llamó poderosamente la atención la cantidad de limpiabotas que había en cada esquina, disputándose el sitio con las putas más madrugadoras. No podía comprender como alguien podía pagar por que le limpiaran los zapatos, una actividad que a mi me parecía tan sencilla e ilusionante. En el pueblo llevábamos siempre alpargatas (salvo algún día muy señalado) por lo que limpiar los zapatos significaba también dar brillo a una vida normalmente gris. Además me parecía que adoptaban una postura humillante, postrados a los pies del cliente como lacayos de una corte oriental, ennegreciendo sus manos para que lucieran los pies de otros.
Bajamos la calle y desembocamos en la Puerta del Sol, corazón palpitante de la ciudad y ombligo sentimental de aquella España que cada 31 de Diciembre comía las uvas a la sombra de su reloj. La plaza, barnizada de contaminación, parecía un monumento antiguo y entre el gentío destacaba un cartel en forma de rombo con la palabra METRO , debajo había una escalera que parecía dirigirse al mismo infierno. Nos acercamos y miramos con curiosidad pero no nos atrevimos a descender sus peldaños. Pasado unos instantes pensé que si de niño no tenía miedo al entrar en la “Cueva del Bufo”, guarnecida de telarañas y camisas de culebras, no habría ahora de arredrarme por entrar en una gruta que era artificial y además estaba tapizada de azulejos. Les hice un gesto a mis paisanos para que me siguieran pero con la cabeza me indicaron que no, aunque dudé por un instante ya no podía echarme atrás así que bajé las escaleras decidido.
Cuando quise darme cuenta me encontraba ante la taquillera. Como yo no decía nada me miró desconfiada, pero al ver mi maleta desgastada y mi gesto vacilante comprendió que tan sólo era un pueblerino más perdido en la gran ciudad y me preguntó divertida :
- “¿A dónde vas guapo?” .
- “Al Metro”, contesté .
-“¿ Pero a que estación? el precio del billete depende de a donde vayas ”. Me aclaró pacientemente
-“Yo solo quiero ver el Metro” contesté de modo lacónico y casi suplicante, y la taquillera, entendiendo por fin mi deseo me explicó:
-“ Mira, Hay 3 líneas y todas pasan por aquí, pero acaban de ampliar la Línea 3 hasta Legazpi así que sigue esa dirección y encontrarás las estaciones más modernas “.
Siguiendo su consejo pagué el billete y me adentré sin más dilación (sentía que ya había hecho bastante el ridículo). A medida que bajaba por las escaleras me parecía estar adentrándome en un hormiguero, tanto por la cantidad de túneles y pasillos que encontraba como por las personas que iban de un lado para otro como autómatas, como si fueran insectos, sin hablarse unas a otras pero sabiéndose partícipes de una misma misión. La ciudad entera me pareció una colonia gigante de hormigas en la que cada una cumplía su papel: unas eran obreras, otras soldados y tan sólo una pocas privilegiadas podían hacer de reinas.
Esperando en el andén, intranquilo y excitado, sentía que iba a emprender una gran aventura, y cuando por fin llegó el convoy los vagones pasaron delante de mi a gran velocidad, como fotogramas de una película revolucionada, provocando que el flequillo se me despeinara y se me desbocara el corazón. Se abrieron las puertas y al contemplar el interior, con las paredes de hierro unidas por grandes tornillos , con las barras metálicas recorriendo el largo pasillo y con el sonido de la sirena anunciando la partida, me hicieron creer que entraba en un submarino de aquellos que salían en las grandes producciones de Hollywood sobre la II Guerra Mundial. Al adentrarnos en la oscuridad del túnel sentí seguramente la misma emoción y temor que aquellos marineros al sumergirse en las negras aguas del océano. Mirando mi reflejo sobre el cristal no me reconocía, estaba en un lugar tan extraño , compartiendo espacio con gente a la que desconocía, no parecía ser yo mismo sino el protagonista de una película. Una mueca de satisfacción apareció en mis labios y por primera vez se me quitó la cara de tonto.
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