Pero
entonces pensó en lo que había sido su vida y esto le serenó: nació en una
familia humilde, era el menor de 6 hermanos. Su madre había muerto en el parto,
así que su padre, que era pastor de ovejas, viudo y ausente la mayor parte del
tiempo de su hogar, pensó que la mejor solución para la cría del más pequeño
era enviarle al seminario de Pamplona. Allí, interno con los padres dominicos,
podría tener cuidados y una buena formación hasta la edad en que, si su
inteligencia y disposición lo hacían
posible, estudiaría teología y, una vez ordenado, vestiría los hábitos.
Al
recordar todo esto, se afianzó en el padre Cristóbal la idea de que las cosas
en la vida no se suelen elegir, sino que, inexorables, se presentan sin atender
súplicas ni ruegos, y que, una vez surgen, sólo nos quedan dos caminos: o las
afrontamos con templanza, arrostrándonos animosamente a los problemas, dejando
impresa nuestra huella, o nos mostramos pusilánimes y permitimos, con
indolencia, que sean las cosas las que nos dejen marcada su señal. Además su
mayor incertidumbre cuando era novicio, y pensaba en su futuro, no era imaginar
si estaría preparado para arengar desde el púlpito a una asamblea de
cristianos, lo cual atemorizaba a alguno de sus hermanos, sino el no ser capaz
de llevar eficientemente las cuestiones burocráticas y administrativas,
inherentes al funcionamiento habitual de una parroquia. Por su personalidad
despistada, y hasta a veces de un reprobable ensimismamiento, temía cometer
errores en la realización de campañas de donativos o en la organización de los
actos y horarios de los distintos grupos que se integraban bajo su dirección
como, por ejemplo, la catequesis, los cabildos de las cofradías de Semana Santa,
las reuniones de las hijas de María o las meriendas con las damas del patronato
para la defensa de la piedad y las buenas costumbres, si la localidad a la que
era destinado era de cierta importancia. También le preocupaba el que, debido a
su naturaleza solitaria (que le valió el apelativo no siempre cariñoso de
"el eremita"), no llegara a las gentes dada su inexperiencia en el
trato del día a día y los secretos de lo superficial, y que por ello fuera mal
aceptado y criticado en comparación con las posibles bondades y simpatía de su
antecesor en el cargo. Pero, en la situación en la que había llegado, no era
precisamente la infraestructura parroquial, (que se había desmoronado por
completo), ni la observancia de los pequeños detalles, lo que merecía su
atención, sino acometer por completo la reorganización de los servicios y
concitar en su rebaño la idea de que, como en los primeros tiempos de los
cristianos, una comunidad es iglesia independientemente del lugar de reunión. Y
en lo referente a un posible parangón con su predecesor tampoco había cuidado,
pues Don Dimas había sido elevado a la categoría de mártir dentro de la
particular y sensible hagiografía popular y, por tanto, no había lugar para el
demérito o el menoscabo, pues éste siempre estaría muy por encima de cualquier
cura o seglar con el que se quisiera comparar.
De
este modo, sólo le quedaba encomendarse al Altísimo, y sin dilación, ponerse
manos a la obra. Lo primero era desescombrar y al mismo tiempo planificar el
levantamiento del edificio, y así, se le pudo ver, a los poco días de su llegada,
y con apenas tiempo para haberse establecido, en el cuerpo a cuerpo con su
feligresía, retirando tablones o acarreando esportillos, compartiendo el
esfuerzo y haciéndose cómplice en el descanso, descubriendo la camaradería del
queso en aceite y el vino, y la poética del cigarro. Y fue esto y el hecho de
acostumbrarse a verle sin el negro faldón ni la gola blanca, lo que le hizo ser
acogido como jamás hubiera esperado. Porque más allá del respetado
representante de la jerarquía secular, conocieron en él al hombre que tiende la
mano como hombre; no una mano delicada y fina acostumbrada al tacto de los
finos lienzos y ricos minerales, sino una mano que se encallece y agrieta, y
que, en el saludo, transmite solidaridad y vida.
Los domingos, después de la misa concelebrada en los bajos de la casa
consistorial, preparaba las herramientas y disponían el material necesario para
la semana, y a veces apilaban los bloques de piedra y reparaban los andamios, y
si alguien le compartía la duda sobre la conveniencia de faltar a la
recomendación de descansar en el día del Señor, él le respondía: "Ésto no puede ser considerado como trabajo,
sino que, junto a la ofrenda del pan y el vino como símbolos de la carne y la
sangre de Cristo, estas actividades lo son de la fuerza y sudor de nuestro
Salvador. Y si las primeras fueron derramadas en el sacrificio supremo de la
última jornada, las segundas lo fueron durante todos sus días; y, como yo
pienso, es más fácil morir por alguien que vivir por él".
Y
así, Don Cristóbal de Echevarría, cura párroco de Castillo de Bayuela, demostró
una gran fuerza física y moral, pues a veces se mantenía, incluso solo, a pie
de obra, mientras los hombres tenían necesariamente que atender el ganado y las
mujeres el puchero; y si alguna ocasión ésta se detenía, era por falta de
presupuesto, lo que intentaba solventar con insistentes visitas y largas
esperas en el despacho del prelado en Toledo, y así se iban capeando las
dificultades. Y de este modo, a los cuatro años y tres meses del inicio de su
reconstrucción, la iglesia pudo ser consagrada, para lo cual vino el mismísimo
cardenal de la ciudad cercada por el Tajo, con todo su granado séquito, para
bendecir las nuevas estancias erigidas. Aunque, lo que allí verdaderamente se
había construido, escapara a su entendimiento y, desde su nacimiento, estuviera
ya bendito.
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