Mañana será la noche de reyes y aún no he
comprado los juguetes de mis nietos. Cuando lo hacía para mis hijos realmente
me encantaba, la llegada de estas fechas me ilusionaba tanto o más que a ellos,
pero ahora se ha convertido en una tarea fría e ingrata. Entonces disfrutaba
pensando en la cara de felicidad que pondrían al abrir los paquetes, arrancando
impacientes las cenefas que los envolvían y corriendo jubilosos a enseñárselos
a su madre; y también, porque mi alma de niño se entusiasmaba terriblemente con
todos aquellos prodigios de la mecánica y el juego, que yo nunca pude tener.
Sin embargo los niños ahora tienen todo tipo de artilugios y muñecos, y ya
pocas cosas le hacen ilusión, en cuyo caso, las desechan a los tres días para
devolver su incondicional atención al aparato de televisión, que, por el
magnetismo que en ellos produce, podríamos hablar del nuevo flautista de
Hamelin.
En mi infancia, los únicos regalos que recibíamos los escondía mi madre en la troje, y nosotros los buscábamos entre los numerosos intersticios que había entre la solera y el tejado, y eran unas pastas de harina, huevo, azúcar y manteca que había cocido al horno mi abuela o unas almendras bañadas en almíbar, y a veces, en alguna ocasión especial, un puñado de monedas de cobre. Entonces no se compraban juguetes, los juguetes se hacían. Por supuesto que eran más toscos y menos vistosos, pero curiosamente producían mayor diversión y entusiasmo. Tengo la impresión de que, en estos tiempos del suicidio del comunismo y la inmortalidad del consumismo, los hombres han sido arrebatados por los cantos de sirena de la publicidad y se han convertido a la nueva religión que profetizan los anunciantes. Se acaba con la fantasía, esa capacidad necesaria en el hombre de dar forma sensible a las cosas ideales, de idealizar las reales, y condenamos a nuestros hijos a la pena de creer que no se puede ser feliz sin adquirir más de lo que se tiene. Estamos terminando con la oportunidad de sorprenderse por las cosas, y esto no ocurriría si dejáramos que las descubrieran por ellos mismos, teniendo la posibilidad de conocer la realidad sin la mediatización de los intereses comerciales de las grandes empresas.
Acudían puntualmente a su
cita con la villa cada año, entorno al mes de abril, coincidiendo con la
llegada de la primavera y tras el obligado parón por el recogimiento debido
durante la cuaresma y el lógico rigor de la semana santa. Al atardecer, cuando
el pueblo se encontraba aún entre dos luces, las calles se convertían en un
fluir de personas, que con sillas y bancos, se dirigían prontos a la plaza para
poder reservar luego un bueno sitio. Tras la cena, apresuraba nervioso a mis
padres para dirigirnos a ocupar nuestro lugar y no perder ni un instante de tan
esperado espectáculo. ¡Cómo me seducía aquel montaje!, unas grandes teas encendidas
con astillas resinosas, que alumbraban a modo de hacha, enmarcaban el
escenario, dándole una apariencia misteriosa y rutilante. El telón, que en
algún tiempo habría tenido una apariencia suntuosa y rica, ahora presentaba un
color indefinido, ajado por la insidiosa acción del tiempo y la farándula.
-"El gran circo oriental, llegado de las
lejanas y tórridas tierras de Arabia y Berbería, tiene el placer de
presentarles el más sorprendente y admirado espectáculo que en el orbe mundo
jamás se haya visto. Hemos atravesado, de uno a otro confín, las anchurosas y
encrespadas aguas de toda la mar océana, fondeado en las más maravillosas e ignotas
islas, que la mente imaginar pueda, y salvado las escarpadas y nivosas
cordilleras de los países andinos y el Asia. Y todo este aventurado periplo nos
ha provisto de las más asombrosas historias y las más increíbles pericias, que
ahora tenemos el gusto de ofrecerles".
Pero sin embargo, lo que a mí
más me atraía era la actuación de un falso anciano, con luenga barba postiza,
que a modo de romancero, vestía unos desastrados pantalones y unos lastimosos
borceguíes, cuya función era dar tiempo para cambiar los decorados y prepararse
los artistas, como el papel ingrato del entremés, narrando en verso increíbles
historias e ilustrándolas con un puntero sobre unos pergaminos con viñetas que
enrollaba sobre un caballete. En cierta ocasión, y tras haber relatado los
atractivos monumentos y considerables beldades de lugares remotos y las
maravillas de países feraces y venturosos, se bajo entre el público y
acompasando el tono de su voz a sus palabras, creó un clima de complicidad y
anuencia que hacía pensar a su audiencia que iba a revelar guardadísimos
secretos o verdades superiores transmitidas, y entonces confesó:
-"Pero de todas las naciones, de todos
los imperios, emiratos, satrapías y repúblicas que yo haya conocido, es España
la más admirable y digna de loores, la más feliz y deseada tierra que jamás
alma mortal pudiera haber soñado. Su producción posible en plantas propias y
exóticas, y en toda suerte de cereales y legumbres, sustanciosas y nutritivas,
sobraría para mantener, al menos, un número de habitantes el doble del que
ahora tiene. Júntese luego a esto sus innumerables y pingües viñedos, tan
ricamente variados, sus campos y selvas de olivares, sus populosos naranjeros
que al aire libre se levantan más altos que los cedros, sus limonares, sus
limeros, sus afamados higuerales, sus bosques de castaños, sus nogueras
colosales, sus paraísos de frutales, sus avellanos, sus almendros, sus palmeras
y palmitos, sus espesos encinares de la edad dorada, sus madroños, , el moral y
la morera, pasto gustoso y natural del preciado cerdo ibérico, Y que decir,
amigos, del reino animal: en el ganado lanar aventaja España a las demás
naciones por la excelencia de su lana; y los caballos, que traen su fama desde
el tiempo de los romanos, por los cuales eran llamados hijos del viento,
llevándose entre todos la palma los caballos andaluces, en cuanto a su finura,
belleza, elegancia, agilidad y viveza”.
Pronunció el romancero
estas palabras tomado de una inspiración volcánica y arrebatadora, su voz
guiada de un entusiasmo angélico, lejano de la afectación propia del
comediante. Para la mayor parte de los allí presentes, aquello no dejó de ser
el relato brillante de un cuentista ingenioso, la demostración esplendorosa de
un tahúr de la palabra para quién una frase no es el mero atrezzo de una idea.
Pero para algunos pocos, el fuego de su voz fue como una pavesa en el pasto
seco de sus conciencias. Se alumbró una idea inquietante: "Si nuestra
tierra no es peor que otras, ni nuestros hombres menos sabios y esforzados,
¿Porqué la nación padecía miseria y estrecheces?, una nación que tiene como
libro de cabecera la cartilla de racionamiento y que fracciona la ilusión en
cupones, una nación que entona penitentemente el miserere y nunca el
"Gloria in excelsis Deo".
La exposición del comediante quitó la venda de
la inocencia de los ojos del conocimiento, como el labrador que desembaraza la
cepa de la tierra con la que la había abrigado, para dejarla en la libertad de
su vida y de su fuerza.
Al terminar la representación, las gentes abandonaron la plaza alegres y
resueltas, pero unos pocos quedaron en sus asientos, como viendo los títulos de
crédito en el interior de su corazón, representando el sueño de una España ubérrima.
Don Manuel, el maestro, se acercó a las bambalinas y se quedó hablando durante
largo tiempo con el actor. Me hubiera gustado acercarme a su lado para
escucharles, pero mi padre ya me había agarrado la mano y me conducía a casa,
en la otra portaba una silla (y no sabía cual de los dos era más trasto).
A la mañana siguiente, en el colegio, aguantaba el aburrimiento como
podía. Al fastidio que ya de por sí me producían las clases, se unía el
atontamiento producto de la falta de sueño. Pasé gran parte de la noche
recordando cada detalle del espectáculo, en mi cabeza giraban, como en un
caleidoscopio, las imágenes de la función confundidas con las de exóticos
lugares y mares sin techo. Pensé, por primera vez, en que sería mi vida:
¿Permanecería siempre en el universo minifundista de mi pueblo, como mi padre,
o llegaría a descubrir, alguna vez, la cara oculta de la tierra?.
Estaba en medio de estas abstracciones y el sopor de la lección
recitada, cuando sonó la puerta. Todos mirábamos expectantes siempre que esto
ocurría, la experiencia nos decía que detrás de la puerta siempre había algo
que rompía la monotonía y el tedio, y cualquier distracción, por breve que esta
fuera, se convertía en motivo de fiesta. Pero ni nuestras más fantasiosas y lúdicas
mentes infantiles podían imaginar lo que nos aguardaba. Don Manuel entreabrió
la puerta y, con sonrisa de satisfacción, entró compañado del titiritero y,
para nuestro asombro, estaba ataviado con el mismo disfraz de ciego romancero
que había vestido la noche anterior. Don Manuel le había convencido para que
compusiera una serie de romanzas como las que acostumbraba a cantar, con ese
soniquete característico que alarga las últimas sílabas del cuarto verso. Pero
esta vez, en lugar de narrar sucesos y chismes(muy del gusto de los convecinos
,sobre todo de algunas mujeres de naturaleza murmuradora) debía tratar sobre
hechos de la historia de España, para provecho y deleite de los estudiantes.
Comenzó con la unidad de los reinos católicos y terminó con la guerra de
liberación contra los franceses, cuatro siglos de gestas y penuria, de hazañas
y pobreza.
Estoy convencido de que si, aún hoy, preguntaran a los supervivientes de
aquel curso sobre nuestra edad moderna, sabrían dar respuesta a muchas cuestiones,
y todo eso gracias a la seducción de aquellos dibujos y la sonoridad de las
palabras. Todavía recuerdo como comenzaban aquellos versos:
Don Fernando e Isabel
reúnen en sus banderas
a castillos y leones
las barras aragonesas.
Pierde el moro cuantas plazas
aún en España conserva,
y luego en las Alpujarras
nuevo escarmiento le espera.
De moriscos y judíos
libre la española tierra,
en tranquilidad ganó
lo que en riqueza perdiera.
Celo por su religión
los dos esposos demuestran,
si como justos castigan
como magnánimos premian.
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