Nunca olvidaré la primera vez
que vi Madrid, fue en 1952, llegaba a la gran ciudad para cumplir el
servicio militar. Bajaba el autobús de línea por el paseo de Extremadura, a un lado quedaba la Casa de Campo, a otro una hilera de casas antiguas junto a
la Puerta del Angel y un poco más allá otras en construcción en lo que sería la
avenida de Portugal. Entonces alcé la vista y en el horizonte, en lo alto de
una colina, apareció el Palacio
Real, grandioso, refulgiendo con sus
sillares plateados por la luz de la
tarde, engarzado como una alhaja en el Campo del Moro.
Aquello me pareció una visión sublime, como una revelación.
Cuando crucé el Manzanares por el
puente de Segovia sentí que atravesaba una frontera que me iba a cambiar, no
entraba solo en un nuevo lugar, sino en
un nuevo tiempo. Para bien o para mal, la vida que había llevado hasta ese
momento había terminado, después de
Madrid ya nada sería igual.
Luego, subiendo la cuesta de San Vicente, con la cara pegada al
cristal como un niño en un escaparate,
intentaba no perderme detalle. Los edificios me parecían castillos
y los policías municipales, con sus cascos blancos y sus cananas cruzadas,
caballeros medievales que dirigían a los
coches como si fueran sus huestes. Por
las aceras las gentes andaban aprisa, con
paso decidido y marcial, en lugar
de caminar parecían estar desfilando. Desde entonces me ha dado
la sensación de que Madrid se encuentra siempre en estado de sitio, como si
estuviera en constante preparación para la
batalla (para muchos de los que nos criamos en un pueblo ir a la capital
era como ir a la guerra).
Me acompañaban en el autobús mis quintos Eusebio y Juan de Bayuela y Nasta de Cardiel, nos había tocado hacer el campamento en el Pardo e íbamos juntos en esta aventura.
Asombrados como yo, contemplaban todo con la máxima curiosidad y hacía rato que
no hablaban. Sentados en la fila abatible del pasillo, sin saber decidirse,
miraban a izquierda y derecha como si vieran un partido de tenis. Cuando
ya íbamos a torcer por la calle de Bailén, en dirección a la
estación, paramos en un semáforo y entonces me sorprendí al ver a lo lejos una
construcción gigantesca, la más grande que había visto en mi vida. De repente,
como si estuviera poseído, le imploré al conductor que abriera las puertas y
nos dejará bajar, consintió con desgana y poco después atravesaba la Plaza de España con la maleta a
cuestas, andando ligero y decidido, como un visionario, algunos pasos atrás me
seguían mis paisanos a regañadientes,
quejándose de la marcha que llevábamos, pero es que yo me sentía como
Moisés guiando al pueblo de Israel y no podía parar.
Al llegar al final de la plaza miré hacia arriba hasta que el cuello ya
no me daba más, el Edificio España, recién inaugurado, con sus 25
plantas y sus mil ventanas, era algo nunca visto, de hecho se había convertido
en el edificio más alto de Europa.
Viendo pasar las nubes por su fachada
parecía que el edificio se echaba encima, una sensación de vértigo recorría mi cuerpo y aún mi alma
vacilaba más.
Hasta ese día la construcción más grande que había contemplado era
la catedral de Toledo pero ahora
la recordaba pequeña e inocente
en comparación. En el flanco izquierdo de la plaza se estaba iniciando la
construcción de otro edificio que sería aún más alto, la Torre de Madrid. Pensé
que las iglesias góticas iban a sentirse tristes, sus piedras nunca
podrían igualar la ligereza del hierro
y el hormigón, y los
hombres iban a dirigir ahora su atención
a estas catedrales civiles que son los rascacielos.
(Continuará)
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