A la gente le gusta el fútbol porque el ser humano siempre ha sentido la necesidad de dar sentido a su vida a través de la épica. Como la vida nos resulta la mayoría de las veces corta y mediocre, buscamos hechos heroicos que rompan la cotidianeidad y señalen en rojo una fecha en el calendario (que es el cementerio de los días). En la antigüedad fueron las hazañas sobre héroes y dioses que nos contaba un poeta ciego a las puertas de Troya. En el medievo las gestas de caballeros que ponían a prueba su valor arrebatando a las doncellas de las garras del dragón. Pero en nuestros días ya no quedan princesas que salvar ni ciudades que conquistar por lo que hemos tenido que inventar nuestras propias leyendas y crear una nueva saga de héroes a partir de los ídolos del balompié. La odisea moderna se llama liga de fútbol y la aventura termina en el Olimpo de la “Champion League” o en el Averno de la 2ª división.
Para mi el fútbol fue una pasión en la juventud mientras que en la vejez es tan sólo un pasatiempo (para bien o para mal, el ardor y el entusiasmo que pones en las cosas va disminuyendo con el paso de los años). Pero entonces el fútbol era de las pocas diversiones que podíamos permitirnos en aquella España de los años 40 que luchaba por olvidar sus penurias y los fantasmas de la guerra. Y cuando el trabajo nos lo permitía corríamos a Navahonda (cuyo campo estaba entonces al revés) y dábamos rienda suelta a nuestras ganas de jugar que era lo mismo que decir de nuestras ganas de vivir. Necesitábamos bien poco: el balón y unas porterías hechas con dos palos cualquiera y una pita como larguero. Ahora una equipación completa de fútbol cuesta más que un buen traje y todos los chicos lo llevan por la calle, pero entonces no teníamos ni para el balón (en la escuela jugábamos con una madeja hecha con telas viejas). A veces nos permitíamos el lujo de comprar uno de cuero duro y con ásperas costuras por donde se inflaba y que te dejaba una marca en la frente cuando rematabas de cabeza. Debido a su alto coste, unas 100 pesetas, teníamos que comprarlo entre todos, a razón de un duro por cabeza. Para jugar nos poníamos unas simples zapatillas de suela de goma que al no llevar caucho se agrietaban enseguida y no daban mucha seguridad al pié, otros, menos afortunados y más duros, jugaban descalzos. Recuerdo todavía como la pegaba con el pié desnudo mi amigo Costa, su dedo gordo encallecido de sólo usar abarcas era un contundente espolón que impulsaba la pelota con gran potencia y más de un portero se apartaba cobarde para no recibir el impacto.
Algún domingo quedábamos con los de otro pueblo para jugar, con el Real lo hacíamos en la “Era Llana” (Maracaná de la Sierra San Vicente) y hubo partidos de una emoción y bizarría tan grande que no tenían nada que envidiar a los derbis de hoy en día. En un partido contra Cazalegas, ellos traían como gran estrella a uno de Torrijos que tenía novia allí. Era el mejor jugador con quien nos habíamos enfrentado hasta entonces pues militaba en el “Torrijeño” equipo entonces de la 3ª división (una especie de 2ª B actual) y ganaba dinero por ello (lo que hoy llamaríamos semiprofesional). Cuando le vimos calentar, dando toques a la pelota, nos quedamos asombrados con su destreza pues con total indolencia la golpeaba con pies, cabeza y hombros sin dejarla caer en ningún momento en el suelo. Si es cierto que en el deporte existe el juego psicológico ya nos habían marcado el primer gol antes de empezar el partido pues estábamos todos paralizados observándole en lugar de tirar unos “centres” que era nuestro modo propio de calentar. Un grito vino a romper el encantamiento en que nos encontrábamos, era Costa que con su voz grave y sus gestos rudos pero eficaces nos dijo: “¿Estos quienes son?: los titiriteros que han venido aquí con la cabra a montar la función. Dejádmelo a mi, a ver si hace las mismas piruetas cuando empiece esto”. Y así fue, Costa no le dejó tocar una en todo el partido, le encimaba todo el rato y cuando iba a recibir el balón su pierna guadañaba lo que se encontraba por el camino, como en tiempo de siega, y desesperado el otro quedaba tumbado en el suelo, como el trigo maduro. Al final ganamos 3 a 1 y el de Torrijos abandonó el campo con sus botas de tacos relucientes pero abatido mientras que Costa lo hizo con sus pies llenos de callos pero triunfante.
Tendrían que pasar unos años para que viera mi primer partido serio con futbolistas de verdad. Fue en 1952, en el Vicente Calderón, se jugaba un amistoso Atlético de Madrid- River Plate que terminó empate a tres. Lo que realmente me llamó la atención no fue el juego, ni el ambiente, con las trompetas atronadoras y las banderas enardecidas, sino el campo de juego. El césped era de un verde fantástico como imaginan los cuentos el jardín del edén y las líneas de banda eran inmaculadas y perfectas, enmarcándolo todo como si fuera un cuadro en el Museo del Prado. Allí ví jugar por primera vez a un chico rubiejo y delgado, que no destacó especialmente aquel día y cuyo nombre nunca antes había escuchado. Años después, lo corearían en todos los estadios y su eco aún resuena en mi corazón: Alfredo Di Estéfano.
Si en Zidane destacamos el arte, en Roberto Carlos la energía y en Raul el pundonor, En Di Estéfano encontrábamos todos estos rasgos unidos a su capacidad de mandar en el campo, como un buen torero manda en la plaza. Cuando él jugaba todos los demás eran espectadores (no sólo el público, sino también el árbitro, lo jugadores de uno y otro equipo, las nubes, las estrellas) y cuando controlaba el balón en el círculo central todos guardaban respetuoso silencio, como la Maestranza cuando en los medios despliega el capote Curro Romero. ¡Cuántas tardes habría salido a hombros del Bernabeu de haber tenido Puerta Grande en la Castellana!
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