¡Cómo han cambiado las cosas!, desde los
tiempos en que el parte metereológico tenía la familiaridad de la tiza al
dibujar las ondas que producían los anticiclones (como piedras tiradas sobre el
estanque de la pizarra), a la producción apabullante y hollywoodiense actual
que representa el devenir de los frentes fríos y las borrascas como la guerra
de las galaxias.
Poco después de mediodía, el fuerte estampido producido por una descarga
eléctrica fue el pistoletazo de salida de un descomunal aguacero, que fue
derivando en una llovizna constante y monótona. Yo la miraba caer, anestesiado
por su melodía dulce y repetitiva y por el calor del brasero (ombligo de la
casa). Las manos de la lluvia redoblan sobre el tambor de los charcos y las
gotas son saetas de cristal sobre el cristal de la ventana, jalbegando de
pompas el umbral del suelo. La fragancia sincera y profunda de la tierra húmeda
me parece que es el olor del mundo.
En otros tiempos la lluvia me entristecía y las nubes parecían arrastrar
cadenas sobre la tierra. Mas ahora las creo caravanas festivas y esponjosas que
salpican de confites las calles y puedo oí r la jácara de las rosas y la risa
del agua. El calor del picón conforta mi
cuerpo y el humo del cigarrillo complace mi espíritu. Sé que no me conviene
fumar, pero ¿Cómo ahuyentar los fantasmas del álbum de fotos si no es con el
ritual silente de la boca sorbiendo el alma del tabaco?.
Ahora recuerdo un día como este
que, tras la escuela, me escape (una vez más) hasta el Batán, para ver los
toros de Don Joaquín Asensio. Este había hecho una envidiable fortuna con el
estraperlo y había comprado una vacada y
un semental del Conde de la Corte y quería compensar con la nobleza de sangre de los toros el abolengo que él no poseía. Pese a los esfuerzos
que hizo siempre por borrar su genealogía, le siguieron conociendo por el mote
de su padre, “adobasillas”, ya que este se había ganado la vida arreglando
sillas y canastos por los pueblos.
A Don Joaquín le irritaban sobremanera los curiosos y husmeadores, como
había demostrado con gran violencia a quienes, en alguna ocasión, habían osado
traspasar los linderos de su finca y mi madre me había advertido afanosamente de que no me acercase a sus tierras
en el Batán. Pero los buenos consejos se olvidan pronto, y si el hombre tiene
una gran capacidad para apartar de su memoria lo que no le es grato, un niño
simplemente no tiene memoria.
Con gran sigilo me acercaba a la pared, que excedía unos palmos mi
estatura, me aupaba entre los resquicios de las piedras y asomaba la cabeza
vacilante. En el acto todos los toros, novillos, erales y chotos se agrupaban
marcialmente. Siempre realizaban los mismos pasos ,primero se alejaban
atropelladamente, y luego se acercaban pausadamente, siguiendo al semental en
una especie de coreografía aprendida. Después, siguiendo como un ritual,
permanecían estáticos mirándome con la misma atención y curiosidad que yo les
miraba. Pero aquel día tormentoso los animales estaban dentro de unas
portaleras y yo no llegaba a distinguirlos bien. Sobre el tejado un fresno
imponente extendía sus ramas que sobresalían del saledizo. Sin pensarlo dos
veces gatee por sus ramas blancas y elásticas, intentando llegar a un lugar
óptimo para contemplar los astados. Pero la madera resbaladiza hizo desasirme y
caí en una monumental costalada, que fue amortiguada en parte por el lecho de
barro y estiércol ablandado por el agua y hollado por las pezuñas.
Aturdido por el golpe, aún estaba recorriendo mentalmente las partes de
mi cuerpo que estaban dañadas, cuando de repente sonó un mugido profundo y
furioso que retumbó sobre la voz del agua y los campos. Tumbado boca a bajo,
tal como había caído, ladeé la cabeza ligeramente y pude ver a un toro que se
dirigía hacia mí con un brillo dominador e inquiriente en sus ojos. Fuese por
el trastazo fuese por el miedo, la realidad es que no me podía mover, como
ocurre en las pesadillas, despertando luego con gran angustia, pero ahora, para
mi pesar, estaba bien despierto y sólo me quedaba sepultarme en el lodo, con
las manos sobre la cabeza, adoptando la postura defensiva aprendida a los
toreros, para ofrecer el menor flanco posible. Se frenó el toro justo encima e
incomprensiblemente no me atacó. Sentía su respiración fuerte sobre mi cuello,
como si me estuviera olisqueando, luego giró a mi alrededor y ante mi asombro
empezó a orinarme encima, con total desvergüenza y descuido de mi orgullo, para
mayor afrenta de mi honra y salvación de mi culo. Estuvo merodeando un rato a
mi lado, y luego se marchó con total desdén.
Una vez pasado mi gran sorpresa fui reaccionando y sobreponiéndome al
estupor que me calaba más que la lluvia. Me levanté y fui retrocediendo muy
lentamente, sin perder de vista la manada que se guarecía bajo el techado. Me
pareció ver en las vacas un gesto de burla fina y disimulada pero no podría
asegurarlo. Cuando me encontré al otro lado de la valla corrí como poseído
hacia mi casa haciendo saltar los charcos al mismo tiempo que rezaba. No se
debía al miedo sino a un desbordante sentimiento de alivio y agradecimiento a
la vida. Por primera vez tuve la conciencia de lo sublime que puede ser la
existencia al mismo tiempo que efímera y quebradiza. No tuvo tanta suerte en el Batán “Bombita”,
el maletilla.
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