El beso
Amelia ,la hija del tío
Requejo, la solterona , nunca besó a un
hombre.
En la infancia, jugando en
la calle con los niños, a veces alguno más
atrevido daba un beso furtivo a una de
sus amigas, y esta, sintiéndose afrentada,
se marchaba a su casa mostrando gran enfado aunque la mirada le brillaba
y la boca le sabía a turrón. Ella, sin embargo, nunca tuvo esa suerte.
Luego, de jovencita,
ningún mozo mostró interés por ella, y tuvo que conformarse con imaginar
historias de amor en las hojas gastadas de novelitas
románticas. ¡Cómo anhelaba aquellos besos largos y profundos que contenían sus
páginas!. Lo que más le seducía no era
el aspecto carnal del beso, sino una especie de curiosidad intelectual, por
conocer al otro, al hombre, un ser al que desconocía como si fuera un
extraterrestre. Un beso sería como poner en contacto dos mundos distintos, como
un encuentro en la 3º fase.
Un día, rayando ya los 30
años, en la boda
su prima Teresa ( 9 años más joven que ella y la última que quedaba por
casar), contemplaba desde una segunda fila de sillas como se iban formando la
parejas de baile en el salón del convite. Observaba la escena como si estuviera
en el cine, como un espectador que sabe
que está en un mundo paralelo. Ya se
había hecho a la idea de no pisar jamás
el país el amor, ni tan siquiera
de alcanzar su frontera invisible: el beso; se había resignado a conocerlo sólo por imágenes, como en postales de turistas. Por
eso se sorprendió sobremanera, cuando un buen muchacho, de nombre Gregorio, le sacó a
bailar mientras le sonreía. Él le hablaba bajito y apenas le apretaba pero ella
sentía con gran fuerza su mano en la
cadera y sus palabras en el corazón.
A partir de aquel
día le cortejó, Gregorio se mostraba siempre serio y respetuoso, tan serio y
respetuoso que nunca hizo un ademán de besarla (aunque ella lo deseaba) y
cuando le acompañaba a casa la mayor muestra de cariño que se permitía era una
caricia en el brazo y un afectuoso adiós. Una tarde de verano de 1936, paseando
por la carretera de Cardiel, pararon en
el Canto de Tio Matias buscando la sombra, ella le hizo una confidencia y él le
sonrió, le agarró por la cintura y se acercó más que nunca, Amelia cerró los
ojos esperando un beso pero en ese momento se oyó un grito, una mujer voceaba por la calle con
tono de lamento. Debía ser algo
importante pues los vecinos
salían de sus casas y escuchaban con gran atención. La pareja se acercó
a enterarse de lo que pasaba y
pudieron escuchar lo que exclamaba: ¡Guerra, va a estallar la guerra!. La radio había dado la noticia de que en la noche del 17 de Julio
se había producido un pronunciamiento militar en el Protectorado Español en Marruecos .
Gregorio, un falangista de primera hora y hombre decidido (aunque no en el
amor) le pidio que le esperara y se fue corriendo en busca de sus
camaradas, quería estar el primero en
esas horas decisivas del golpe de estado. Unas semanas después
murió en el alto de los Leones y con él la esperanza de Amelia de
besar algún día a un hombre.
La Posguerra fue un
tiempo difícil, pero especialmente para una mujer soltera a la que se le acababa la juventud. Había carencia de alimentos pero
también de hombres: muchos murieron y otros se marcharon al exilio o estaban en
la cárcel y los que volvieron fueron objeto de una dura rivalidad entre las
chicas casaderas del pueblo. Amelia, triste y resignada, ni compitió.
Amelia volcó toda su
capacidad de amor en la religión y todos sus afectos fueron para la Iglesia: acudía siempre a misa (donde
pasaba el cestillo), impartía catequesis, visitaba a los enfermos y era la
encargada de tener limpio el templo y de
adecentar las imágenes y objetos
sagrados necesarios para el culto. Un Domingo de Resurreción, en la procesión,
los Quintos habían realizado un Judas gigantesco que más parecía el muñeco de
Michelín, orondo y alegre, que aquel discípulo traidor y enjuto que describe la
Biblia. El monigote, hecho de trapos y paja,
estaba preñado de cohetes y pólvora y tal fue la detonación, la más
grande que se recuerda, que cubrió el cielo de plaza de polvo y pavesas, y luego, como una lluvia
de humo, cayó sobre los que allí estaban congregados, haciendo a los
viejos toser y a los niños llorar.
Cuando la procesión
regresó a la Iglesia, y una vez que todos se habían marchado, Amelia comenzó a
limpiar la imagen del Jesús crucificado,
tiznada por la nube de cenizas que se cernió sobre la plaza. Con un pañuelo
humedecido empezó a limpiar el torso, las costillas marcadas sobre la piel
barnizada, la herida en el pecho como una insignia de sangre. Luego emocionada, recordando su agonía, volvió a
mojar el pañuelo, esta vez en sus lágrimas, y le limpió la melena, la frente
ensangrentada festoneada de espinas, y luego los labios, delicados, enrojecidos
por la pasión. Sin pensar en lo que
hacía se fue inclinando hasta rozarlos
con sus labios y luego los besó, en ese momento la fría pintura se volvió
cálida y húmeda, y la madera tomó la suavidad de la carne, fueron tan sólo unos
segundos pero le pareció sentir el temblor de la lengua y el escalofrío de la
boca.
Sobrecogida, bajó de las andas y se arodilló, una mezcla de sentimientos, entre el miedo y
la ternura, inundaban su cuerpo, su mente
se debatía entre el gozo y el arrepentimiento, no sabía que pensar: ¿Había sido aquello un milagro o tan sólo fruto de
su imaginación? . Se quedó rezando durante horas, las lágrimas le caían como cuentas de un rosario y en su pecho el corazón se movía de
un lado al otro, como el péndulo de un reloj.
Y así, Amelia, la
solterona, la mujer que nunca besó a un hombre, quizás besó a Dios.
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