Allá por los años
70 yo era un crío con pantalones cortos que aún no sabía lo que quería ser. Sin
embargo era el momento de tomar algunas decisiones fundamentales de esas que te
van a marcar luego toda la vida: ser del Real Madrid o del Atlético, preferir
las rubias o las morenas y estar en la
barra o en la pista cuando vas a la
verbena. Pues bien, aún no tenía
vocación ni un gusto
definido por casi nada pero ya tenía clara una cosa: quería hacer
Peña. Esta inclinación tan marcada es
común en todas las generaciones de muchachos de Bayuela y sirve como rito de iniciación a la vida, como aquellos
nativos de las tribus africanas que
tienen que matar un león para pasar de la pubertad al estado adulto. Todos hemos
jugado de niños a hacer “Peña” en la propia casa de alguno, con 4
banderines, unas cuantas botellas de
“Casera Cola “ compartiendo espacio con la leche en la nevera y la obligatoriedad de que estén todos los miembros
presentes para abrir una de ellas y repartirla en partes iguales.
Recuerdo que
enfrente de mi casa había una y yo me
quedaba ensimismado mirando todo lo que había dentro: los posters de mujeres
desnudas, las paredes pintadas con corazones
a los que le faltaba algún nombre (quizá por ser un amor pasajero o por
que se había caído el “calucho”) y sobre todo aquella habitación oscura en que
se adivinaba un camastro y que para mi imaginación infantil era un mundo por
descubrir , un compendio de lo anhelado
y lo temido, de lo deseado y lo prohibido, un espacio lejano que me hizo sentir
por primera vez “el lado oscuro de la fuerza”.
Entonces había tan
sólo un puñado de peñas, “la Alegría”,
“los halcones”, ”los X”, “ los vampiros”, “el Quedi”. Eran los tiempos
heroicos, la prehistoria de las peñas,
tiempos en los que sólo se bebía ginebra (el whisky era un bebida
exótica que sólo se pedía en las películas del oeste), las coca colas eran
pequeñas y en botella de cristal (que
tirando la mitad servía de recipiente para hacerse un “medio”) y las chicas no
hacían Peña ( de hecho se hacían las Peñas para que fueran las chicas).
Ahora que la “Peña
Iceberg”, a la cual pertenezco, cumple 25 años, echo la vista atrás y veo cómo
han cambiado las cosas: entonces se enfriaba la bebida con barras de
hielo, en arcones oxidados o en bidones
partidos (que el resto del año era donde comían las vacas), las chicas no
bebían alcohol, (¡Cómo han cambiado los cuentos!) y los discos que más se
escuchaban eran de música lenta (era la única oportunidad de tener a una chica entre tus brazos sin
tener que irte hasta el canto de “Tío Matías”).
Era 1981 y coincidió con la inauguración del
Pub del Toro, en el cartel de la puerta todavía se puede ver esta efeméride, y cuando lo pusieron yo me reía
porque una fecha tan “moderna” no pegaba con un letrero que imitaba al de una
fonda antigua. Ahora seguro que algún adolescente mal informado piensa que ese
era el estilo propio de la época; no le culpo, a veces yo también me siento
como un vestigio del pasado. Pero si ya no estamos de moda y muchas chicas ya
no nos conocen, y peor aún, otras ya nos
han olvidado, siempre quedará el
recuerdo de antiguas
Peñas que hicimos ( en Navahonda, en la Botíca, en el Cerrillo...) con
las letras desgastadas de nuestro nombre en la puerta, con el rojo ajado en sus
paredes como el rastro de un beso en el cuello de la camisa.
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